Authors: Giorgio Faletti
En el escritorio de madera encontró el legajo con todos los informes y los expedientes relativos al caso. Lo abrió y buscó el sobre que contenía las fotos de la casa de Alien Yoshida que les había llevado Froben después de la inspección del lugar. Las estudió atentamente. Se sentó al escritorio, cogió el teléfono y marcó el número del comisario de Niza.
—¿Froben?
—Sí, ¿quién habla?
—Hola, Claude, soy Frank.
—Hola, yanqui. ¿Cómo andas?
—¿Puedo hacerte una pregunta?
—Ya he leído los periódicos. ¿Las cosas están de veras tan mal?
—Sí. Pero incluso suspiramos de alivio porque no son todavía peores.
—Qué desastre... Dime, ¿en qué puedo ayudarte?
—Respóndeme a un par de preguntas.
—Te escucho.
—En la casa de Yoshida, ¿sabes si alguien había tocado algo antes de que llegarais vosotros a hacer el registro y las fotos?
—No creo. La criada que descubrió la habitación del crimen ni siquiera entró; por poco se desmayó al ver toda aquella sangre. Llamó enseguida a los de seguridad. Como recordarás, Valmeere, el jefe de los vigilantes, es ex policía y conoce el procedimiento. Nosotros, como es obvio, no hemos tocado nada. Las fotos que os he dado son de la casa tal como la encontramos.
—Gracias, Claude. Disculpa, pero necesitaba estar totalmente seguro.
—¿Tienes alguna pista?
—No sé. Espero que sí. Debo verificar un detalle, pero no quiero ilusionarme antes de tiempo. Otra cosa...
El silencio al otro lado del teléfono indicaba que Froben estaba esperando.
—¿Recuerdas si en la discoteca de Yoshida había un elepé de vinilo?
—No. De eso estoy seguro, porque uno de mis hombres, qué es un apasionado de la música, observó que en el equipo estéreo había un tocadiscos pero que en los estantes solo había CD. Incluso hizo un comentario al respecto...
. —Estupendo, Froben. No esperaba menos de ti. .
—Vale. Si necesitáis algo, aquí estoy.
—Muchas gracias, Claude. Eres un amigo.
Cortó y se quedó pensativo un instante. Había llegado el momento de verificar si ese hijo puta había cometido un pequeño error el primero desde el comienzo de aquel asunto. O si lo había cometido él, al confundir luciérnagas con faroles.
Abrió el cajón del escritorio donde estaba la copia de la cinta VHS que habían encontrado en el Bentley de Yoshida. Sabía que Nicolás la tenía allí, junto con las cintas de las grabaciones de la radio. La cogió y fue a introducirla en el vídeo conectado al televisor. Encendió los aparatos y pulsó la tecla play en el mando a distancia.
En la pantalla aparecieron las barras de colores y luego la secuencia grabada. Aunque viviera cien años y debiera ver esas imágenes cada día, jamás lograría hacerlo sin experimentar un escalofrío. Volvió a ver la figura de negro con el puñal en la mano y sintió un nudo en la garganta y una opresión que le cerraba el estómago. Una sensación de furia que no se aplacaría hasta que le cogiera.
«Aquí está, ya casi llegamos...»
Sintió la tentación de pulsar la tecla de avance rápido, pero temía que el detalle se le escapara. Por fin la proyección llegó al momento que él esperaba. Para sus adentros, lanzó un pequeño grito de alegría.
«Sí, sí, sí...»
Detuvo la imagen con la tecla de pausa. Era algo tan pequeño que no se habría atrevido a comentarlo con nadie, por temor a encontrarse ante la enésima decepción. Pero ahora estaba allí, ante sus ojos y valía la pena considerarlo. Un detalle insignificante, cierto, tanto como para no haberlo tenido en cuenta hasta aquel momento pero era lo único que tenían.
Miró con atención la imagen fija en la pantalla. El asesino alzaba el puñal sobre Alien Yoshida. La víctima lo miraba con los ojos muy abiertos, las manos y las piernas inmovilizadas por el alambre de acero, la boca cerrada por la cinta adhesiva, una mueca de dolor y terror en el rostro. Frank pensó que ese hombre moriría de nuevo cada vez que alguien mirara la cinta. Y ahora que sabían que clase de hombre era, cada vez merecería esa muerte.
En aquel momento se abrió la puerta del despacho y entró Morelli. Se detuvo en el umbral, asombrado de encontrarlo allí.
Frank notó que, más que sorprendido, parecía incómodo.
Se sintió un poco culpable por el malestar del inspector.
—Hola, Claude, disculpa que haya entrado, pero no había nadie y tenía la imperiosa necesidad de comprobar algo...
—No hay problema. Si buscabas al comisario Hulot, está reunido, en la sala grande, en la planta de abajo. También están los jefes.
Frank se olió algo raro. Si se había organizado una reunión para analizar cómo iba la investigación hasta el momento y para coordinar las intervenciones, le parecía extraño que no le hubieran avisado. Desde el primer momento se había esforzado en actuar con discreción, para no incomodar a Nicolás. Se mantenía siempre un paso por detrás de él y tomaba la iniciativa solo cuando él se lo pedía, ya que no quería dejar en mal lugar al comisario ante los ojos de nadie: ni de sus superiores ni —sobre todo— de sus subalternos.
El estado de ánimo de Nicolás era harina de otro costal. Le había afectado bastante su arrebato de la mañana en casa de Jean-Loup, pero lo entendía perfectamente, tanto desde el punto de vista humano como desde el profesional.
Ellos sí eran dos caras de la misma moneda, sin importar quien fuera cara y quién cruz. Entre ellos no había problemas.
Relacionó aquella reunión casi furtiva con la visita de DwigM Durham. Era muy probable que las autoridades del principado vieran el asunto de la misma manera, pero desde una óptica opuesta, después de la intervención del cónsul, su presencia allí ya no se veía como una cuestión personal, casi un pacto entre caballeros, sino como una cuestión oficial.
Frank se encogió de hombros. No tenía ganas de encontrarse involucrado en un enredo diplomático. Ni le importaba. Lo único que quería era agarrar a aquel asesino, meterlo en prisión y tirar la llave. En cuanto a quién correspondía el mérito, que lo decidiera los encargados de tomar esas decisiones.
Morelli se había repuesto de su inicial sorpresa.
—Yo bajo a reunirme con ellos. ¿Vienes?
—¿Te parece buena idea?
—Sé que te han llamado un par de veces, pero el teléfono comunicaba.
Era posible. Había estado mucho rato al teléfono con Cooper, cuando llegó Durham había apagado el móvil, que por otra parte usaba muy poco. Casi siempre se quedaba guardado en un cajón, en el piso de Pare Saint-Román.
Frank se levantó, recogió las fotos que acababa de examinar y fue a sacar la cinta del vídeo. Se la llevó consigo.
—¿En la sala de reuniones hay algún aparato para ver la cinta?
—Sí, hay todo lo necesario.
Salieron del despacho, recorrieron en silencio el pasillo y bajaron por la escalera. El rostro de Frank era una máscara de piedra. En la planta inferior, hicieron a la inversa el trayecto que poco antes habían hecho en la planta de arriba. Cuando llegaron a la penúltima puerta de la derecha, Morelli llamó.
—Adelante —dijo alguien desde dentro.
En la gran estancia pintada en dos tonos de gris había varias personas sentadas alrededor de una larga mesa rectangular: Nicolás Hulot, el doctor Cluny, Roncaille, el director de la Süreté, y otro par de personas a las que Frank no había visto nunca.
Cuando él entró hubo un instante de silencio general.
La sensación de que algo le olía mal aumentó. Los hombres allí reunidos adoptaron la actitud de quien es sorprendido con las manos en la masa. Por supuesto, estaban en su territorio y tenían todo el derecho de hacer las reuniones que quisieran, con él o sin él. Un así, la actitud general confirmaba su primera sensación. Nicolas no tenía valor para mirarlo a los ojos y parecía incómodo, como Morelli poco antes. Frank pensó que su actitud podía deberse a otro motivo. En su ausencia, debían de haberle dado una buena reprimenda por los resultados negativos de las investigaciones hasta ese momento.
Roncaille fue el primero en recobrarse. Se puso de pie y dio unos pasos hacia él.
—Buenas noches, Frank, tome asiento. Estábamos analizando la situación mientras lo esperábamos. Creo que no conoce usted al doctor Alain Durand, el procurador general, que se ocupa personalmente del caso...
Señaló a un hombre bajo de pelo rubio y ralo, y ojos pequeños y hundidos detrás de unas gafas sin montura. Llevaba un elegante traje gris que sin embargo no lograba darle la buena presencia que sin duda él creía poseer. Lo saludó con un movimiento de cabeza.
—Y el inspector Gottet, de la Computer Crime Unit...
Esta vez fue el hombre sentado a la izquierda de Durand el que le saludó con un gesto de la cabeza. Era un muchacho joven, bronceado, de pelo oscuro, que probablemente frecuentaba los gimnasios en su tiempo libre, las playas en verano y los centros de bronceado artificial en invierno. Parecía más un
yuppie
que un policía.
Roncaille se dirigió a las personas que acababa de presentar.
—Él es Frank Ottobre, agente especial del FBI, colabora con la policía del principado para las investigaciones del caso «Ninguno».
Frank fue a sentarse a la derecha de Cluny, casi frente a Nicolás. Buscó su mirada, pero no la encontró. Hulot continuaba observando un punto fijo, como si hubiera perdido algo.
Roncaille volvió a su lugar.
—Bien, ahora que ya estamos todos, podemos continuar. Frank, estábamos a punto de escuchar el informe del doctor Cluny, que ha examinado las cintas de las llamadas del sujeto.
Esta vez fue Frank quien asintió en silencio. Cluny acercó la silla a la mesa y abrió la carpeta que tenía delante. Se aclaró la voz, como si comenzara una clase en la universidad.
—Después de un profundo examen he llegado a conclusiones que, en general, confirman mis observaciones en el momento de las llamadas. Se trata de un individuo extremadamente complejo con unas características que hasta ahora nunca me había encontrado. En su
modus operandi
hay particularidades que lo colocan con claridad en la categoría de asesino en serie. Por ejemplo, la territorialidad, que lo induce a actuar solo en el ámbito del principado. Y el hecho de que prefiera usar un arma blanca, que le permite un contacto directo con la víctima. El hecho de que desollé a las víctimas puede considerarse al mismo tiempo un ritual fetichista y un
overkilling
en su sentido estricto. Mediante la mutilación de los cadáveres el asesino demuestra su total dominio sobre la persona a la que ha decidido matar. Incluso el período de calma entre un homicidio y otro forma parte del cuadro general. Hasta aquí, todo parecería responder a un comportamiento habitual...
—¿Pero...? —intervino Durand con una voz de bajo que sonaba exagerada para su físico menudo.
Cluny hizo una pausa de efecto. Se quitó las gafas y se apretó el puente de la nariz, como Frank ya le había visto hacer. Parecía tener una particular habilidad para concentrar la atención de los demás en sus palabras. Volvió a ponerse las gafas y asintió con la cabeza en dirección a Durand.
—Exacto. Aquí comienzan los «pero»... El sujeto tiene un gran dominio léxico y una capacidad de abstracción muy fuera de lo común. Utiliza imágenes, muchas de las cuales son casi poéticas; podríamos incluir aquí esa definición que da de sí mismo, «uno y ninguno». Además de su aguda inteligencia, es un hombre de elevado nivel cultural, con estudios superiores, quizá humanísticos, al contrario de la mayoría de los asesinos en serie, que suelen ser individuos de clase media baja y de escasa cultura. Hay algo en particular que me deja perplejo...
Otra pausa. Frank observó que el psicopatólogo repetía la pantomima de quitarse las gafas y apretarse la nariz. Durand aprovechó para limpiar las suyas.
«Disfruta de nuestros aplausos, Cluny. Sí, estamos todos pendientes de ti, pero sigue adelante, por favor. Y decídete a usar lentes de contacto de una vez por todas.»
—Me refiero a que el asesino, en el transcurso de la conversación, manifieste que se siente casi obligado a matar. Si en la raíz de su patología hay hechos de su vida comunes a este tipo de alteraciones de la personalidad... es decir, familia opresiva, padre o padres dominantes, maltratos o humillaciones y abusos semejantes... el impulso de matar podría considerarse bastante normal. Pero aquí se observa una actitud que en general se encuentra en los casos de desdoblamiento de personalidad, como si en el sujeto coexistieran dos personas... Y con esto volvemos al «uno y ninguno»...
Frank pensaba que todas aquellas consideraciones eran simplemente estupideces.
No eran más que un bonito ejercicio de estilo. En aquel caso específico, trazar el perfil del asesino podía resultar útil, pero no determinante. Ese asesino no era solo un hombre que actuaba, sino un hombre que pensaba antes de actuar. Y pensaba con una lucidez excepcional. Para atraparlo, ellos debían ser más lúcidos que él.
No lo dijo, por temor a que esta simple observación se interpretara como admiración.
Intervino Durand y, por lo que dijo, Frank se vio obligado a admitir que no era estúpido. Sabía cómo llevar adelante una reunión como aquella.
—Señores, esta conversación queda entre nosotros, nadie nos está escuchando. No se trata de una competición para ver quién es más hábil. Les pido que pongan sobre la mesa todas sus dudas, hasta la que parezca más banal. Nunca se sabe de dónde puede salir una idea. Comenzaré yo: ¿Qué se puede decir de la relación del asesino con la música?
Cluny se encogió de hombros.
—Ese es otro aspecto controvertido. «Uno y ninguno», una vez más. Por un lado se observa una pasión evidente por la música, puesto que parece conocerla y apreciarla mucho. La música debe de ser, para este hombre, un refugio primario, una especie de escondrijo mental. Por otro lado, que se valga de ese medio para darnos una pista sobre su siguiente víctima nos involucra en un juego donde la música pasa a ser algo destructivo, un arma con que nos desafía. Se considera superior a nosotros, pero al mismo tiempo tiene un complejo de inferioridad y frustración que le empuja a ofrecernos esas pistas. ¿Ven ustedes? De nuevo «uno y ninguno»...
Hulot levantó una mano.
—Diga, comisario.
—El hecho de que quite la piel del cráneo a sus víctimas, aparte de las motivaciones psicológicas, ¿qué finalidad práctica puede tener, en su opinión? Es decir, ¿qué hace con la cara y el cuero cabelludo de esos desdichados? ¿Para qué le sirven?