Authors: Giorgio Faletti
—Buenas noches, Laurent —dijo el hombre en inglés.
Laurent inclinó levemente la cabeza y respondió en el mismo idioma.
—Buenas noches. Me alegra volver a verlo en circulación, capitán Mosse.
El otro desdeñó el sentido del saludo y pasó directamente al motivo del encuentro.
—¿Tiene lo que le he pedido?
Laurent dejó en el banco la bolsa de tela que había llevado en bandolera hasta ese momento.
—Aquí tiene. No está todo, como es obvio. Tuve que escoger el material al azar. Si me hubiera dicho para qué lo quería, habría podido...
Ryan Mosse lo interrumpió con un gesto. Pasó por alto la pregunta implícita y le puso delante un maletín barato.
—Aquí dentro está lo que habíamos pactado.
Laurent cogió el maletín y se lo apoyó en las rodillas. Abrió la cerradura y levantó la tapa. En la penumbra, vio que todo el fondo estaba cubierto de fajos de billetes. Pensó que daban más luz que cualquier bombilla.
—Gracias.
—¿No lo cuenta? —preguntó Mosse con un ligero tono irónico.
—Usted no puede comprobar aquí el material que le he traído. Me parecería de mal gusto no corresponder a su confianza del mismo modo.
El capitán se puso de pie. El intercambio había concluido. El placer de la mutua compañía no era precisamente un motivo para prolongar el encuentro, ni para él ni para Laurent.
—Nos vemos, señor Bedon.
Laurent, sin levantarse del banco, hizo un gesto con la mano.
—Nos vemos, capitán Mosse. Siempre es un placer hacer negocios con usted.
Se quedó mirando la figura atlética del estadounidense que se alejaba con un paso decidido y un aire marcial, que las ropas de paisano no conseguían disimular. Esperó en el banco hasta que el otro desapareció de la vista. Estaba de excelente humor. La noche había sido muy fructífera. Primero las ganancias en el casino, y después la suma del maletín... Como rezaba el dicho, el dinero llama al dinero.
Y así continuaría, estaba seguro.
«Demos tiempo al tiempo —se dijo—. Tiempo al tiempo.»
La lógica popular afirmaba que hasta un reloj parado tiene razón dos veces al día. Los hechos iban demostrando que su reloj no estaba parado del todo y que había comenzado a marcar tiempos mejores.
Se levantó del banco y cogió el maletín, mucho más ligero que la bolsa que le había entregado a Mosse, aunque a él le parecía mucho más pesado. Reflexionó un instante. Por esa noche, basta de café de París. No podía pedírsele demasiado a la suerte en un mismo día. Podía coger un taxi o bajar a pie hasta el puerto, tomar una copa en el Stars'n Bars, luego coger su flamante automóvil en el aparcamiento subterráneo de la radio y volver a Niza. No era el Porsche que deseaba, pero había que saber esperar. Por ahora le bastaba para evitarle tener que ir al trabajo en transporte público desde su nueva vivienda cerca de la plaza Pellegrini, en la zona de Acrópolis, un piso pequeño pero elegante que acababa de alquilar. ¡Qué ironía! Quedaba bastante cerca de su antigua casa, la que le había arrebatado el maldito Maurice, que el diablo se lo llevara.
Miró la hora. Todavía era temprano, y la noche era larga. Laurent Bedon se encaminó sin prisa hacia el hotel de París con el paso ligero de un hombre que está lleno de optimismo y que piensa que seguirá igual el resto de la noche.
Remy Bretecher se puso el casco y levantó con el pie el soporte lateral de la moto. A pesar de que el camino hacía bajada, no le costaba dirigir la Pegaso. La emoción que sentía le habría hecho sostener el peso de su Aprilia con una sola pierna. Había aparcado en la plaza del Casino, en las plazas reservadas a las motos delante del hotel Metropole, en el lado derecho. A través de la visera levantada observaba con nerviosismo al hombre que atravesaba los jardines y llegaba en ese momento a la altura de la fuente. Remy no era nuevo en esa clase de seguimientos. Normalmente, los lugares donde actuaba eran otros, como el casino de Mentón o de Niza, por ejemplo, o las pequeñas casas de juego que había en diversos sitios de la costa. Algunas veces llegaba hasta Cannes. Montecarlo, en cambio, para cierto tipo de actividad debía considerarse fuera de sus límites. Demasiado peligroso, demasiado cerrado y demasiada policía eficiente dando vueltas. Remy sabía muy bien que, mezclados con los clientes habituales, en las salas de juego había una considerable cantidad de agentes de paisano.
Aquella noche estaba allí simplemente como turista. Había ido a curiosear un poco, a ver cómo estaba el ambiente en el principado con aquella historia del asesino en serie que estaba en circulación. Había entrado en el café de París casi por casualidad, y solo por la fuerza de la costumbre había reparado en aquel tío con cara de sifilítico y aspecto indolente que había pillado tres plenos sucesivos en la ruleta, demostrando una suerte fenomenal.
Lo siguió con disimulo hasta la caja y vio la suma que se había metido en el bolsillo interior de la chaqueta. Con eso bastó para transformar una noche de vacaciones en una noche de trabajo. En realidad, Remy era mecánico en un taller de los alrededores de Niza, especializado en la preparación y «personalización» de motocicletas. Era tan hábil con los motores que el señor Catrambone, su jefe, hacía la vista gorda de sus otras actividades. En efecto, esas ocupaciones que él denominaba «a tiempo parcial» le habían valido, cuando era menor de edad, un par de estancias en un reformatorio. Experiencias juveniles debidas a una considerable falta de experiencia, juegos de palabras aparte. De momento, por fortuna, todavía no había pasado ninguna temporada en la cárcel. Por otro lado, actualmente el tirón se consideraba un pecado venial, y Remy era lo bastante listo para no usar armas durante sus «contactos de trabajo», como los definía él. Siempre que no se extralimitara, el juego valía la pena, y los hechos así lo demostraban. Solo había que actuar con mesura para ganarse un segundo salario que no le venía mal a nadie.
De tiempo en tiempo, cuando presentía que era la noche apropiada, iba a merodear por los casinos para pescar a jugadores solitarios que ganaban grandes sumas. Los vigilaba hasta la salida y después los seguía en la moto. Si se alejaban en coche, la cosa se complicaba, porque debía seguirlos hasta casa y si tenían garaje privado todo terminaba en nada. Se resignaba a ver desaparecer el coche del otro lado de una verja o en la bajada de un garaje, con las luces de freno encendidas que señalaban una noche infructuosa. Si aparcaban en la calle, en cambio, era pan comido. Los alcanzaba mientras buscaban la llave ante la puerta de entrada del edificio, y todo sucedía en un instante. Aparecía con el casco en la cabeza y una mano en el bolsillo de la cazadora, y los obligaba a entregarle el dinero. La mano en el bolsillo podía ser un simple farol o podía esconder la presencia de una verdadera pistola. Las que él cogía no solían ser sumas por las que alguien quisiera jugarse la vida con tal de evitar el robo. De modo que las víctimas tendían a entregar el dinero a su nuevo propietario. Después, una veloz fuga en moto y asunto terminado. Luego quedaba la sorpresa de comprobar, ya a salvo, cuál era el resultado económico de aquella transacción parecida a la de un cajero automático.
Cuando, en cambio, el «cliente» se alejaba a pie, bastaba espera el lugar y el momento precisos —zona poco transitada, sin polis a la vista y, de ser posible, con escasa iluminación—, después la modalidad era la misma. A menudo, era mucho más rápida.
Puesto que sus víctimas eran personas que frecuentaban los casinos, Remy se había preguntado más de una vez si lo suyo no sería otra especie del vicio de jugar, una variante de la dependencia de la mesa verde. Al fin había llegado a la conclusión de que podía considerarse una suerte de curandero, la demostración viviente de que el dinero fácil se pierde con tanta rapidez como se gana.
Una especie de autoabsolución, al fin y al cabo.
La idea de considerarse un vulgar delincuente no se le había pasado jamás por la cabeza.
Pulsó el botón de arranque y el motor de la Aprilia se puso en marcha dócilmente, ronroneando pero con un ruido pleno incluso a potencia mínima. Rogó que su hombre no se dirigiera a la parada de taxis, junto al hotel de París. Eso habría simplificado las cosas, porque el taxi significada que no habría garaje privado en la casa, pero podía querer decir también que el hombre aún no había terminado su noche de juerga, riesgo siempre a tener en cuenta. En general los jugadores con pasta terminaban por malgastar sus ganancias en alguno de los muchos night-clubs de los que Niza tenía un muestrario increíble y que en su mayoría eran prostíbulos legalizados. Pagaban para beber como cosacos y al final ofrecían a una furcia cualquiera, por un polvo en un rincón oscuro, una cifra con la que una familia entera habría vivido una semana. A Remy le habría disgustado que el fruto de aquella increíble suerte acabara tragándoselo una furcia.
Levantó con el pie el pedal del cambio, puso primera y avanzo, de modo que cruzara por delante de su hombre mientras atravesaba la plaza a la altura del parterre central. Se detuvo y volvió a apoyar la moto en el caballete. Bajó como si tuviera que revisar algo en el pequeño maletero colgado del guardabarros posterior.
Vio con alivio que el hombre pasaba de largo del único taxi que había en la parada. Si bajaba hacia Sainte-Dévote, sería una suerte increíble. En esa zona los peatones eran escasos, en especial a aquella hora, por lo que podría hacer un trabajito rápido y limpio, coger de inmediato la calle que iba hacia Niza y desaparecer en una de las tres
corniches
.
Remy se sentía particularmente atraído por aquel trabajo imprevisto. Tras salir del café de París, había seguido a su víctima a pie a través de los jardines. El hombre iba en una dirección que le llevaría a pocos metros del lugar donde había aparcado la moto. Podría actuar allí, en la penumbra de aquella zona. No estaría mal dar el golpe enseguida y tener la posibilidad de saltar sobre sus dos ruedas en pocos segundos y esfumarse en un instante.
Pero después vio que el hombre se sentaba en un banco; se echó atrás, sin dejarse ver, porque otra persona llegaba y se sentaba junto a él. Entre los dos hubo un movimiento extraño. El hombre que él había seguido, el de la cara de muerto, dio al otro una bolsa que llevaba en bandolera, y recibió a cambio un maletín.
Aquello era bastante sospechoso. O prometedor, según se miraba. Existía la interesante posibilidad de que el maletín contuviera algo valioso. Esta sensación positiva, sumada al dinero que le había visto cobrar en el café de París, podría colocar aquella noche en un rotundo primer lugar en su libro Guinness de récords personales.
Cuando se efectuó el cambio y el segundo hombre se marchó, Remy perdió su oportunidad porque, por la derecha, llegaba un grupo de personas que iba hacia el casino. Se preguntó si actuar de todos modos. Sabía que, aunque su víctima les pidiera ayuda —cosa que dudaba—, en general nadie se involucraba en ciertos asuntos. Cuando tiene lugar un atraco, la gente tiende de inmediato a ocuparse apasionadamente de sus propios asuntos. Por ello, en los cursos de defensa personal enseñan que, cuando se es víctima de un robo, nunca hay que gritar «¡Al ladrón!», palabras mágicas que de golpe hacen que solo se vea la espalda de gente que se aleja lo más aprisa posible. En esos casos es mucho mejor gritar « ¡Fuego!»; de este modo se puede ver la cara de las personas que acuden a ayudar.
Remy sabía muy bien que los héroes no salen de debajo de las piedras. Aun así, siempre hay excepciones que confirman la regla, de modo que no iba a arriesgarse.
Enfiló por la avenida des Beaux Arts y dobló a la izquierda en la avenida Princesse Alice para restablecer el contacto con su blanco, que había enfilado por la avenida de Monte-Cario, la calle con vista al mar que confluía en la avenida de Ostende con la que el había cogido.
De no haber estado ocupado conduciendo la moto, Remy se habría frotado las manos. Aquel tramo de calle se hallaba casi desierto. Las condiciones eran ideales para una fiera como él, a la caza de su alimento diario.
Remy avanzaba con lentitud, en segunda, con la visera del casco levantada y la cremallera de la cazadora de piel medio abierta como un turista normal que paseaba en moto para disfrutar sin prisa del aire cálido de una noche de verano.
Allí iba su hombre. Avanzaba despacio, fumando un cigarrillo. Muy bien. Al principio de la avenida de Ostende cruzó la calle para ir en la misma dirección que él. Incluso sostenía el maletín con la mano izquierda, una posición muy favorable a sus intenciones. Remy no podía creer lo que veía. Si él mismo hubiera elegido las condiciones, no habría podido hacerlo mejor. Pensó que, sin duda, su próximo cliente había gastado toda su dosis de suerte de aquella noche con su ganancia en el café de París.
Dada la situación, decidió que esta vez debería ser un poco menos delicado que de costumbre. Por otra parte, si no vas a la estación no coges el tren, como decía siempre su patrón, el barbudo señor Catambrone.
Respiró hondo y decidió que había llegado el momento. Toco el bordillo de la acera con la rueda delantera; con un empujón del manillar hacia arriba la ayudó a superar el obstáculo.
Avanzó con la moto detrás de su víctima, que en aquel momento arrojó la colilla del cigarrillo. Necesitaba darse prisa, antes de que decidiera cambiar de mano el maletín. Remy aceleró de golpe, a oír el ruido del motor, el hombre giró instintivamente la cabeza. El puño de Remy le alcanzó en el lado izquierdo de la cara, entre nariz y la boca.
Quizá más por la sorpresa que por el golpe, el desdichado cayó al suelo, sin soltar el maletín. Remy clavó los frenos de la moto que desvió levemente la rueda posterior.
Afirmó la moto con el soporte lateral y se apeó veloz como un gato. Teniendo en cuenta sus necesidades, había modificado el mecanismo del motor para que no se apagara automáticamente cuando bajara la palanca.
Se acercó a su víctima, que yacía en el suelo, y metió la mano izquierda en el bolsillo de manera que apareciera un bulto debajo de la cazadora.
—No te muevas o estás muerto.
Se puso en cuclillas, deslizó una mano en la chaqueta y sacó el fajo de billetes que encontró en el bolsillo interior. No efectuó esta operación con demasiada delicadeza, por lo que notó que la ligera tela del forro se rasgaba. Sin siquiera mirarlo, metió el dinero en su cazadora. Se levantó y tendió una mano hacia el hombre caído en el suelo.