Authors: Giorgio Faletti
Por fin se estableció la comunicación por radio.
—Aquí Morelli. ¿Quién eres y quién está allí contigo?
Cuando recibió la respuesta, apareció en su semblante una expresión de alivio. Probablemente se trataba de agentes que consideraba adecuados para una emergencia como aquella.
—¿Verdier está en casa?
Escuchó la respuesta y sus mandíbulas se crisparon.
—¿Sorel está en casa con él? ¿Estás seguro?
Otra espera. Más palabras del otro lado.
—No tiene importancia. Escucha bien lo que voy a decirte, y no hagas comentarios. Jean-Loup Verdier es Ninguno. Repito Jean-Loup Verdier es Ninguno. No hace falta que te recuerde lo peligroso que es. Llama a Sorel para que salga con cualquier pretexto. Dejad solo al sujeto, pero impedidle a toda costa que salga la casa. Apostaos de modo que queden vigiladas todas las salidas, pero sin que sospeche nada fuera de lo normal. Ya vamos para allá con coches de refuerzo. No hagáis nada hasta que lleguemos, ¿de acuerdo? Nada de nada.
Morelli cortó la comunicación. Frank estaba en ascuas.
—Vamos.
En tres pasos llegaron al fondo de la sala y doblaron a la derecha, hacia la entrada. Al verlos, Raquel descorrió la cerradura. Mientras salían oyeron la voz agitada de Pierrot, que venía del otro lado de la puerta de cristal de un pequeño despacho contiguo. Un súbito pensamiento saltó a la mente de Frank, y se sintió morir.
«No —se dijo—, ahora no, mi pobre chaval. No me digas que tu estúpida bondad lo va a echar todo a perder.»
Abrió de par en par la puerta de cristal y se quedó petrificado, de pie, junto a la mesa, estaba Pierrot, con la cara inundada de lágrimas, hablando por teléfono, entre sollozos.
—Aquí dicen que tú eres el hombre malo, Jean-Loup. Dime que no es verdad, te lo ruego, dime que no es verdad...
De un salto, Frank se le acercó y le arrancó el teléfono de las manos.
—Hola, Jean-Loup, soy Frank, ¿me oyes...?
Un instante de silencio del otro lado; después, el clic de la comunicación cortada. Pierrot se sentó en una silla y siguió llorando a lágrima viva. Frank se volvió hacia Morelli.
—Claude, ¿cuántos hombres hay delante de la casa de Jean-Loup?
—Tres. Dos fuera y uno dentro.
—¿Con experiencia?
—Mucha.
—Bien. Llámalos de nuevo, enseguida, y explícales la situación. Diles que ya no contamos con el factor sorpresa, que han advertido al sujeto. El agente que está dentro corre un gran peligro. Que irrumpan en la casa con la máxima cautela y, si es necesario, que usen sus armas, que no disparen solo a herir, ¿me he explicado? Ahora lo único que podemos hacer es correr y rezar para que no sea ya demasiado tarde.
Frank y Morelli salieron precipitados, dejando tras ellos el silencio pasmado de Bikjalo y Raquel.
El pobre Pierrot se quedó sentado en la silla como un muñeco, con los ojos fijos en el suelo, llorando sobre los restos de su ídolo hecho pedazos.
El hombre cuelga lentamente el teléfono, indiferente a la voz, rabiosa e implorante al mismo tiempo, que sale del auricular. Sonríe y es una sonrisa muy dulce la que se dibuja en sus labios.
Así, el momento que esperaba ha llegado. De algún modo, siente alivio y una sensación de liberación. Ha terminado el tiempo de andar silenciosamente a lo largo de los muros, al abrigo de las sombras. Ahora habrá, dure lo que dure, el regalo de la luz del sol, de su calor sobre el rostro descubierto. El hombre no está en absoluto preocupado, sino simplemente alerta, como nunca lo ha estado en todo este tiempo. Sin embargo, a partir de ahora tendrá cientos de enemigos, muchos más que los que lo han perseguido hasta el momento.
Su sonrisa se ensancha.
Será todo inútil; no le atraparán jamás. Las largas horas de entrenamiento del pasado, impuestas como un deber ineludible, han quedado grabadas en su mente como la marca a fuego en la espalda de un esclavo.
«¡Sí, señor! ¡Entendido, señor! Conozco cien maneras de matar a un hombre, señor. El mejor enemigo no es el que se rinde, señor. El mejor enemigo es el enemigo muerto, señor...»
De golpe vuelve a su memoria la voz imperiosa del hombre que los obligaba a llamarlo de ese modo, «señor», y sus órdenes, sus castigos, el puño de acero con que dirigía cada segundo de sus vidas.
Como en una película, vuelve a ver las imágenes de la humillación de ambos, su cansancio, la lluvia sobre sus cuerpos temblando de frío, una puerta cerrada, un rayo de luz cada vez más pequeño sobre sus rostros en la oscuridad, el ruido de una llave en una cerradura, la sed, el hambre.
Y el miedo, la única, verdadera y constante compañía de los dos, sin el consuelo de las lágrimas, nunca. Nunca han sido niños, nunca han sido muchachos, nunca han sido hombres: solo soldados.
Recuerda los ojos y el rostro de aquel hombre duro e inflexible, que para ellos representaba el terror. Sin embargo, cuando sucedió todo, aquella noche bendita, fue sorprendentemente fácil vencerlo. Su cuerpo joven era una perfecta máquina de combate, gracias a lo que ese hombre les había enseñado. Y el del hombre se había vuelto pesado por la edad y la incredulidad, y ya no podía competir con su fuerza y su ferocidad, que él mismo había creado y reforzado día tras día.
Lo sorprendió mientras escuchaba con los ojos entrecerrados su disco preferido,
Stolen Music,
de Robert Fulton. La música de su placer, la música de la propia rebelión. Lo inmovilizó con una llave, firme como la prensa de un herrero. Oyó crujir los huesos del cuello bajo la presión y le sorprendió descubrir que, después de todo, era solo un hombre.
Ahora recuerda, como si fuera ayer, su pregunta, formulada con voz no atemorizada sino sorprendida, cuando sintió el frío del cañón de una pistola que se apoyaba en su sien.
« ¿Qué está haciendo, soldado?»
Recuerda su respuesta, fuerte, clara y fría a pesar de todo, en el momento sublime de la rebelión, el momento en que todos los agravios y las injusticias serían reparados.
«Lo que usted me ha enseñado. ¡Yo mato, señor!»
Cuando apretó el gatillo, solo lamentó no poder matarlo más que una sola vez.
La sonrisa se apaga en el rostro del hombre; acaba de perder un nombre que ha tomado prestado hace mucho tiempo y vuelve a ser única y definitivamente uno y ninguno. Ahora los nombres ya no sirven; solo quedan los hombres y los papeles que son llamados a representar. El hombre que huye y el hombre que persigue, el hombre fuerte y el hombre débil, el hombre que sabe y el hombre que ignora.
El hombre que mata y el hombre que muere...
Se vuelve para contemplar la habitación donde se encuentra sentado de espaldas en un sofá, frente a él, hay un hombre de uniforme. Ve su cabeza y su nuca que sobresalen del respaldo, ve el nacimiento del cabello muy corto en su cabeza inclinada, mientras examina una pila de CD que hay en una mesita baja frente al sofá. En el estéreo suena la guitarra acústica de John Hammond. En el aire flota la sinuosidad atormentadora de un blues, un sonido que recuerda el delta del Mississipi, la pereza soñolienta de las tardes de verano, un mundo hecho de humedad y mosquitos, tan lejos de allí que podría no ser más que una invención, un ensueño inexistente.
El hombre de uniforme ha entrado en la casa con un pretexto cualquiera, vencido por el aburrimiento de un deber que quizá considera inútil, y ha dejado a los otros dos en la calle, aburridos y pensando igual que él. Ha quedado fascinado por la cantidad de discos que ha encontrado en las estanterías y se ha puesto a hablar de música aparentando unos conocimientos que no han encontrado confirmación en sus palabras.
Ahora el hombre de pie observa, hipnotizado, el cuello indefenso del hombre sentado en el sofá.
«Sigue sentado, escuchando música. La música no traiciona. La música es el viaje y la meta del viaje. La música es el principio y el fin de todo.»
El hombre abre lentamente un cajón del mueble sobre el que está apoyado el teléfono. Dentro hay un cuchillo, afilado como una navaja. La hoja refleja la luz que llega de una ventana. Lo empuña con firmeza y comienza a acercarse al hombre sentado de espaldas.
Su cabeza inclinada se mueve lentamente, siguiendo el ritmo de la música. Su boca cerrada emite un sonido que pretendía acompañar a la voz del cantante de blues.
Cuando le tapa la boca con la mano, el tarareo cambia de tono y se vuelve más agudo; deja de ser un intento de canto para volver se un coro mudo de sorpresa y miedo.
La música es el fin de todo...
Cuando le corta la garganta, salta un chorro rojo con tanta fuerza que llega hasta el estéreo y lo mancha. El cuerpo sin vida del hombre de uniforme se afloja, su cabeza se inclina a un lado.
Oye ruidos que provienen de la entrada. Son pasos de hombres que se acercan caminando con prudencia, pero sus sentidos vigilantes y entrenados los han intuido, más que oído.
Mientras limpia la hoja del cuchillo en el respaldo del sofá, el hombre sonríe de nuevo. El blues, melancólico e indiferente, continúa saliendo de los altavoces, cubiertos de herrumbre y sangre.
Frank y Morelli salieron de la Rascasse a toda velocidad por el bulevar Albert Premier y vieron, casi delante del Mégane, una fila de vehículos policiales que llegaban de la calle Suffren Raymond, con las sirenas aullando. Además de los coches patrulla había un furgón azul con cristales polarizados que transportaba a los agentes de la unidad especial, en uniforme de asalto.
Frank, a pesar suyo, se vio obligado a admirar la eficacia de la Süreté Publique monegasca. Habían pasado escasos minutos desde que Morelli había dado la alarma, y la máquina se había puesto en movimiento con una celeridad impresionante.
Doblaron a la derecha en la subida de Sainte-Dévote y bordearon el puerto hasta el túnel, recorriendo a la inversa el itinerario del Gran Premio. Frank pensó que nunca un piloto lo había recorrido con más motivación.
Salieron del túnel como balas de cañón, dejaron atrás las playas de Larvotto para coger la calle que pasaba delante del Country Club y seguía hacia Beausoleil.
Frank veía confusamente cabezas de curiosos que se volvían a su paso. No era frecuente ver tantos coches de policía en una operación conjunta por las calles de Montecarlo. En la historia del principado podían contarse con los dedos de una mano las ocasiones en que se había cometido un crimen que requiriera semejante despliegue de fuerzas. Montecarlo cuenta con una única calle de acceso y otra de salida, muy fáciles de cerrar de un lado y del otro, una trampa en la que no caería ningún delincuente con un poco de cerebro.
Al oír las sirenas, los coches civiles se detenían para cederles el paso. A pesar de la velocidad a la que iban, a Frank le parecía que avanzaban a paso de tortuga.
Querría poder volar; querría...
Sonó la radio del salpicadero. Morelli se inclinó para descolgar el micrófono.
—Morelli.
A través del altavoz, Roncaille se metió en el coche.
—Aquí Roncaille. ¿Dónde están?
—Detrás de ustedes, señor. Voy con Frank Ottobre, los estamos siguiendo.
Frank esbozó una sonrisa al oír que el jefe de la policía en persona iba en uno de los coches que los precedían. Por nada del mundo ese hombre se perdería la posibilidad de estar presente en el momento del arresto de Ninguno. Se preguntó si también Durand iría en el mismo coche. Probablemente no. Roncaille no era tonto. De ser posible, no compartiría con nadie el mérito de la captura del asesino que daba que hablar a media Europa.
—¿Me escucha también usted, Frank?
—Sí, lo escucha. Está conduciendo el coche, pero lo escucha. Es él quien ha descubierto la identidad de Ninguno.
Morelli se sintió en el deber de confirmar los méritos de Frank en aquella carrera desenfrenada hacia la casa de Jean-Loup Verdier. Después hizo algo de lo que Frank nunca le habría creído capaz. Mientras sostenía el micrófono con la mano izquierda, mostró el dedo mayor de la mano derecha al receptor, en el mismo momento en que la voz de Roncaille se hacía oír otra vez.
—Bien. Muy bien. También vienen los de Mentón. He tenido que avisarles porque la casa de Jean-Loup está en territorio francés y es su jurisdicción. Necesitamos su presencia para confirmar el arresto. No quiero que ningún abogado de tres al cuarto nos ponga trabas con el pretexto de una irregularidad de procedimiento... Frank, ¿me oye?
Un chisporroteo de estática. Frank cogió el micrófono de manos de Morelli, al tiempo que seguía sujetando el volante con una mano.
—Dígame, Roncaille.
—Espero, por el bien de todos, que sepa usted lo que está haciendo.
—Esté tranquilo. Tenemos pruebas suficientes para estar seguros de que es él.
—Otro paso en falso, después de los últimos acontecimientos sería imperdonable.
«Claro, en especial ahora que el primer nombre de la lista de ceses ha pasado a ser el tuyo...»
La preocupación del director parecía no detenerse allí. Se podía percibir también en la voz levemente distorsionada que salía por el receptor de la radio.
—Frank, hay una cosa que no consigo explicarme.
«¿Una solo?»
—¿Cómo ha conseguido ese hombre cometer los asesinatos si estaba prácticamente atrincherado en la casa bajo el constante control de nuestros agentes?
Frank ya se había hecho la misma pregunta; dio a Roncaille la respuesta que se había dado a sí mismo.
—Es un detalle que no sé explicar. Creo que deberá decírnoslo él, una vez que le hayamos puesto las manos encima.
Mientras se desarrollaba esta conversación, casi habían llegado a la casa de Jean-Loup. Sin embargo, aún no habían tenido noticias de los tres policías que montaban guardia allí. A Frank le pareció muy mala señal. Si habían entrado en acción, ya deberían haber comunicado el resultado de sus movimientos.
Se abstuvo de comentar esta preocupación con Morelli, que no era estúpido y sin duda estaba pensando lo mismo.
Como si lo hubieran ensayado, frenaron delante de la verja de entrada de la casa de Jean-Loup en el mismo momento en que llegaban los coches de la comisaría de Mentón. Frank observó que no había periodistas; en otras circunstancias, le habría hecho gracia. Habían vigilado continuamente aquella casa, y ahora la habían abandonado justo cuando ocurría un hecho jugoso como un bistec en el que clavar los dientes.