Yo mato (76 page)

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Authors: Giorgio Faletti

BOOK: Yo mato
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Frank pensó que la reputación de Parker no era gratuita. Sabía muy bien que había sido derrotado, pero, como todos los soldados dignos de este nombre, había encontrado una posibilidad de salvación y se proponía aprovecharla.

—Seré mucho más que explícito, general. Incluso lapidario. Si de mí dependiera, no tendría ninguna piedad de usted. Le considero un gusano; lo colgaría de buena gana de un gran anzuelo y lo arrojaría a un mar infestado de tiburones. Eso es exactamente lo que haría yo. Hace un tiempo le dije que todos los hombres tienen un precio pero que usted no había logrado entender el mío. Y ahora voy a decírselo: Helena y Stuart a cambio de mi silencio.

Frank hizo una breve pausa.

—Como ve, general, en algo tenía usted razón. De algún modo, los dos estamos hechos de la misma pasta.

El viejo inclinó la cabeza un instante.

—Y si yo...

—No. La propuesta no es negociable. La acepta o la deja. Y eso no es todo...

—¿Qué más pretende?

—Pretendo que, cuando regrese usted a Estados Unidos, se dé cuenta de que está demasiado viejo y cansado para la vida militar y pida el retiro. Alguien intentará disuadirlo, pero usted se mostrará firme. Me parece justo que un hombre como usted, un soldado que tanto ha dado a su país, un padre duramente castigado por el destino, disfrute de sus últimos años de vida en santa paz.

Parker lo miró fijamente. Frank habría esperado ver cualquier cosa en su semblante, menos esa curiosidad que había surgido de repente.

—¿Y me dejará libre, así, sin hacer nada? ¿Dónde ha quedado su conciencia, agente especial Frank Ottobre?

—En el mismo lugar donde ha quedado la suya. Pero el peso que debe soportar mi conciencia es infinitamente menos pesado que el suyo.

El silencio que cayó entre ellos era bastante elocuente. No había nada más que decir. En aquel momento, con ese perfecto sentido de la oportunidad que solo posee la casualidad, la puerta se abrió y asomó la cabeza de Stuart.

—Ah, Stuart, ven, ya puedes entrar. Hemos terminado nuestra charla entre hombres...

Stuart entró corriendo, seguido por la figura delgada de Helena. Stuart no podía entender; ella no lograba entender. Fue Nathan Parker quien dio la noticia, indirectamente, dirigiéndose a un niño que creía ser su nieto y que era también su hijo. El viejo se arrodilló sin esfuerzo aparente ante él y apoyó las manos en sus brazos.

—Hay un cambio de planes, Stuart. ¿Recuerdas que te había dicho que debíamos volver enseguida a Estados Unidos?

El niño hizo un gesto afirmativo con la cabeza que a Frank le recordó el ingenuo modo de comunicarse de Pierrot. El general señaló a Frank con la mano.

—Bien, después de haber hablado un poco con este amigo mío, me parece que no es necesario que tú y mamá me acompañéis. Yo tendré mucho que hacer en casa y no podremos vernos mucho, durante un buen tiempo. ¿Te gustaría quedarte aquí y prolongar las vacaciones?

El niño abrió mucho los ojos, incrédulo.

—¿En serio, abuelo? Quizá también podamos ir a Eurodisney, en París.

Parker miró a Frank, que hizo un gesto afirmativo entrecerrando los ojos de modo casi imperceptible.

—Claro, Eurodisney y un montón de otros lugares...

Stuart levantó los brazos y dio un salto.

—¡Hurra!

Corrió a abrazar a su madre, que lo acogió con una expresión que parecía esculpida en la piedra de la incredulidad. Su mirada atónita pasaba de Frank a su padre, como quien ha recibido una buena noticia y necesita tiempo para asimilarla.

Stuart gritó toda su alegría con voz aguda.

—¡Mamá, nos quedamos aquí! Lo ha dicho el abuelo. Vamos a Eurodisney, vamos a Eurodisney, vamos a Eurodisney...

Helena intentó calmarlo apoyándole una mano en la cabeza, pero Stuart parecía incontenible. Comenzó a bailar por la habitación repitiendo esas palabras como una cantinela sin fin.

Llamaron a la puerta.

—Adelante —dijo Parker mientras se levantaba. Hasta ese momento había asistido así, doblado en el suelo, al júbilo de Stuart. Frank pensó que era exactamente esa su condición en aquel momento: un hombre de rodillas.

Por la puerta asomó la cara de Froben.

—Disculpen...

—Ven, Froben. Entra.

El rostro de Froben reflejaba cierta —y comprensible— incomodidad. Vio con alivio que, aunque la atmósfera estaba tensa, no había guerra. O que ya había pasado, al menos. Se dirigió a Parker.

—General, me disculpo por los inconvenientes y la lamentable espera. Quería decirle que acaban de anunciar su vuelo. Ya hemos dispuesto el embarque del féretro, y las maletas...

—Gracias, comisario. Ha habido un cambio de programa en estos últimos instantes. Mi hija y mi nieto se quedan aquí. Si tiene la amabilidad de hacer embarcar solo las mías se lo agradeceré. Las reconocerá enseguida. Son dos maletas rígidas Samsonite, azules.

Froben asintió con un movimiento de cabeza. A Frank le pareció el gesto de un mayordomo en una comedia inglesa.

—Es lo menos que puedo hacer por usted, general.

—Se lo agradezco. Enseguida voy.

—Muy bien. Le recuerdo la puerta de embarque. Es la diecinueve.

Froben salió de la estancia con el alivio de quien ha salido de un accidente de tráfico sin sufrir siquiera un rasguño.

Parker se volvió otra vez hacia Stuart.

—Bien, debo irme ya. Pórtate bien. ¿Roger?

El niño se puso firme e hizo un saludo militar, como si fuera un viejo juego entre ellos. Parker abrió la puerta y salió sin dirigir una palabra o una mirada a su hija.

Frank se acercó a Helena y le acarició una mejilla. Por lo que vio en sus ojos se habría enfrentado a todo un ejército de generales Parker.

—¿Cómo lo has hecho?

Frank le sonrió.

—Todo a su tiempo. Todavía me queda algo que hacer. Un par de minutos y vuelvo. Solo quiero estar seguro de una última cosa...

Salió y buscó con la mirada la figura de Nathan Parker. Vio que se alejaba por el pasillo, al lado de Froben, que lo acompañaba a embarcar. Lo alcanzó unos segundos antes de que el general cruzara la puerta de embarque. Era el último pasajero, pero su condición de privilegio le había permitido el beneficio de una espera suplementaria.

Cuando lo vio, Froben se hizo a un lado, con discreción.

Parker le habló casi sin volverse.

—No me diga que ha sentido el deseo irrefrenable de venir a saludarme.

—No, general. Simplemente quería asegurarme de que se fuera y hacerle un último comentario.

—¿Qué comentario?

—Me dijo usted muchas veces que yo era un hombre acabado. Ahora quisiera subrayar que el hombre acabado es usted. Y no me importa que se entere o no todo el mundo...

Los dos se miraron. Ojos negros contra ojos azules. Ojos de dos hombres que nunca dejarían de odiarse.

—Lo sabemos usted y yo, y con eso me basta —dijo Frank.

Sin una palabra, Nathan Parker dio media vuelta, pasó por la puerta y caminó por el pasillo. Ya no era un soldado, ya no era un hombre, sino solo un viejo. Todo lo que dejaba atrás ya no sería problema suyo. El verdadero problema sería lo que tenía delante. Mientras avanzaba hacia la pasarela, su figura se reflejó en un espejo de la pared.

Una coincidencia, quizá, una de tantas.

«Otra vez un espejo...»

Con este pensamiento, Frank permaneció de pie siguiendo a Parker con la mirada hasta que dobló por el pasillo y el espejo se volvió una pantalla vacía.

63

Frank llegó al final del pasillo y se encontró delante de la puerta del despacho de Roncaille. Esperó un instante antes de llamar. Pensó en todas las veces en que se había encontrado ante una puerta cerrada antes de aquel momento. Verdadera o figurada. Esta era solo una de tantas, pero ahora todo era distinto. Ahora el hombre llamado Ninguno se hallaba tras las rejas de una celda y el caso podía pasar a engrosar los datos estadísticos de las investigaciones cerradas.

Cuatro días habían transcurrido desde el arresto de Jean-Loup y el encuentro con Parker en el aeropuerto de Niza. Días que Frank había pasado en compañía de Helena y su hijo, sin leer periódicos, sin mirar la televisión, tratando solo de dejar atrás por un tiempo toda aquella historia.

Olvidarla para siempre era impensable.

Había dejado el piso del Pare Saint-Román y se había refugiado, con Helena y Stuart, en un pequeño y discreto hotel del interior, un lugar donde era posible huir de la obsesiva persecución de los periodistas, que literalmente estaban tras sus huellas. El y Helena, a pesar de desearlo, no habían considerado conveniente dormir en la misma alcoba, al menos de momento. Ya habría tiempo también para eso. Antes debía descansar y familiarizarse con Stuart, tratar de construir una relación con él. La confirmación oficial de que la promesa de Eurodisney se cumpliría había creado un buen punto de partida, y el anuncio de que se sumarían a las vacaciones unos días en el canal del Midi, a bordo de una casa flotante, había comenzado a afianzarla... Stuart había quedado fascinado con la promesa de que dormirían en el barco y que hasta podría pilotarlo. Ahora no quedaba más que esperar que las cosas se asentaran.

Frank se decidió y llamó.

La voz de Roncaille le invitó a entrar. Al abrir la puerta, Frank no se asombró de encontrar a Durand. Le sorprendió, en cambio, la presencia del doctor Cluny.

Roncaille lo recibió con su habitual sonrisa de relaciones públicas, que ahora parecía mucho más espontánea y natural. El jefe de policía, en esa hora de gloria, sabía comportarse como un perfecto anfitrión. Durand, por su parte, se atuvo a su expresión habitual y se limitó a saludarle con un gesto de la mano.

—Solo faltaba usted, Frank. Tome asiento. El doctor Durand acaba de llegar.

El tono era tan mundano que a Frank no le habría sorprendido encontrar en el escritorio una botella de champán y unas copas. Quizá llegaran después, en otro momento y otro lugar.

Roncaille volvió a sentarse al escritorio. Frank se sentó en el sillón que el director le había indicado y esperó en silencio. No había nada más que él pudiera decir, pero sí unas cuantas cosas que quería saber.

—Puesto que ya estamos todos, creo que será mejor ir directo al grano. En estos últimos días han surgido aspectos de la investigación sobre los cuales no se le han informado, cosas relativas a la historia de Daniel Legrand, alias Jean-Loup Verdier. Lo siguiente es, a grandes rasgos, lo que hemos logrado averiguar.

Roncaille se apoyó contra el respaldo y cruzó las piernas. A Frank le resultó extraño que Durand le permitiera dirigir la reunión, aunque el motivo le era totalmente indiferente. El director se dispuso a compartir con él lo que sabía, con la naturalidad y la benevolencia con las que un santo había compartido hacía mucho tiempo su capa con un pobre.

—El padre, Marcel Legrand, era un pez gordo de los servicios secretos franceses. Era el encargado de dirigir el entrenamiento de los cuerpos de élite, un experto en todo lo que respecta a la formación física y táctica de un agente de los cuerpos especiales o del servicio de inteligencia. En un determinado momento, parece que comenzó a dar señales de desequilibrio. Ignoramos los detalles precisos de este aspecto del asunto. Nos hemos remontado hasta donde hemos podido, pues el gobierno francés no se ha mostrado muy abierto en tal sentido. Por lo que parece, fue un asunto bastante embarazoso. De cualquier modo, la información que hemos conseguido basta para entender lo que sucedió. Después de algunos episodios lamentables, Legrand fue invitado, por así decir, a abandonar por propia voluntad el servicio activo y aceptar una jubilación anticipada. Es posible que ese hecho le afectara hasta el extremo de dar el golpe de gracia a su mente ya un poco inestable. Se trasladó entonces a Cassis, con su esposa embarazada y el ama de llaves, una mujer que trabajaba para él desde la infancia. Compró esa finca, La Patience, donde se encerró a vivir como un ermitaño, sin mantener relaciones con el resto del mundo. E impuso esa condición también al resto de la familia. Ningún contacto, por ningún motivo.

Roncaille se volvió hacia el doctor Cluny y le cedió la palabra, atribuyéndole de forma tácita el papel del mejor calificado para exponer el resto de los hechos, que incluían un retrato psicológico.

El psicopatólogo se quitó las gafas y se apretó con el índice y el pulgar el puente de la nariz, como de costumbre. Frank todavía no había logrado averiguar hasta qué punto ese gesto era un simple tic y hasta qué punto una manera estudiada de llamar la atención. De todos modos, no importaba. Cluny volvió a ponerse las gafas. Ya había captado la atención general. Muchas de las cosas que iba a decir eran nuevas también para Durand y Roncaille.

—He mantenido varias entrevistas con Jean-Loup, o, mejor dicho, con Daniel Legrand, que es su verdadero nombre. Con cierta dificultad he llegado a esbozar un cuadro general, porque solo de vez en cuando el sujeto muestra la voluntad de abrirse y de salir de las crisis de total alienación en que se precipita a veces. Pues bien, como decía el director, la familia Legrand llega a ese pequeño pueblo de la Provenza. La señora Legrand era italiana, dicho sea de paso, lo que explica por qué Daniel... o Jean-Loup, como prefieran..., quiso aprender ese idioma y llegó a hablarlo perfectamente. Yo propondría seguir llamándole Jean-Loup, para mayor claridad.

Miró alrededor, buscando la aprobación de los demás. El silencio general le indicó que no había objeciones. Cluny prosiguió con su exposición de los hechos. O al menos de cómo creía él que se habían desarrollado.

—Poco después la señora da a luz. Según la lógica del marido, que entretanto se ha convertido en un misántropo obsesivo, no se llama a ningún médico para que la asista en el parto. La señora trae al mundo, escuchen ustedes bien, no un solo niño, sino dos, Lucien y Daniel. Pero surge una gran complicación. El pequeño Lucien nace deforme. Tiene la cara completamente desfigurada, con unas excrecencias carnosas que hacen de él un ser monstruoso. Desde un punto de vista clínico, no puedo decirles con exactitud de qué se trata, porque solo puedo basarme en el testimonio de Jean-Loup, y sobre este tema no se abre con facilidad. En todo caso, los exámenes de ADN del cadáver descubierto en el refugio han revelado sin sombra de duda que los dos son hermanos. Pues bien, el padre queda trastornado por este drama y, si ello es posible, su estado mental empeora todavía más. Rechaza el nacimiento del hijo deforme como si no existiera, hasta el extremo de declarar el nacimiento de un solo niño, Daniel. Al otro lo mantiene escondido en la casa, como un secreto que debe custodiarse celosamente, como una vergüenza. La madre muere unos meses después del parto. El informe del médico que redactó el certificado de defunción la atribuye a causas naturales, y no tenemos motivo para pensar lo contrario.

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