—Henslowe está rabioso por lo de su hija.
Salí de debajo del chorro y empecé a secarme mientras Kempe continuaba hablando.
—Está tan furioso contigo que va a echarnos del teatro. Eso es terrible.
—Eso no es en absoluto terrible —grité—. Construiremos un teatro nosotros mismos, un teatro que dirigiremos nosotros, actores y escritores. Fuera de los límites de la ciudad, donde no puedan ordenarnos nada ni propietarios de burdeles ni censores de la corte. Libres de obligaciones y de prohibiciones, representaremos las obras más grandes que jamás haya visto el mundo. El mundo entero conocerá nuestro Globe Theatre.
Shakespeare ardía de entusiasmo y seguramente le habría encantado describir de inmediato el plan a su amigo. Aunque me arrebató su entusiasmo, no le dije nada a Kempe del nuevo teatro. Teníamos que ir a la fiesta y juntar a Essex y María. Así pues, agarré la ropa para vestirme y le dije al actor gordinflón:
—Ya hablaremos en otro momento.
Kempe se quedó parado un instante y contestó:
—De acuerdo; de todos modos, pensaba ir a ver a Kunga.
Se me quedó mirando y se burló en tono amistoso:
—No comprendo qué te ve la hija de Henslowe. Tu Willy es realmente pequeñito.
Y señaló hacia mi entrepierna desnuda. Miré instintivamente y lo comprobé: ¡tenía razón!
—No es pequeño —protesté—, ¡es que siempre reacciona así con el agua fría!
Decidí no abundar en el tema y me vestí mientras Kempe se iba tronchándose de risa.
—Además, el tamaño no importa, ¿verdad, Rosa? Hasta ahora, todas las mujeres me lo han asegurado.
Sonriendo, pensé: mi querido Shakespeare, hay cosas en las que todas las mujeres mienten.
—¡Te he hecho una pregunta, Rosa!
—Tal vez los hombres tengáis problemas —dije sonriéndome, y me puse la gorguera. Era bastante incómoda. La ropa elegante no era práctica en ningún siglo.
—Las mujeres también os preocupáis sin cesar por los puntos débiles de vuestro cuerpo —repliqué indignado.
—Eso es verdad —admití, y pensé en mi barriga. Y en mi culo, demasiado grande. Y en otras partes del cuerpo en las que no quería pensar.
—Rosa… ¡acabo de darme cuenta de algo sorprendente!
—¿Qué?
—Los hombres y las mujeres somos en principio completamente iguales.
—¿Qué? —pregunté sorprendida.
—Aunque a las mujeres pueda resultaros extraordinariamente chocante… ¡los hombres también tenemos sentimientos!
—Efectivamente, eso resulta chocante —me burlé.
—Pero es verdad. Nosotros también sentimos pena, alegría, amor, ira y, sí, por lo que respecta a nuestros cuerpos, incluso tenemos en común la inseguridad. Porque todos somos seres humanos.
Sí, lo que decía era asombroso. En Stratford, con Shakespeare, había visto hasta qué punto podían ser también profundas las emociones de los hombres. Nunca antes me había figurado que los dos sexos fueran tan similares. Pero en ese momento lo comprendí: aunque en nuestra época no dejaban de parlotear sobre las diferencias entre los sexos y de ello se ocupaban estudios, películas y libros de autoayuda, era mucho más lo que nos unía que lo que nos separaba.
—El alma de las personas no es ni femenina ni masculina —proseguí.
—Eso… eso es una buena conclusión —dije sonriendo dulcemente.
—Y debo agradecértela sólo a ti —comenté.
—No me des las gracias a mí, agradéceselo a los viejos monjes shinyen —sonreí.
—No, ¡te doy las gracias a ti, Rosa! Y estoy ansioso por saber todas las cosas admirables que conoceré contigo de la vida.
La voz de Shakespeare sonó cariñosa al pronunciar esa frase y me colmó de alegría. A mí también me hacía ilusión todo lo que aún podría conocer con él. Mi vida con Shakespeare me pareció una gran aventura única de la existencia humana. Una aventura que nunca debería terminar. Fue acabar de pensarlo y constaté algo definitivamente: no tenía ganas de regresar al futuro. Quería pasar mi vida allí. En el viejo Londres turbulento, tremendamente excitante y estimulante. Con el hombre que me había dado más que ninguna otra persona: ¡William Shakespeare!
Me dirigí con brío hacia el ostentoso buque de la Armada, que se encontraba anclado en un muelle del Támesis y estaba vigilado por soldados acicalados con uniformes de gala llenos de adornos, que habrían quedado muy bien medio desnudos en las revistas femeninas. Los palos del barco brillaban al sol, las velas estaban empañicadas y la bandera de Inglaterra ondeaba al viento estival. Era increíble: precisamente yo, Rosa, nacida en Wuppertal, iba a una fiesta real y, encima, en el cuerpo de un hombre con el que quería pasar el resto de mi existencia. Sería maravilloso levantar juntos el Globe Theatre o reescribir
Romeo y Julieta
y
Hamlet
. (Eso sí, en las obras incluiría una cláusula de derechos de autor que prohibiría a los futuros directores de teatro ponerlas en escena con actores desnudos.) Haríamos reír a la gente. Y que gritaran de júbilo. Y lloraran.
No añoraría nada del futuro, excepto a Holgi, pero con Kempe tenía una versión suya, anterior y más ruda, a mi lado. Y en lo tocante a mi cuerpo, bueno, lo único a lo que tendría que renunciar sería al sexo. Pero el sexo —intenté convencerme— estaba sobrevalorado. Visto retrospectivamente, cambiaría la mitad de mis experiencias sexuales por entradas de cine. Además, mi cuerpo estaba a pocos años de distancia de la menopausia que, por todo lo que se oía contar, no era precisamente para que una mujer se pusiera a bailar la Macarena de alegría. Y, aunque los expertos en terapia de pareja y los directores de cine de arte y ensayo creían en el sexo arrugado en la vejez, a mí siempre me había costado imaginarme participando algún día de esas acrobacias geriátricas. Así pues, ¿qué podía perder si me quedaba?
Sólo tenía que pedirle permiso a Shakespeare.
—William… —empecé a preguntar lo imposible.
—¿Sí, Rosa?
—Yo… Yo…
Yo no tenía ni idea de cómo formularlo. ¿Cómo podías pedirle a alguien que renunciara a su cuerpo en el futuro y lo compartiera para siempre con otra persona? Bueno, Shakespeare también me lo había preguntado en mi presente, pero entonces se encontraba en una situación excepcional. Y aunque, justo antes de regresar al pasado, por un instante pensé concederle un poco más de tiempo dentro de mi cuerpo, no conseguía imaginar que a él le entusiasmara mi propuesta. Probablemente me contestaría algo así como: «Comparado contigo, Enrique VIII parece mentalmente equilibrado.»
—¿Qué quieres? —requerí.
—Olvídalo —contesté cobardemente.
—Si eso te place —dije, respetando el deseo de Rosa.
Y, efectivamente, no insistió. Y me dio rabia. Si William sintiera algo por mí, y yo quería realmente que lo hiciera, no habría cedido tan fácilmente. ¿O sí? Por eso lo abronqué:
—Te das pronto por satisfecho.
—¿Qué pretendes decirme?
—También podrías preguntarme qué quiero.
—Ya lo he hecho. Y tú has contestado: «Olvídalo.»
—Pero me habría gustado que me lo preguntaras otra vez y me tendieras un puente para abrir mi corazón.
¿Rosa quería abrirme su corazón? ¿Albergaba realmente sentimientos hacia mí? ¿Tal como yo había supuesto estando en el futuro? ¿Y qué ocurriría si así fuera? ¿Cómo debía reaccionar?
—¿Qué deseas? —pregunté entonces con suma inseguridad.
—Bueno, yo… —balbuceé, y dejé de hablar.
Estaba contenta de que volviera a preguntarme, pero seguía sin atreverme a expresar mi disparatada idea, y por eso dije:
—Bah, olvídalo.
—Puede que los hombres y las mujeres seamos iguales —suspiré—. Pero las mujeres sois más complicadas.
—Vale —me decidí—. William. —Hice acopio de valor—: ¡Me gustaría quedarme contigo!
—¿Conmigo? —pregunté sorprendidísimo.
—Sí, contigo. Para siempre.
—¿Para siempre?
—No hace falta que lo repitas todo.
—¿No hace falta?
—No.
Shakespeare no contestó más. Seguramente lo había asustado muchísimo.
Hasta entonces había pensado en Rosa sólo como en una buena compañera. Como en una mujer que nunca habría podido considerar mía: era una igual, aguda, ocurrente. En muchos sentidos, Rosa era fascinante; en algunos, probablemente incluso más fascinante que Anne. Nunca había tenido por posible que una mujer pudiera ser así. ¿Podía ser que, ahora que me había enfrentado a mi duelo por Anne, estuviera por fin abierto a un nuevo amor?
Antes de que Shakespeare pudiera continuar callando, se me plantificó delante el espía en jefe Walsingham. Bien, así Shakespeare no podría replicar que mi pretensión era descabellada, disparatada e inconcebible.
Si Walsingham no hubiera aparecido, le habría confesado a Rosa que su idea era descabellada, disparatada e inconcebible. Pero, sorprendentemente, también tentadora.
—¿Dónde está el soneto? —preguntó Walsingham en tono exigente.
Llevaba una gorguera aún más ancha que la mía y una elegante faja alrededor de su delgada panza. Me saqué del bolsillo una nota en la que había apuntado nuestro soneto durante el viaje de regreso de Stratford a Londres. Walsingham leyó los versos y su semblante adoptó un ademán dulce y conmovido:
—Estas palabras son maravillosas.
—Lo sé —contesté orgullosa de mi participación en el poema. Y aún más orgullosa por Shakespeare, porque se había encarado a su dolor junto a la tumba de Anne.
—Voy a recitarle el soneto a la mujer a la que pertenece mi corazón.
No costaba deducir que esa mujer era la reina. Walsingham me indicó que subiera a bordo de la nave de la Armada. Pusimos juntos los pies en el lujoso barco de vela y me sentí un poquito como en una película de piratas: vi cañones asomando por troneras, un timón de madera y los entramados de cabos de las jarcias, por donde se podía trepar a los palos o a la cofa del vigía. ¿Cuánta gente habría caído trepando por allí? ¿Cuántas veces habrían gritado desde la cofa «¡tierra a la vista!» o «ah, perdón, no quería estamparte la botella en la cabeza»?
En la cubierta principal, unos músicos templaban sus chirimías, trombones y arpas para tocar música de baile. Nobles cortesanas con vestidos anchos de seda miraban discretamente a nobles con uniformes de gala y sables ornados. Y los nobles repasaban a las cortesanas igual que ellas los repasaban. Aquella fiesta era como cualquier otra fiesta, un buen sitio para buscar y encontrar el amor. O sexo ocasional rápido.
Walsingham se fue al camarote del capitán, donde la reina se estaba arreglando para la fiesta.
—¿Crees que Walsingham tendrá éxito? Al fin y al cabo, la reina ama a Essex —le pregunté a Shakespeare, contenta de poder desviar la atención de mi vergonzoso deseo de quedarme con él para siempre.
—La reina es una mujer que siempre se decide por lo factible. Y lo factible ahora es Walsingham —contesté, y noté perfectamente que Rosa no quería seguir hablando conmigo de su tentador deseo.
—Pero una relación así no tendría nada que ver con el amor —objeté con vehemencia.
—Claro que sí… Walsingham la quiere. Y la reina querrá no estar sola.
Como si ésas fueran las palabras que daban pie a su entrada en escena, la reina salió del camarote del almirante con un vestido dorado resplandeciente y una corona aún más resplandeciente sobre la cabeza. Pero lo más resplandeciente era el hombre que la acompañaba: Walsingham. Así pues, también había aprendido eso del amor, que a veces puede ser increíblemente pragmático.
—Ambos parecen felices —constaté.
—Seguro que el soneto ha animado a los dos viejos a una relación carnal rapidita.
—Muchas gracias por meterme otra imagen trastornadora en la cabeza —repliqué, y puntualicé—: No creo que lo hayan hecho. Para que la reina se quite un vestido de ésos hacen falta años…
—En algunos de esos vestidos hay una entrada trasera…
—¡No quiero saberlo! —exclamé, en voz tan alta que algunas cortesanas me miraron desconcertadas.
En aquel momento, la reina dio unas palmadas y los músicos se pusieron a tocar. Los nobles invitaron a las nobles a bailar al ritmo de los joviales sonidos. El alegre baile en corro empezó y la reina bailó con Walsingham con una gracilidad que sólo era posible en una mujer de su edad. Yo, sin embargo, me preguntaba dónde estaría Essex. Y la condesa María. En vez de las dos almas predestinadas, se me acercó Drake. Llevaba un uniforme de ceremonia rojo con adornos dorados.
—Poeta, quiero que abandones mi nave cuanto antes —dijo tétricamente.
Se alejó de mí sin esperar respuesta y sacó a una mujer a bailar. La dama me lanzó una mirada de «no tendría inconveniente alguno en que te castrara un dogo», que sólo admitía una conclusión: seguro que Shakespeare había tenido algo con ella.
De algún modo, me resultó bochornoso que Rosa se enterara de mi aventura con la esposa de Drake. Era imprescindible que le dijera lo poco que aquella mujer significaba para mí:
—Hay lirones más apasionados que esa mujer.
—No me interesa —refunfuñé.
Me salió demasiado impulsivamente. Pero es que no quería seguir escuchando con qué mujeres se había acostado. Puesto que volvían a mirarme unos cuantos nobles a causa de mis monólogos, me alejé de la pista de baile arrastrando los pies en dirección a popa.
—Ahora estás realmente celosa —constaté.
Callé. De mala uva. Y el hecho de que estuviera de mala uva significaba que había dado en el clavo.
Ya no cabía duda: Rosa albergaba realmente sentimientos por mí. Todo un milagro. Jamás habría pensado que podría resultarle encantador a una mujer que sabía tanto de mí, que conocía mis deslices y mis debilidades.
Sí, estaba celosa. Y quería quedarme con él. Todo eso admitía una única conclusión; por fin había puesto en orden mis sentimientos por Shakespeare…
Apenas si podía creerlo. Y aquello me colmaba de felicidad…
El resultado de la puesta en orden estaba claro…
Ya no había posibilidad alguna de negarlo…
Por muy disparatado que aquello fuera…
Era inconcebible, descabellado…