—No voy a estrangularte, bardo. Te mataré de un tiro. Será más rápido.
Drake me soltó y yo caí al suelo y boqueé en busca de aire. Oí cómo sacaba la pistola de la bandolera, y no me atreví a mirar la boca del cañón. De pronto comprendí que los delincuentes desearan una venda en los ojos en las ejecuciones sumarias. Sin embargo, lo único que yo deseaba era confesarle mis sentimientos a Shakespeare. Pero ni soñar con poder hablar, continuaba teniendo la nuez aplastada. Entonces, ¿cómo iba a hacerlo? Puesto que Shakespeare y yo mirábamos con los mismos ojos, él no podía verme si lo contemplaba enamorada o si le representaba algo en una pantomima o me comunicaba mediante el código internacional de señales.
Podría besarme el brazo, claro. Pero eso parecería ridículo de cara al almirante con intenciones asesinas y Shakespeare probablemente pensaría que mi juicio se había despedido antes de hora debido a una grave carencia de oxígeno.
Avancé cuerpo a tierra por el entablado tocándome el cuello dolorido, y Drake despotricó:
—Eso, arrástrate como un vil gusano.
Se lo estaba pasando en grande con todo el asunto. Francamente, me gustaba más cuando se las daba de listo.
—Arrástrate —se burló Drake riendo.
—Su sentido del humor deja muchísimo que desear —dije con voz temblorosa.
Mientras el almirante amartillaba la pistola, de repente me di cuenta de que a veces puede no ser mala idea arrastrarse como un vil gusano, pues había visto delante de mí la espada que Essex había tirado al suelo antes de saltar al agua en pos de la condesa. Sin dudarlo un instante, intenté cogerla.
Justo cuando el almirante iba a apretar el gatillo, le hice un corte con la hoja en la pantorrilla. Drake gritó, su mano se disparó hacia abajo por el dolor y el tiro salió despedido hacia el cielo.
El sir se llevó la mano entre aullidos a la pantorrilla, de donde la sangre salía a borbotones. Me levanté a toda prisa, no pensaba esperar a que Drake pudiera hacer blanco otra vez. Y me planté delante de él con la espada.
—Tienes que matarlo —le indiqué a Rosa, pues ésa era la única posibilidad de salvar nuestras vidas.
—Yo… Yo… no puedo —resollé de manera un poco más comprensible; la nuez parecía recuperarse.
—Tienes que hacerlo —insistí.
—¿Quieres ser un asesino? —le pregunté a Shakespeare en voz baja.
—Tienes razón —transigí.
No quería morir, pero tampoco quería vivir como un asesino, como una persona que coincide moralmente con reyes, tiranos y papas.
Drake volvió a apuntarme con la pistola, pero eso no significaba que yo estuviera indefensa. Cierto que no quería matarlo, pero no tenía ningún problema en hacerle un corte en la otra pantorrilla con la espada. El almirante aulló aún más fuerte, casi como un perro al que han dado un pisotón en la cola… con patines de hielo.
Sobresaltado por los alaridos y el disparo, Walsingham se precipitó con sus soldados hacia la popa. Antes de que pudiera exclamar «¿qué diantre ocurre aquí, bardo infame?», le señalé a los espías españoles de la barca. A la orden de Walsingham, los soldados corrieron hacia la borda. Los seguí y vimos que los terroristas ya habían llegado con la barca a la nave. Estaban a punto de encender las mechas con el fuego de las mazas. Por lo visto, se trataba realmente de terroristas suicidas (lo cual, pensándolo bien, era una profesión bien rara, pero al menos no había que preocuparse por la jubilación).
Walsingham dio de inmediato la orden de ejecutarlos, los soldados abrieron fuego con sus arcabuces y los espías murieron en un abrir y cerrar de ojos antes de poder prender los barriles de pólvora. En las películas de acción, los tiroteos siempre parecen un juego, pero si ves en directo cómo las balas abaten a alguien, es mejor no haber comido antes sopa de anguila. Shakespeare notó que me compadecía de los terroristas, y me tranquilizó de nuevo:
—Habrían muerto igualmente dentro de unos minutos. Así es que no les has quitado mucho tiempo.
Entretanto, Drake se había acercado a Walsingham.
—Ahora debéis ordenar la ejecución del cabecilla —dijo.
Iba a darle vehementemente la razón, pero Shakespeare me advirtió con acierto:
—Me temo que Drake no está hablando de sí mismo.
Presa del pánico, señalé a Drake y grité:
—¡Es él!
Walsingham me miró con ojos inexpresivos, mientras Drake decía sonriendo con malicia:
—¿A quién de nosotros dos creerán, amigo mío? ¿Al héroe de Inglaterra o a un insignificante dramaturgo inmoral?
—Oh, cuánto odio las preguntas retóricas.
—¡Drake quiere ser prorecto! —le expliqué a Walsingham, sin tener la más mínima idea de qué era eso exactamente. Sonaba a artilugio con el que un médico trata las hemorroides (y, pensándolo bien, la profesión de médico especialista en hemorroides era casi tan extraña como la de terrorista suicida).
Drake se puso un poco nervioso porque yo había expuesto su móvil, y soltó una risa forzada.
—En primer lugar, se dice «protector» y, en segundo lugar, yo no haría saltar por los aires un barco en el que se encontrara mi dulce esposa.
—¡Precisamente por eso harías saltar un barco por los aires! —me sublevé.
Walsingham se dirigió entonces a mí:
—Bardo, me habéis prestado un buen servicio con vuestro soneto…
Y sonrió feliz y satisfecho durante un instante de evocación.
—Qué te había dicho —dije, interpretando la mirada—. El vestido tenía una entrada posterior.
Yo puse los ojos en blanco. Walsingham se controló y prosiguió hablando en tono frío e impersonal:
—Sin embargo, ahora debo ordenar que os ejecuten por alta traición.
—Concededme ese placer —dijo Drake esbozando una amplia sonrisa.
Walsingham dudó un poco y luego le hizo una señal afirmativa al almirante:
—Como queráis, sir Francis.
A mí me daba igual quién iba a matarme. Incluso me había acostumbrado un poco a que fueran a por mí. Y también a pitorrearme de la muerte una y otra vez. En mi interior ardió algo parecido al optimismo: ¡seguro que en esa ocasión también lo lograba! ¡Sobreviviría y le confesaría mi amor a Shakespeare!
La idea me hizo sonreír.
No sabía que pocos minutos después me precipitarían a la muerte.
Drake, el maestro de los jueguecitos sádicos, quiso batirse en duelo nuevamente para celebrar mi muerte en toda regla. Nos plantamos los dos con espada en la cubierta principal. Los invitados al completo se situaron a nuestro alrededor: la reina, Walsingham, las cortesanas y los nobles, y todos se reían con sarcasmo porque el almirante mataría enseguida al traidor. Incluso el malabarista de la nariz chamuscada era capaz de volver a reír.
—Y a esa gente hemos salvado —suspiré.
—Yo también me arrepiento un poco —repliqué.
La reina se preparaba para dar la señal de inicio del duelo con su pañuelo de seda. Por el rabillo del ojo vi que un soldado se acercaba a Walsingham y le susurraba algo al oído. Luego, el jefe de los servicios secretos desapareció. Por lo visto, anteponía el trabajo a la diversión homicida.
—Sería un momento espléndido para un plan —opiné.
Mi cerebro traqueteaba en busca de uno. La huida era imposible: los soldados vigilaban la borda, de manera que no podía saltar al agua sin más. Además, eso sólo habría provocado que me dispararan con los arcabuces y, acto seguido, sería arrastrada como un cadáver por el Támesis. La reina movió el pañuelo de seda y Drake se acercó lentamente hacia mí blandiendo la espada. Tenía que luchar por mi vida. Mucho más aún: por la posibilidad de mi amor.
Saltaba a la vista que a Drake le dolían los cortes de las pantorrillas; con un poco de suerte no sería tan ágil como yo. Por otro lado, yo no tenía la más remota idea de cómo luchar con la espada. El almirante seguramente también me ganaría aunque necesitara andadores. Por lo tanto, tenía que equilibrar un poco las circunstancias. Pero ¿cómo? ¿Tal vez procurando que nos moviéramos de manera que el sol lo cegara? Miré al cielo, pero estaba demasiado nublado. En cambio, vi la cofa del vigía y en mi cabeza se fraguó un plan audaz, casi disparatado: si trepaba hasta allí, Drake me seguiría y, en el instante en que se dispusiera a abordar la cofa, lo precipitaría al vacío de una patada.
Eso sí, tendría que superar mis escrúpulos ante la perspectiva de matarlo. Porque, desgraciadamente, para que todo acabara, en ese duelo sólo podía haber un superviviente: o Drake o mi amor por Shakespeare.
Sin embargo, apenas se me había ocurrido la idea de subir a la cofa, me pregunté si yo sería más rápida trepando que Drake. Las posibilidades eran buenas: él tenía las pantorrillas heridas y yo estaba en el cuerpo de Shakespeare, no en el mío, para el que incluso un cuarto de hora de footing representaba un deporte extremo.
Justo cuando el almirante se disponía a asestarme el primer golpe, me di la vuelta, eché a correr y salté al cabo más bajo de las jarcias. Sorprendentemente, pude subir sin problemas.
Drake, desconcertado, no me siguió. No estaba seguro de qué debía hacer. Mientras yo continuaba ascendiendo a lo alto, los invitados refunfuñaban, sintiéndose engañados en la diversión. Por eso la reina gritó al cabo de un momento:
—Soldados, ¡abrid fuego!
Las mujeres en puestos dirigentes pueden ser realmente antipáticas.
Los soldados apuntaron lentamente sus armas, y Shakespeare suspiró.
—Cuando hablaba de un plan, me refería a uno bueno.
—Ahora mismo no estoy muy abierta a las críticas —repliqué con los nervios de punta.
Los soldados se disponían ya a dispararme. De nuevo no me atreví a mirar las bocas de los cañones, y cerré los ojos. Las balas pronto me dejarían hecha un colador y, si no me mataban al instante, moriría lentamente por herida de bala. Estaba convencidísima de ello. Pero, gracias a Dios, el almirante gritó:
—¡Alto! ¡Ese hombre es mío!
Los soldados bajaron las armas y Drake subió también por las cuerdas de la jarcia. Herida más, herida menos en la pantorrilla, el tipo era rapidísimo trepando. Seguro que en todos sus años a bordo de navíos había subido miles de veces volando a un mástil. Yo trepaba tan rápido como podía por la jarcia, pero el almirante pronto me daría alcance: a unos veinte metros de altura, ya sólo lo tenía a tres o cuatro metros de distancia.
Presa del pánico pensé que podría arrojarlo al vacío dándole una patada ya mismo, pero sobre las cuerdas no tenía ni por asomo la posición firme que tendría en la cofa. Por lo tanto, existía el peligro de que, al intentar arrearle una patada, Drake me cogiera la pierna y me tirara. Desde esa altura, al chocar contra la cubierta, mi cuerpo se desparramaría exageradamente.
Por desgracia, aún faltaban casi otros veinte metros hasta la cofa, y el almirante trepaba a un ritmo un cincuenta por ciento más rápido que el mío. Aunque en la escuela la mente se me quedaba en blanco con esos problemas de matemáticas, sabía por instinto que no conseguiría llegar arriba a tiempo.
—Tienes que hacer rabiar a Drake. Cuando se enfurece, se vuelve descuidado y a lo mejor la ira le hace perder pie. Ofende a su madre, eso siempre es un método eficaz.
A falta de mejores alternativas, valía la pena intentarlo.
—Vuestra madre es una promiscua —le grité.
Desgraciadamente, él respondió con cachaza:
—¡Es verdad!
—Y una pervertida.
Levanté el listón, pero eso sólo le arrancó una sonrisa cansada.
—Desgraciadamente, eso también es verdad.
¿Por qué no se alteraba Drake, si en nuestro primer duelo le había hecho rabiar algo parecido?
Aquello parecía no funcionar. Entonces me acordé de sus problemas con su madre castradora y grité:
—Vuestra madre es una castradora de hombres.
—Sólo lo intentó una vez con mi padre. Después de nacer yo —respondió bastante tranquilo.
Siguió acercándose y yo, despavorida, pensé cómo podía provocarlo. ¿Cómo iba a intensificar aquello? Lo único que se me ocurrió sobre la marcha fue algo que había oído decir a uno de mis alumnos en el patio. Así pues, grité:
—Tu madre actúa en pornos gay.
—¿Qué rediantre son los «pornos gay»? —inquirí.
No tenía tiempo para una explicación detallada, y el almirante se limitó de nuevo a sonreír.
—No podrás enfurecerme. Después de nuestro último encuentro, fui a ver a un alquimista y hablé con él de mis problemas con mi señora madre.
Oh, vaya, así que en aquella época ya había precursores de la psicología.
—Me aconsejó que confrontara a mi madre con mi ira. Y eso hice —dijo Drake sonriendo enigmáticamente—. Ahora yace emplomada en el fondo del Támesis.
Estaba claro que a la psicología todavía le quedaba un largo camino por recorrer.
El almirante se encontraba a unos diez metros de la cofa, justo en la tabla de jarcia situada debajo de mí. Me atraparía en cualquier momento. Entonces, alegrándose antes de tiempo, torció el gesto como si se hubiera sacado el título de psicópata con Hannibal Lecter.
Yo seguía con la espada en la mano. Me frenaba en la ascensión y me pregunté si no debería soltar el lastre. A ser posible, de lleno en la cara de Drake. Y yo misma me respondí la pregunta: Rosa, a veces no eres tan tonta como pareces.
Apunté con la espada justo sobre el cráneo de Drake y la solté, pero como las cuerdas oscilaban sólo le di en el hombro. No obstante, bastó para que perdiera el equilibrio y se precipitara gritando.
Estaba convencidísima de que pronto no sería más que una manchita de puré sobre la cubierta, y se apoderó de mí la mala conciencia. Pero sólo por un breve instante, ya que, por desgracia, Drake volvió a agarrarse a los pocos metros. Recuperó rápidamente el equilibrio en las cuerdas y continuó la ascensión.
—Y ahora estamos desarmados —dije exaltado.
—Si crees que tú lo harías mejor… —le espeté.
—No lo creo…
—Bien.
—… lo sé.
Aquella conversación la podría haber tenido una pareja aparcando. Ahora no me habría besado mi cuerpo, sino que lo habría estrangulado, pero no quería quitarle el trabajo a Drake. Seguí trepando a toda prisa hacia la cofa, confiando todavía en que me dispensaría una ventaja salvadora. Cuanto más subía por la jarcia, más terreno ganaba mi perseguidor.