Yo, mi, me… contigo (24 page)

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Authors: David Safier

Tags: #Humor

BOOK: Yo, mi, me… contigo
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—¿De dónde han salido esos labios? Parecen de una ballena azul.

La vieja bruja cogió aire y luego contestó indignada:

—Rosa, algún día sabrás lo que significa envejecer. Entonces ya no te burlarás de mí. Y teniendo en cuenta lo estropeada que estás, eso será muy pronto.

—Por su aspecto, madam —objeté—, diría que tiene tantos años que seguramente conoce los tiempos bíblicos por experiencia propia.

Los labios de la vieja comenzaron a temblar, y yo proseguí:

—No creo equivocarme si digo que sobrevivió al Diluvio Universal nadando junto al arca.

Entonces sus labios se hincharon de verdad, y yo rematé el escarnio:

—Y cuando Dios creó al hombre el sexto día, ya hacía tiempo que usted estaba en el mundo.

La boca de la madre de Jan pareció entonces la de una ballena azul nadando en medio del plancton. Nunca nadie le había hablado así. A mí me habría encantado hacerlo, pero nunca me había atrevido. Ni siquiera Jan le había plantado cara nunca. No permitía que nadie dijera nada malo de ella. Me gustó muchísimo que Shakespeare defendiera mi honor.

Antes de que la madre de Jan pudiera replicar nada, nos pidieron que entráramos en la iglesia: iba a dar comienzo la ceremonia. Vi de lejos a Jan, que estaba elegantísimo y de infarto con un esmoquin que le quedaba perfecto. Igual que Olivia, que iba del brazo de su padre y llevaba un vestido de novia fantástico, ceñido y largo hasta los pies, que realzaba y favorecía su cuerpo intachable. Shakespeare la miró fascinado. Rabiando, le dije entre dientes:

—¡Decídete de una vez! ¡O te lamentas por Anne o quieres a esa tontaina!

Con ese comentario, Rosa me tocó en el corazón: no debía entusiasmarme con la condesa, tampoco tenía que intentar conquistarla para que me financiara un teatro en caso de que algún día regresara a mi época. Tales ideas calculadoras, únicamente había podido permitírmelas porque estaba seguro de que mi gran amor había muerto.

Shakespeare entró en silencio con mi cuerpo en la iglesia, realmente quería demostrarme que Jan no estaba hecho para mí. O quería buscar a Anne allí dentro. Probablemente, ambas cosas. Se sentó con Holgi en uno de los bancos de atrás, al lado de una viejecita que tenía cierto parecido con un perro salchicha con malas pulgas.

A Shakespeare le molestó que la Iglesia siguiera desempeñando un papel importante en la vida de las personas. Sin embargo, cuando le expliqué que estaba equivocado y que la Iglesia no tenía ni de lejos el poder sobre la suerte de un Estado que había tenido en la vieja Inglaterra, se alegró: nuestro mundo probablemente no era tan triste como permitían suponer las personas de mirada taciturna y aquellos extraños «deportistas que practican la marcha nórdica».

Comprendí que, para Shakespeare, las nuevas sensaciones debían de ser mucho más estresantes y apabullantes de lo que fueron para mí en su época, puesto que yo poseía algunos conocimientos rudimentarios sobre el pasado cuando fui a parar allí, pero él no sabía nada del futuro.

Mientras el muermo del sacerdote pronunciaba un sermón larguísimo y soporífero, en el que explicaba que el matrimonio estaba expuesto a un gran número de duras pruebas (enfermedad, celos, las reformas en el hogar), a Shakespeare empezó a entrarle sueño, más aún que al resto de los invitados. Finalmente se durmió y yo recuperé por fin el control de mi cuerpo y la oportunidad de reconquistar a mi gran amor.

Sí, ¡el cliché celebraba su regreso a lo grande!

52

—Si alguien se opone a esta unión, que hable ahora o calle para siempre —recitó el sacerdote de carrerilla.

Ésas eran las palabras que señalaban mi entrada en escena.

Me levanté insegura, con las piernas temblándome, la garganta seca y el corazón a mil, para decir lo que tenía que decir. Igual que tantas mujeres habían hecho antes que yo en las comedias románticas. Lástima que yo, a diferencia de esas heroínas, por culpa del temblor me di con la rodilla contra el banco de madera y lo primero que exclamé fue:

—¡Ay, mierda!

Como consecuencia, todos los invitados me miraron sorprendidos. El sacerdote puso cara de indignación, Olivia estaba desconcertada y Jan, perplejo.

—No quería decir «mierda» —me apresuré a explicarle al sacerdote—. Me he pegado un golpe en la rodilla… y no me ha dado tiempo a que se me ocurriera decir: «ay, córcholis».

El sacerdote me miró con severidad, pero Jan sonrió levemente, me perdonaba la palabrota. El sacerdote volvió a su escrito y comenzó otra vez desde el principio, los novios se dieron la vuelta hacia él y todo el mundo dedujo que yo volvería a sentarme de inmediato. Pero me quedé de pie.

—Siéntate —masculló Holgi.

No le hice caso y seguí de pie.

El sacerdote acabó la frase de nuevo con las palabras «… que calle para siempre».

—Lo de «calle para siempre» va por ti, Rosa —insistió Holgi.

Me tiró de la manga e intentó arrastrarme a mi asiento. Yo me resistí y mascullé:

—¡Suéltame!

—No pienso hacerlo.

—¡Suéltame!

—Como quieras. Todos tenemos que cometer nuestros propios errores —dijo Holgi suspirando, y me soltó de golpe. Perdí el equilibrio y caí de culo, justo encima de mi vecina de banco, la vieja perro salchicha.

—¡Joder! —exclamé de mala manera.

Todos los que estaban en la iglesia volvieron a mirarme.

Me levanté a toda prisa de encima de la señora, la señalé y dije:

—¡Ha sido ella! ¡Ha sido ella!

—¡Yo no he sido! —me desmintió la viejecita, conforme a la verdad.

—Siéntese —me ordenó el viejo sacerdote severamente.

Entonces oí que la madre de Jan decía a media voz en la iglesia:

—A poder ser, en la silla eléctrica.

Pero yo continué de pie.

—¿O tiene algo que decir? —me preguntó el sacerdote en tono de «ni se le ocurra decir nada».

La pregunta estuvo cimentada por una mirada de la novia de «ni se te ocurra decir nada» y la mirada del novio de «miedo me da que digas algo». La cuestión era: ¿tenía miedo Jan de que yo continuara fastidiando su boda o tenía miedo de sus sentimientos hacia mí?

—Rosa no tiene nada que decir —explicó Holgi por mí.

—Entonces puedo proseguir con la ceremonia —manifestó aliviado el sacerdote.

Estaba a punto de abrir la boca para contradecirlo, cuando Holgi contestó:

—Sí, sí, ya puede.

Yo no me avine y por fin solté lo que quería decir:

—Yo… tengo algo que objetar a esta boda.

—¿Tenemos que escucharlo? —preguntó Olivia echando espuma por la boca.

El sacerdote estaba confuso, era evidente que en toda su carrera nunca le había ocurrido algo semejante. Después de pensarlo un momento, decidió:

—No, no tenemos que escucharlo.

Y volvió a echar mano de su escrito. Pero yo no me dejé abatir tan deprisa; ya que había llegado tan lejos, tenía que llegar hasta el final:

—¡Un momento! —protesté—. Usted ha hecho un llamamiento para que dijéramos si teníamos algo en contra de esta unión.

—Lo decía más bien retóricamente —replicó el sacerdote no muy seguro.

—Entonces, ¿usted sólo pronuncia palabras huecas? —pregunté.

El reproche dio en el blanco, y el sacerdote se puso a darle vueltas. A Olivia le entró miedo:

—¿No… no irá a hacerle caso a esa descarada?

Me gustó que tuviera miedo, a lo mejor no estaba tan segura de que yo no pudiera recuperar a Jan. Eso me animó.

—Deje hablar a Rosa —le pidió Jan al sacerdote.

Y eso me animó todavía mucho más.

Olivia miró enfadada a Jan, pero él le sostuvo la mirada y luego se volvió hacia mí:

—¿Qué quieres objetar a este matrimonio?

Respiré hondo y fui a lo mío:

—Querido Jan, te he amado mucho tiempo y tú me has amado mucho tiempo. Sí, ya lo sé, me explicaste que ahora amas mucho más a Olivia y que los dos tenéis un amor maduro y que crees que estáis hechos el uno para el otro y etcétera, etcétera, etcétera… Cuando lo dijiste, me dolió, y no sólo porque acababan de hacerme un empaste. Iba a renunciar a nuestro amor, pero en un viaje, ahora no entraré en detalles, he descubierto que las almas que están hechas la una para la otra transitan a través de los siglos y se enamoran una y otra vez.

Jan me miraba con los ojos abiertos como platos. Holgi, en cambio, se tapaba los ojos con la mano y sólo observaba por entre medio de los dedos.

—Nuestras almas, la tuya y la mía, intentan estar siempre cerca y creo que lo hacen porque están predestinadas…

Miré a Jan a la cara y no me pareció que, con mis palabras, hubiera cobrado fuerza en él la sensación de que estábamos predestinados.

—Y ahora que te miro a la cara compruebo que esas palabras no provocan nada en ti…

Jan se encogió de hombros, disculpándose.

—… si nuestras almas estuvieran realmente hechas la una para la otra no te limitarías a encogerte de hombros…

Se encogió de hombros otra vez.

—… te agradecería que dejaras de…

Se encogió de hombros una vez más.

—Aunque, pensándolo bien, si tú y yo estuviéramos realmente hechos el uno para el otro, no te encogerías de hombros y, además, alguna vez me habrías defendido de tu horrible madre y, a lo largo los años, algún día le habrías tapado esos morros de zódiac que tiene.

Oí que su madre boqueaba en busca de aire.

—… haría tiempo que tendríamos hijos y no me habrías dejado sólo porque una vez besé a otro hombre. Eso habría sido insignificante para alguien que realmente te ama durante siglos o incluso milenios.

Jan tenía los ojos clavados en sus zapatos.

—Y, ahora que te miras los zapatos, también comprendo que, en realidad, para ti sólo fue una buena ocasión para dejarme y marcharte con Olivia.

Jan clavó los ojos más insistentemente en sus zapatos.

—Pero no hace falta que sigas contemplando tus zapatos, porque probablemente no habría besado al profesor de gimnasia si tu alma y la mía hubieran estado realmente predestinadas. Shakespeare nunca besó a nadie más mientras estuvo con Anne…

—¿Shakespeare? —Jan levantó la vista de sus zapatos.

—… Shakespeare no engañó a Anne, ¡no, no lo hizo! —proclamé bien alto—. Y eso que lo tentaron un montón de veces.

Entonces, como muy tarde, fue el momento en que la mayoría de los que estaban en la iglesia se preguntaron si me había escapado de un manicomio. Y si llevaba armas conmigo.

—… además, al profesor de gimnasia lo besé porque me sentía muy sola.

—Tú…, ¿te sentías sola? ¿Por qué no me lo dijiste? —preguntó Jan, confuso.

—Porque no lo he comprendido hasta que no he dejado de sentirme sola.

—¿Y con quién no te sientes sola…? —inquirió entonces Jan.

—Con alguien que me saca de mis casillas, pero también me apoya y me defiende. Y que me ha enseñado que puedo hacer mucho más que aburrir a los niños en una escuela, que sirvo para escribir. Él y yo formamos un buen equipo…

—¿Un equipo? ¿Significa eso que sois pareja? —preguntó Jan con curiosidad, sin demasiados celos.

—Pareja… —Se me escapó una risita nerviosa—. No, no lo somos, y además es imposible. —Mi risita fue a más.

—¿Por qué es imposible? —preguntó Jan.

—Es que no tenemos dos cuerpos.

—¿QUE NO TENÉIS QUÉ?

—Al menos, no al mismo tiempo.

—¿No… al mismo tiempo? —Jan me miraba como si creyera que sería una gran idea prepararme una buena taza de tila.

—Olvídalo —repliqué—, en cualquier caso, ¡gracias a ese hombre ya no soy un cliché! ¡O sea que tengo que dejar de comportarme como tal y dejar que os caséis de una vez!

Mis palabras resonaron en la nave de la iglesia sin que nadie reaccionara. Pasaron unos segundos de silencio larguísimos hasta que el sacerdote se atrevió a preguntar:

—Ejem, ¿significa eso que puedo proseguir con la boda?

—Sí —contesté, y anuncié a los perplejos parroquianos—: Las almas de estos novios están hechas la una para la otra.

Y así fracasó estrepitosamente el regreso a lo grande del cliché.

53

Salí de la iglesia antes de oír el «sí». Holgi quiso llevarme a casa, pero lo dejé plantado sin explicarle qué me pasaba. Cogí un taxi para ir al circo. Holgi era mi amigo y, como tal, lo quería, pero tenía que desprenderme de Shakespeare sola. Esperaba de todo corazón que Próspero consiguiera hacerlo regresar a su época.

Estaba claro que el taxista llevaba mucho sin ducharse y olía al viejo Londres. Para apartar la nariz de él, miré por la ventana y de nuevo tuve la sensación de que todo era distinto, mucho menos vivo con nosotros que en los tiempos de Shakespeare. Las personas del presente estábamos de demasiada mala uva para lo bien que realmente nos iba. Y yo siempre había estado de demasiada mala uva para lo bien que realmente me iba.

Cuando llegué al circo, la función ya había acabado. Próspero, que aún llevaba la capa del espectáculo, estaba delante de su caravana, pagando a una mujer a la que supuestamente habría hipnotizado aquella tarde. Justo cuando la mujer se iba, Shakespeare se despertó y yo perdí de nuevo el control de mi cuerpo. Shakespeare se sintió confuso porque ya no estaba en la iglesia, y mientras Próspero cerraba la puerta después de entrar sin habernos visto, le expliqué emocionada a mi compañero de cuerpo lo que había pasado en la boda: que él tenía razón con lo de Jan, que Jan y Olivia estaban hechos el uno para el otro y que lo había comprendido porque él, Shakespeare, me era más próximo de lo que Jan nunca me había sido. Que él me había dado mucho, que yo había descubierto la escritura gracias a él, que por primera vez había colaborado con alguien del modo en que colaboré con él en el maravilloso soneto y que me encantaría terminarlo con él de inmediato…

—¿Has dejado a Essex por mí? —interrumpí asombrado la verborrea de Rosa.

—Bueno, en primer lugar, no era Essex, sino Jan —comencé a aclarar—. En segundo lugar, no lo he abandonado, sólo lo he dejado plantado en el altar y, en tercer lugar… —entonces me di cuenta y me asusté—, es verdad que tú me gustas más que él.

—¿No irás a decirme que me amas, verdad? —pregunté, asombrado y perplejo.

Con ello, William planteó una pregunta realmente sorprendente. Y aún más sorprendente fue que yo no supiera contestarla. Hasta entonces, sólo había pensado en Shakespeare dentro de la categoría «gustar», pero si él me gustaba más que Jan, en el que hasta entonces sólo había pensado dentro de la categoría «amar», ¿qué significaba eso? En medio de mi silencio indeciso, Shakespeare aclaró secamente:

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