Yo, mi, me… contigo (20 page)

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Authors: David Safier

Tags: #Humor

BOOK: Yo, mi, me… contigo
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—¿Cómo dices?

—¡No te hagas el tonto! Tú mismo me explicaste en un momento de debilidad que te cargaste de culpa en el campanario, pero no quisiste revelarme nada más. Desde entonces, cada día me estrujo la cabeza pensando qué culpa podría ser. Nunca engañaste a Anne y querías salvarla… Me gustaría saberlo de una vez: ¿qué culpa tuviste tú?

A mí también me gustaría saberlo.

41

Cuando me desperté, Rosa todavía dormitaba. Salí del monasterio y me encaminé a la extensa granja de los Hathaway. Me quedé esperando, dubitativo, en el camino que había delante de la finca: ¿debería visitar la tumba de Anne por primera vez desde su muerte? ¿Llevarle flores por fin? No tenía tantas fuerzas. Tal vez me atrevería a ir si Rosa estuviera de nuevo conmigo y no me encontrara solo. Por otro lado, entonces sería Rosa la que visitaría la tumba de Anne, y no yo. Deseé con toda mi alma que Rosa fuera una persona y no un espíritu, y que me acompañara al cementerio.

Mientras pensaba en ello, pasó un cerdo corriendo y dando chillidos. Huía despavorido.

Un instante después apareció el perturbado Tybalt, corriendo detrás del cerdo y gritando de muy buen humor:

—¡Espera,
mon amour!

Hubo épocas en las que habría estrangulado con gusto a Tybalt, no sin antes haberle demostrado cuán desagradable podía ser una víbora metida dentro de las calzas. Pero ahora le envidiaba su locura al canalla: a él no lo atormentaban terribles sentimientos de culpa como a mí, y era feliz con sus cerdos, aunque éstos no parecieran felices.

Entonces se abrió la puerta de la casa y salió un niño rubio y delicado. Hamnet. Mi hijo. Llevaba la cartera para ir a la escuela. Hamnet caminó en dirección a mí y yo me alegré de que Rosa aún durmiera y de ser yo quien pudiera abrazarlo. El pequeño me vio y exclamó feliz:

—¡Papá!

Tiró la cartera y corrió hacia mí por el camino de grava.

Mi corazón rebosaba de alegría: después de mucho tiempo, por fin volvería a abrazar a mi hijo, y no lo soltaría en mucho tiempo. Hamnet estaba tan sólo a unos pasos de mí. Extendí los brazos, con la feliz esperanza de que él también extendería los suyos, también con la feliz esperanza de…

—Uf… ¿cuánto tiempo he dormido?

Y entonces Rosa volvió a controlar mi cuerpo. Por lo visto, el don de la oportunidad de Rosa era deficiente. Por eso eché chispas de rabia.

—¿Por qué te enfadas? —dije bostezando.

Apenas lo hube preguntado, algo me tocó la espinilla.

—Por eso.

Bajé la vista y vi al niño rubio del medallón de Shakespeare, pero esta vez en directo y en color. El crío me miraba muy decepcionado.

—Abrázalo…

Yo no reaccionaba tan deprisa. El niño me miró con tristeza y dijo:

—Hacía mucho que no venías, papá.

—Abrázalo de una vez… —le imploré.

Naturalmente, le haría ese favor a Shakespeare. Así pues, me apresuré a abrazar al pequeño.

—Te he echado mucho de menos —murmuró, y se apretó a mí con fuerza.

Tenía muy claro lo que debía contestarle:

—Yo también a ti… Yo también a ti…

Y se apretó a mí con mucha más fuerza.

—Gracias, Rosa…

A Shakespeare le tembló la voz al decirlo. ¿Había lágrimas en su voz? Lo que Shakespeare sentía en ese momento era probablemente el verdadero amor: el amor por su hijo.

Jan y yo también habíamos pensado en tener hijos, pero siempre habíamos aplazado la tarea hasta un futuro indeterminado. Al llegar a los treinta, todavía nos considerábamos muy jóvenes. Ahora, él tendría hijos con Olivia, mientras que mi reloj biológico avanzaba a toda prisa. De nuevo acababa de comprender algo: si no hubiera malgastado mi valioso tiempo, haría mucho que habría sido madre.

—Por favor… Por favor… no vuelvas a irte… —murmuró el pequeño Hamnet, y las lágrimas le rodaban por las mejillas.

¿Qué debía contestarle?

¿Qué le habría contestado si hubiera tenido poder sobre mi cuerpo? Que sólo podía ganar dinero en Londres, que no podía permitir que él y su hermana crecieran en medio del pecado de la gran ciudad… Un niño jamás de los jamases lo comprendería…

—Yo… Yo te quiero esté donde esté —le dije al pequeño a falta de una respuesta más directa a su pregunta.

De hecho, no era mentira, puesto que, dado que mi alma amaba al crío, yo sentía realmente algo por aquel niño pálido.

—Ha sido una buena respuesta.

Shakespeare tenía ahora con toda certeza lágrimas en la voz. En cambio, Hamnet se tranquilizó: se secó las lágrimas de los ojos y, de una manera casi fría e impersonal, cogió su cartera. Había comprendido perfectamente qué significaba mi «Te quiero», igual que los niños siempre notaban perfectamente a qué se referían en realidad los adultos. Hamnet sabía que, en aquel contexto, significaba: «Te quiero, pero no voy a quedarme.» El pequeño dio unos pasos, se volvió hacia mí y, con ojos tristes, contestó:

—Yo también te quiero, papá.

Hasta yo me habría echado a llorar.

42

Me supo mal por Shakespeare, que no pudo abrazar a su hijo por mi culpa. Me había lamentado todo el rato de lo horrible que aquella situación era para mí, pero para él tenía que ser mucho más terrible. Por eso le dije:

—Perdóname por estar dentro de ti.

—Tú no tienes la culpa, ¿no? Fue un mago quien te envió.

—Pero el… llamémoslo maleficio no se deshará hasta que no descubra qué es el «verdadero amor».

—¿Qué mago tan poco ingenioso es ése que ha puesto semejante condición?

—No lo he inventado yo.

—¿Y has descubierto ya qué es el «verdadero amor»?

—He descubierto algunas cosas: puede durar siglos, puedes amar a tu país, a tus hijos, o puedes amar escribir historias tan sangrientas como
Hamlet…

—Hamlet es una comedia, no una «historia sangrienta» —protesté.

—Todavía. Pero cuando te des cuenta de que «ser o no ser» puede ser una frase sobre el suicidio…

—¿Suicidio? ¡Eso es genial!

—La idea es tuya.

—No, no lo es —repliqué, desconcertado por un breve instante.

—Todavía.

—Pero esa frase libera en mí pensamientos —comenté entusiasmado—. Convertiré
Hamlet
en una tragedia y luego, en una escena en la que riñe con su madre, de hecho duerme con ella…

—Eso les encantará a los directores de teatro modernos —dije sonriéndome.

—Y a los espectadores. A la gente le gusta el incesto…

Sí, eso también lo sabe la gente que lee el diario
Bild
.

—Y Ofelia, la amante de Hamlet, enloquece…, Pero Hamlet sólo se hace el loco… Y el bufón Yorick está muerto y sólo es una calavera con la que Hamlet habla… Lo cual, además, estará muy bien en cuanto a dramaturgia, ya que el actor mantendrá un monólogo, pero a la vez podrá hablar con algo… y no parecerá que hable solo como ocurre con los demás monólogos…

Así pues, era eso: el estallido de creatividad, la creación de personajes y situaciones distraía a Shakespeare de su propio dolor. Para él, inventar historias era mejor que las drogas, el alcohol o mi dieta de Ramazzotti y chocolate contra la frustración.

—… no hay nada más ridículo que hablar solo en el escenario…

—Está muy bien escucharte en pleno proceso creativo —dije, interrumpiendo aquel raudal de pensamientos—, pero a lo que yo quería llegar es: ¿podrías ayudarme a descubrir qué es el «verdadero amor»?

Para mí, no había lugar a dudas. En mi vida sólo había un verdadero amor. Por eso contesté afligido a Rosa:

—Anne… Siempre Anne…

—Entonces, ¿el verdadero amor es siempre una gran tragedia? —pregunté.

Aunque no me gustaba esa respuesta, para Shakespeare era la verdad.

Y si era acertada, enseguida me despertaría en el catre de Próspero.

Esperé un momento…, pero no abandoné el cuerpo de Shakespeare. Y tampoco me desperté en la caravana del circo.

—Tiene que haber otra cosa… —comenté.

—El amor acaba siempre trágicamente, Rosa. Sólo cabe preguntarse de qué modo.

Shakespeare lo dijo con mucha seguridad, y yo intenté rebatirlo:

—Si realmente fuera eso lo que tenía que aprender, ya no estaría aquí.

—No es necesario que descubras qué es el verdadero amor para salir de mi cuerpo.

—¿Ah, no?

—No, hay una alternativa…

—¿Cuál?

—Ir a ver a un alquimista…

43

Al atardecer regresamos a Londres haciendo «autoestop». Como suponíamos que los espías españoles vigilarían la puerta principal de la muralla de la ciudad, a falta de alternativas nos escondimos en el carro de un campesino que llevaba estiércol para los jardines de palacio. Así olía yo cuando salté del carro en Londres y me dirigí al edificio de piedra donde vivía el alquimista Dee. Llamé a la puerta sin estar nada segura de que en aquella casa misteriosa podría encontrar realmente ayuda. Pero Shakespeare estaba convencidísimo. ¿En qué podía perjudicarnos entrar e intentarlo? Me abrió un asiático menudo, que se parecía un poco a un personaje secundario de Tintín en
El loto azul
. El hombre arrugó la nariz al olerme.

—Apestáis a glande…

—¿A glande?

—Sí, a glande… animal de cloaca —corroboró.

¿Hablaba en serio?

—¡Odio los glandes! —puntualizó.

Por lo visto, tenía un problema sexual.

—Cuando los veo, los machaco —dijo con vehemencia.

Eso me pareció un poco radical.

—Hasta que los dejo bien aplastados.

Bueno, cada loco con su tema.

—Y luego cojo una antolcha y los quemo.

—Pero eso es muy drástico —espeté.

—¿Y qué hacéis vos cuando los veis? —preguntó el chino.

Eso dependía de a quién pertenecían.

La pregunta me pareció un poco indiscreta. De esas cosas no hablaba ni con mi mejor amigo, Holgi.

—Eso a vos no os importa —contesté.

El chino me miró indignado.

—Entlad —dijo.

—¿Entlad?

—Entlad. ¿Pol qué nadie me complende nunca?

El chinito se apartó dando un brinco, enojado.

Por fin comprendí y esbocé una sonrisa.

—No hay lazón pala sulfulalse.

El pequeño asiático me miró como si fuera a convertirme en chopsuey allí mismo. Por eso le dije sonriendo:

—Peldón.

Con la mirada torva, me guió hasta una sala abovedada, llena de objetos de Asia. Un hombre mayor con cejas pobladas se levantó de un enorme escritorio lleno de planisferios celestes, le indicó al maníaco de los glandes que saliera y se me acercó contento.

—¡Hola, Rosa! —me saludó.

Efectivamente, el alquimista me había llamado Rosa, o sea que había creído a Shakespeare cuando le dijo que yo estaba en su cuerpo. Pero ¿por qué se había tragado el alquimista algo tan disparatado, aunque fuera verdad? ¿Por qué no había tenido ninguna duda?

—¿Así que eres de Wuppertal? —preguntó Dee con los ojos brillantes.

—Sí…, así es —contesté un poco sorprendida.

Shakespeare probablemente le había explicado que yo había nacido allí. ¿Sospechaba también que procedía del futuro? Eso no lo sabía ni Shakespeare.

—¿Y cómo es esa ciudad?

—No queráis saberlo.

—Tiene que ser maravillosa —afirmó Dee radiante.

—«Maravillosa» tal vez no sea la palabra adecuada…

—¿Fantástica?

—Hum… si con «fantástica» uno se refiere a «muy por debajo del promedio»…

—¡Cuéntamelo todo de Wuppertal!

Seguramente, Dee era la única persona en toda la historia de la humanidad que había pronunciado semejante frase.

—Prefiero no hablaros de ella —contesté prudentemente.

—¿No quieres?

Estaba muy decepcionado.

—Creo que… sería demasiado peligroso —intenté explicarle.

El alquimista meditó un momento y luego asintió con la cabeza.

—Tal vez tengas razón. Sería demasiado peligroso. Tanto para mí, que podría dominar el mundo con esos conocimientos, como para Wuppertal.

Estaba más que claro: Dee sabía que yo venía del futuro. Pero ¿cómo se había enterado?

—A Wuppertal no puede irle mucho peor —dije—, pero me alegra que lo comprendáis.

—Eres muy sabia, Rosa —comentó el alquimista.

Y, con ello, probablemente también fue la primera persona en toda la historia que había pronunciado esa frase sobre mí.

Pero si realmente era «sabia»…, entonces cada vez debía de ser menos un cliché. Y eso me hizo sentir un poco orgullosa.

—Enseguida os separaré a ti y al maestro Shakespeare —anunció el alquimista.

—Ejem, ¿cómo vais a expulsarme del cuerpo de Shakespeare? —pregunté, aunque no creía que fuera capaz de hacerlo.

—Pasé muchos años viviendo con los monjes shinyen en el Tíbet —contestó—. Y allí aprendí que puede haber problemas con el venerable arte de la regresión.

¡Oh, Dios mío, conocía a los monjes que habían instruido a Próspero, el hipnotizador! ¡Sabía de regresiones! Y que podían surgir complicaciones como la mía con Shakespeare. Seguro que los monjes incluso habían escrito informes sobre gente que conocía el futuro y habían elaborado mapas de nuestra época en los que se nombraba a Wuppertal. Sentí escalofríos: ¡aquel alquimista quizás podría ayudarme de verdad! Y los monjes shinyen le habían explicado que era posible recibir la visita de almas del futuro.

—Voy a buscar un péndulo para liberarte del cuerpo extraño.

Salió de la sala y entró en una pequeña habitación contigua para coger el péndulo. Excitadísima, le dije a Shakespeare:

—Creo que ese hombre puede salvarnos de verdad.

Pero Shakespeare no me contestó.

Me mantuve callado todo el rato porque me atormentaba la mala conciencia: planeaba la posible aniquilación de Rosa, puesto que el alquimista me había dicho en nuestro último encuentro que había muchas posibilidades de que el espíritu de Rosa se destruyera en el proceso. Sólo podía justificarme con el argumento de que con su espíritu en mi cuerpo no podría ser un buen padre para mis hijos. De acuerdo, ahora tampoco era un buen padre, igual que Enrique VIII no había sido un marido ejemplar, pero decidí mejorar en el futuro de cara a mis vástagos para que la destrucción del espíritu de Rosa tuviera una justificación más honda.

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