Shakespeare me tranquilizó diciéndome que no intentarían matarnos en presencia de la reina. Por consiguiente, volví a entrar en el castillo, busqué otra salida y abandoné la finca por una puerta que se encontraba muy lejos de los árboles donde se agazapaban los espías. No podían vernos, pero seguro que vigilarían el camino que llevaba a Londres. Así pues, la pregunta era: ¿adónde íbamos? Quedarse era muy peligroso. Regresar a la ciudad era todavía más peligroso. Entonces, Shakespeare formuló una propuesta:
—Hay un lugar donde podemos escondernos: Stratford-upon-Avon. Mi pueblo natal.
Llegamos al atardecer a Stratford-upon-Avon, un pueblecito con pocas calles de aspecto muy cuidado. Las casitas del lugar, de ladrillo y madera, eran encantadoras, seguro que sería fantástico tener una casita de veraneo allí, mucho mejor que en Kampen, en la isla de Sylt. Y fijo que también más barato.
—¿Dónde pasaremos la noche? —pregunté—. ¿En casa de tu mujer?
Shakespeare no contestó, se limitó a guiar mis pasos hacia un monasterio situado en lo alto de una pequeña colina verde. Mientras el sol de mayo se ponía y la pequeña localidad pintoresca se sumergía en una luz aún más pintoresca, llamamos a la puerta del monasterio. Nos abrió un hombre barbudo y afable, vestido con hábito de monje y que llevaba una botella de vino en la mano. Si hubiera sido un tejón, habría tenido el mismo aspecto que el fraile Tuck del
Robin Hood
de Disney.
—¡Will! —exclamó el fraile contento, me abrazó y me besuqueó la mejilla con sus labios húmedos.
—Rosa, tal vez debería haberte dicho que Lorenzo estuvo enamorado de mí cuando éramos jóvenes.
«Sí, seguramente habría sido una información útil», pensé.
Después de que Lorenzo me hubiera estampado suficientes besos húmedos macerados en vino, me condujo al interior del monasterio. Era austero, lúgubre, y había crucifijos y antorchas colgados en las paredes, pero no me fijé demasiado porque lo llamativo era que no paraban de pasar jovencitos guapísimos de aire aniñado. Con ellos, incluso mi amigo Holgi, un ateo convencido, se habría hecho monje. Él siempre decía: «Si Dios existe, ¿por qué permite los problemas de erección?»
Mientras Lorenzo iba a ver a sus monjes y les daba instrucciones para que me prepararan algo de comer, Shakespeare me explicó en tono de elogio:
—El monasterio de fray Lorenzo, más que para creyentes, es un lugar de refugio para invertidos.
—Eso hace que el monasterio me resulte simpático —opiné.
—Y que a ti te resulte simpático te hace simpática —contesté con toda sinceridad.
—Y que a ti te resulte simpático que a mí me resulte simpático te hace simpático —dije sonriendo.
—¿Me encuentras simpático? —pregunté sonriendo satisfecho. Me sentía halagado.
—Por lo que parece, tú también me encuentras simpática —dije sonriendo burlona.
—Dime, Rosa, ¿estás coqueteando conmigo?
Ésa fue una pregunta sorprendente, pero más sorprendente aún era que probablemente tenía razón: nuestras pequeñas discusiones y trifulcas estaban adoptando realmente características de coqueteo. Hacía años que no coqueteaba con nadie, ¿y ahora lo hacía precisamente con Shakespeare? En todo caso, no pensaba admitirlo, no fuera a creérselo, pues ya era bastante creído. Por lo tanto, dije:
—No, ¡tú coqueteas conmigo!
—¿Yo coqueteo contigo?
Ésa fue una afirmación sorprendente, pero más sorprendente aún fue que probablemente Rosa tenía razón. Pero no pensaba admitirlo, claro. No fuera a creérselo, pues ya era bastante creída. Por eso pregunté:
—¿Por qué iba a coquetear contigo?
—Coqueteas conmigo porque, a diferencia de las mujeres con las que sueles tratar, prostitutas y Phoebes, yo no soy una cabeza hueca —contesté.
Me divertía de verdad discutiendo con él.
—Es posible. Pero esas mujeres, a diferencia de ti, poseen un cuerpo.
—Es su única ventaja —lo chinché.
—Aunque la condesa posee unas cuantas bondades más: educación, dinero, distinción…
De golpe y porrazo, aquello ya no me divertía. Volví a sentirme muy inferior a la condesa: ella era rica, podía financiarle un teatro y también tenía un cuerpo propio.
—Esa tontaina no es tan fantástica como todos pensáis —le espeté.
—O sea que era verdad que tienes celos de la condesa —constaté después del estallido de Rosa.
Me callé, era demasiado evidente.
—Pero —pregunté entonces un poco confuso—, ¿lo estás por Essex o… por mí?
¿Celosa por Shakespeare? La idea era del todo desacertada. Sólo podía venir de un ego hinchado como el suyo. Yo no quería nada de Shakespeare, aunque en algunos momentos había sido un placer coquetear con él… Pero todo lo que pasara de ahí habría sido completamente absurdo… No pegábamos ni con cola, éramos de distintos siglos, teníamos un enfoque diferente de la vida y, además, ni siquiera teníamos dos cuerpos con los que podríamos comenzar algo juntos. Lo único que teníamos en común era el alma… y el gusto por la escritura… y el gusto por discutir… Bueno, en realidad, eso era cantidad… Más de lo que había tenido con muchos otros hombres en mi vida…, eso había que reconocerlo, pero… ¿amarlo?
Yo amaba a Jan.
¿No?
Antes de que pudiera contestar a Shakespeare con una evasiva, fray Lorenzo me condujo a la pequeña y austera celda que normalmente habitaba.
—Fray Marcus está dispuesto a hacerme sitio en su cuarto. Esta noche dormiré con él.
Me guiñó el ojo y deduje que debía de pasar a menudo la noche con fray Marcus. Entré en la habitación sin el monje, piqué un poco de la comida que los hermanos me habían facilitado, pan casero y vino tinto, y me tumbé en silencio sobre el jergón. Shakespeare se despidió de mí, cansado, y se durmió. Yo también tenía unas ganas locas de sobar. Pero justo al cerrar los ojos, Lorenzo entró en la celda. Vio mi cara de susto y dijo:
—No temas, no voy a seducirte. Los tiempos en que nos besábamos ya pasaron.
—¿Nos besábamos?
Me quedé pasmada: ¿Shakespeare y Lorenzo se habían enrollado?
—No tienes por qué negarlo, Will. Fue hace mucho tiempo. Y éramos muy jóvenes.
O sea que Shakespeare había experimentado sexualmente de adolescente… ¿Quién lo hubiera dicho?
Observé al fraile: cuando no te comía a besos la cara, era un tío simpático. Y conocía a Shakespeare y, seguramente, también la historia con su mujer. Si Shakespeare no quería contarme qué se había torcido en su matrimonio, tal vez podría hacerlo Lorenzo. Así pues, empecé a interrogarlo discretamente.
—Ejem, ¿cómo está mi esposa?
—¿Que cómo está Anne? —replicó el fraile, y su semblante, hasta entonces muy alegre, se mostró airado de golpe—. Muerta, como siempre.
Se me secó la garganta: ¿la esposa de Shakespeare estaba muerta?
Lorenzo juntó inconscientemente las manos, como si fuera a rezar.
—Era una criatura tan dulce. En su presencia, incluso olvidaba que era invertido.
Pensé automáticamente en el retrato del cuarto de Shakespeare, donde Mrs. Shakespeare realmente sonreía con mucha dulzura. ¿Qué debió de ocurrirle a… cómo se llamaba… a Anne? ¿Cómo murió? Quería, tenía que enterarme de más cosas. Por eso pedí:
—Lorenzo, por favor, haz como si yo fuera un desconocido y explícame qué pasó entre Anne y yo.
—¿Por qué iba a hacer algo tan estúpido?
Lorenzo me miraba preocupado.
—Porque te lo pido de buena fe…
El fraile estaba desconcertado. Por eso le pedí:
—Mírame y sabrás que no lo hago con mala intención.
Lorenzo me examinó con la mirada y reconoció en mis ojos que mi deseo no ocultaba ningún engaño.
—O sea que quieres saber cómo alguien de fuera narra la tragedia de vuestro amor, tal vez incluso cómo la contaría un poeta, alguien como tú.
—Sí…, por favor —contesté con voz entrecortada.
—Entonces te contaré la historia del amor más grande que jamás haya habido en Stratford-upon-Avon y probablemente en toda Inglaterra.
Pronunció esas palabras en un tono que me provocó un escalofrío.
—En Stratford había dos familias; la familia del zapatero Shakespeare y la familia del granjero Hathaway, ambas iguales en nobleza, enemistadas por antiguos rencores…
—¿Antiguos rencores? ¿Qué antiguos rencores? —lo interrumpí.
—Con los antiguos rencores, nunca se sabe —contestó lacónico.
Eso sonaba un poco a
Astérix en Córcega
. O como en los Balcanes.
Lorenzo prosiguió con la narración.
—De los troncos funestos de esos dos enemigos nacieron los amantes. Yo desposé en secreto a esos dos amantes, contra el deseo de sus familias, aquí, en esta abadía. Albergaba la esperanza de que al fin reinaría la paz entre las dos pendencieras familias. Y lo conseguí, como pude constatar con orgullo. Sin embargo, esa paz fue frustrada por Tybalt, el primo de Anne. Un hombre al que Anne quería como a un hermano desde su más tierna infancia. Llevado por un falso orgullo, Tybalt difamó a William afirmando que era infiel.
Y eso sonaba a
Dinastía
.
—Shakespeare, entretanto, se burlaba con lengua ingeniosa de su primo y lo describía como «un hombre que cabalga a lomos de un gran caballo para compensar la pequeñez de su miembro». Tybalt rezumaba cada vez más odio y confundía a la sensible y cándida Anne con nuevas mentiras. Finalmente, quiso demostrarle a su prima hasta qué punto Shakespeare era un canalla infiel. Y puesto que éste no se permitía ningún desliz, pues amaba demasiado a Anne, Tybalt contrató a cuatro prostitutas de buena casta para que lo sedujeran.
—Y Shakespeare se dejó seducir… —murmuré.
Así pues, a William le había pasado lo mismo que a mí con Axel, el profesor de gimnasia. Y que nuestra estúpida alma cometiera cada siglo los mismos errores tontos…
—¡No! —protestó Lorenzo—. Permaneció firme. Incluso el bellaco de Tybalt tuvo que reconocerlo.
Me quedé asombradísima. Shakespeare, el fornicador, ¿era mucho más fiel que yo?
—Tú siempre has dicho —explicó Lorenzo— que el acto sexual sin amor te procura el mismo placer que meter los testículos en una mata de ortigas.
O sea que Shakespeare era un hombre para quien el sexo sin amor no significaba nada. Eso lo hacía mucho más simpático. Y ahora, por lo visto, el pobre sólo tenía sexo ortiguero sin amor.
—Las prostitutas desplegaron toda su feminidad para intentar seducirlo y de veras que tenían feminidad para dar y vender. Pero William Shakespeare se mantuvo firme, y no me refiero a su verga.
La vista se me fue involuntariamente hacia mis calzas, y la retiré a toda prisa.
—Las prostitutas de buena casta quedaron tan frustradas que entraron en un convento. No obstante, cabe mencionar que, desde aquel día, ese convento recibe con mucha frecuencia la visita de nobles caballeros y que esos señores donan a continuación mucho dinero a la institución.
Vaya, en esa época, al papa Benedicto seguro que le habría salido un sarpullido.
—Tybalt estaba furioso porque su farsa no había dado frutos, pero no quiso ceder. Perfumó a escondidas la camisa de Shakespeare, le habló a Anne del supuesto desliz, hizo que las prostitutas declararan como testigos antes de ingresar en el convento, evidentemente las sobornó con dinero, y la pobre, crédula y frágil Anne salió de casa anegada en lágrimas y entró en la iglesia de nuestro pueblo buscando refugio para su alma mancillada. Shakespeare la siguió y se sentó junto a ella en un banco de la iglesia. Le suplicó que confiara en él, pero por mucho que le dijo, ella no pudo. La enemistad de tantos años entre las familias era más fuerte que su fe en Shakespeare. Anne subió al campanario y trepó al pretil para lanzarse a los brazos de la muerte.
En ese siglo, la gente tenía una verdadera tendencia al drama. Por otro lado, aquella mujer se había matado porque creyó que había perdido al verdadero amor de su vida. Cuando yo perdí a Jan, me limité a comer chocolate y a beber Ramazzotti. ¿Resultaría finalmente que Jan no había sido mi gran amor? ¿Por eso había sido capaz de engañarlo con el profesor de gimnasia? En cualquier caso, Shakespeare no quiso engañar a Anne…
—Shakespeare subió corriendo al campanario en pos de Anne. Lloró, le suplicó que se apartara del pretil o saltaría él, pero ella no pudo oírlo porque justo en aquel momento las campanas tocaban la hora. Shakespeare, dándose cuenta de que sus palabras no le llegaban por su hondo pesar, se le acercó por detrás. Iba a cogerle la mano, a impedirle en el último momento que saltara, pero entonces, con el último toque de campana, ella se precipitó… al vacío…
Se me cortó la respiración.
—Shakespeare corrió hacia ella y vio que se había roto el cuello, que su dulce rostro estaba destrozado. Nunca más volvería a contemplar su maravillosa y dulce sonrisa. Totalmente fuera de sí, se dirigió al riachuelo de Avon para quitarse también la vida. Pero por allí pasaba una compañía de actores, lo cual, como creo con firmeza, fue una providencia divina. Un cómico llamado Kempe impidió que Shakespeare se lanzara al agua.
Y Kempe, comprendí entonces, tuvo que salvarle la vida una y otra vez porque Shakespeare continuaba albergando un profundo deseo de morir que lo llevaba a meterse continuamente en situaciones peligrosas.
—¿Con quién están sus hijos? —inquirí.
—Los cuida la mujer de Tybalt en su granja.
—¿Viven con ese monstruo?
—Su esposa es muy bondadosa. Y a él, los sentimientos de culpa lo volvieron loco. Se pasa todo el día y toda la noche con los cerdos de la granja.
—Dándoles de comer.
—Fornicando con ellos.
—Pobre diablo —se me escapó.
—Pobres diablos, los cerdos —comentó Lorenzo.
—También.
Sin embargo, el pobre diablo que se llevaba la palma era el hombre cuyo cuerpo yo habitaba. Después de semejante vivencia, probablemente no podría volver a abrir su corazón a nadie. De nuevo acababa de aprender algo sobre el «verdadero amor»: podías perderlo. Para siempre.
—Bueno, ahora que ya he cometido la insensatez de contarte una tragedia que conoces de sobra —retomó la palabra fray Lorenzo—, tú tendrás que hacerme un favor a cambio.
—Lo intentaré. ¿De qué se trata?
—De explicarme la parte de la tragedia que no conozco.