Notaba perfectamente que Shakespeare no dormía, simplemente callaba. Yo quería animarlo, aliviar de algún modo el dolor que había sufrido con la muerte de Anne. Gracias a mi viaje al pasado, había adquirido una nueva perspectiva frente a las cosas y, en caso de que realmente fuera a abandonar a Shakespeare, quería ofrecerle de despedida algo de lo que había aprendido. Por ejemplo, que no era buena idea desaprovechar los pocos años que uno tiene en este mundo. Así pues, le dije:
—Desde que estoy aquí contigo, he aprendido muchas cosas sobre la vida.
—¿Y de qué cosas se trata? —pregunté, con un poquito de curiosidad.
—La vida es demasiado corta para desperdiciarla con tristezas.
—Eso parece sabio —tuve que admitir—. Un poco morboso. Pero sabio.
—Entonces, no malgastes tu vida mirando atrás —le pedí.
¿No había expresado Rosa algo cierto? De hecho, probablemente tenía que intentar olvidar a Anne de una vez y hacer sitio a otra mujer en mi vida. ¿A alguien como Rosa? ¿O como la condesa? Sólo que, ¿cómo se conseguía?
—Disfruta de la vida, aprovecha el tiempo —insistí, y evité mencionar que, en mi época, él llevaba muchísimo tiempo muerto.
—¿Seguías tú ese consejo antes de venir a mi cuerpo?
—Bueno… Ejem… —balbuceé.
—Me lo imaginaba.
—Mi caso es diferente… —intenté explicarle—. Yo aún tengo una pequeña esperanza de poder conquistar a mi gran amor, de que somos almas predestinadas a través de los siglos…
—¿Y precisamente Essex es ese gran amor?
—Sí… No… Eso espero…
—Pareces indecisa.
Todo aquello era demasiado complicado para hablarlo con Shakespeare. No sólo por los embrollos que surgirían si se enteraba de que yo procedía del futuro. También me daba miedo que me echara en cara que el alma de Jan no estaba destinada a mí. Y que luego me agobiara con mis propias palabras diciéndome que la vida era demasiado corta para malgastar un tiempo precioso y que tenía que cortar definitivamente con Jan.
—Alguien me dijo una vez que sentaba bien hablar de los propios sentimientos… —me burlé.
Me sentí pillada. Y como no podía soportar sentirme pillada, contesté con cierta insolencia:
—Hablaré contigo de mis sentimientos cuando tú hables conmigo de los tuyos. ¿Por qué te cargaste de culpa?
—¿Cómo dices? —pregunté espantado.
—Fray Lorenzo me explicó que tú te sentías culpable de la muerte de Anne. Pero nadie se explica de qué culpa se trata.
—¡Lorenzo debería limitarse a hablar con Dios! —despotriqué por las confidencias del fraile—. Espero que cuando fallezca vaya a parar a un infierno donde sólo haya mujeres.
—Puedes confiar en mí, William.
—¡Ten por seguro que no me desahogaré contigo!
—No era mi intención disgustarte…
—¡Esperaremos a Dee callados! —le corté la palabra con acritud.
El anuncio había sido claro: si el alquimista conseguía separarnos, Shakespeare y yo nunca estaríamos tan cerca para tenernos mutua confianza.
Eso me puso triste. Muy triste.
En aquel momento, Dee volvió a entrar en la sala con el péndulo. Era un péndulo pequeño y dorado, exactamente igual que el que tenía Próspero. Mi tristeza se transformó en ilusión: ¡aquel hombre me mandaría realmente a casa! Me pidió que me acomodara en un diván. Luego pronunció las palabras más hermosas que había oído hasta entonces en el pasado:
—¡Mira el péndulo!
—¡Con mucho gusto! —exclamé radiante.
—Te pesan los párpados —continuó hablando el alquimista.
—¡Y yo que me alegro!
—Cada vez te pesan más los párpados…
—No hay nada que me guste más que los párpados caídos…
Ahora, Rosa probablemente sería destruida. Mi ira hacia ella se transformó en mala conciencia: Rosa era una buena persona… espíritu… lo que fuera… y nunca había sido su intención disgustarme. Me era cercana, tan cercana como nadie me había sido desde Anne. Bueno, eso se debía esencialmente a que se encontraba en mi cuerpo, pero aun así…
—¡No mires el péndulo, Rosa! —exclamé.
—¡Y tanto que lo miro! —le dije a Shakespeare.
—Cierra los ojos —me pidió Dee.
—¡No lo hagas! —supliqué.
Evidentemente, cerré los ojos.
—¡Rosa…!
Y me dejé llevar lentamente a la deriva.
—¡Rosaaaaaaaaaaaaaa…!
Eso fue lo último que oí en el pasado.
—Vaya, ya vuelven a activársele los párpados.
Eso fue lo primero que oí en el presente. Lo primero que olí fue la madera de la caravana del circo. ¿Era cierto? ¿Me encontraba realmente en el presente? En cualquier caso, ya no apestaba a glande. Y la voz que había oído ¡no era la del alquimista John Dee, sino la del hipnotizador! Abrí los ojos y vi… a Próspero en calzoncillos. Quise volver a cerrarlos de inmediato.
—Perdone, me estaba cambiando para irme a la cama. Enseguida me pongo algo encima —comentó el hipnotizador, y se puso a toda prisa un albornoz lila.
Yo me levanté corriendo, me acerqué a un espejo de cuerpo entero que había en la caravana… ¡y me vi a mí misma! ¡Realmente a mí misma! Estaba todo en su sitio: la cara, los pechos, la barriga… ¡mi querida tripa caída!
—¿O sea que ha descubierto qué es el «verdadero amor»? —preguntó Próspero.
Interpretó consecuentemente mi alegría barriguil y dedujo que todo había salido bien. Al fin y al cabo, había despertado de la hipnosis. Su pregunta me confundió: yo no había descubierto qué era el verdadero amor, sino que en cierto modo había hecho trampa con la ayuda de Dee. Y aunque al principio sólo quería descubrir lo del verdadero amor para volver al presente, ahora sentía una gran decepción por no haberlo descubierto.
—De repente no parece usted tan feliz —comentó Próspero sorprendido.
—Usted me ha enviado a un viaje en el que han querido matarme. Y estaba dentro del cuerpo de un hombre. ¿No pretenderá que me lo coma a besos de alegría?
—Comprendo su disgusto —contestó Próspero lleno de empatía—. Yo mismo fui concubina de Calígula en una vida anterior… Y si le cuento lo que me hacía con miel y una zanahoria…
—No quiero saberlo…
—Pero se sentirá mejor ahora que sabe qué es el verdadero amor, ¿no? Gracias a eso conocerá por fin el potencial de su alma… —comentó Próspero no muy seguro. Estaba claro que las demás víctimas de su hipnosis eran mucho más agradecidas.
No tenía ganas de continuar hablando ni de discutir con él, y me di prisa en salir de su caravana, cosa que lo dejó visiblemente consternado.
Caminé por la ciudad en plena noche, cruzándome con coches ruidosos, farolas y jóvenes con auriculares en las orejas. Y, sorprendentemente, esa ciudad, mi ciudad, me pareció más apagada que el Londres isabelino. Era un poco como cuando sales del cine y te preguntas: ¿Por qué nuestro mundo no puede ser tan colorido, vivo y excitante como en la pantalla?
Al llegar a casa, lo primero que hice fue ir al baño. Sentada. Una actividad que nunca me había puesto tan contenta.
Luego me duché a conciencia y, mientras el agua me salpicaba, pensé que el viaje al pasado no había sido del todo inútil, puesto que había aprendido algo: que tenía que aprovechar la vida. Y que quería escribir. Ya había desaprovechado demasiados años con una profesión equivocada. Al día siguiente me despediría.
Arrivederci
a los alumnos, a los padres de los alumnos y a las reformas educativas que podían inducir al suicidio a cualquiera que les buscara sentido.
Una vez tomada la decisión, mientras me secaba, se me ocurrieron innumerables historias que podría escribir; el bloqueo mental de tantos años se rompía de golpe. Las ideas salían a raudales de mi imaginación: el cuento de Cenicienta, Blancanieves y Rapunzel, que descubren que todas están casadas con el mismo príncipe. O la historia de una mujer triunfadora que se transforma en hormiga. Y el relato de Jack el Destripador en versión musical (yo no he dicho que sólo salieran buenas historias). Me senté a la mesa de la cocina con bolígrafo y libreta, y estuve escribiendo toda la noche. Por la mañana, con la excitación de unos cuantos cafés, me encaminé a la escuela para hablar con mi vieja directora y despedirme. La directora era una mujer sumamente correcta que me despreciaba profundamente por no tener ningún talento en muchos ámbitos que para ella eran importantísimos: puntualidad, orden, cálculo mental. Esto último era especialmente trágico porque yo impartía matemáticas.
Cuando entré en su despacho, la vieja señora estaba sentada a su mesa, inclinada sobre un montón de expedientes. De hecho, siempre estaba inclinada sobre un montón de expedientes. Frente a aquella mujer, la reina Isabel, a la que había conocido en el pasado, parecía una pasota. Siempre había pensado que la última vez que se rió debió de ser hacia el año 1972.
Le expliqué que me despedía porque quería dedicarme a escribir, que dentro de mí vivía el alma de un escritor. Y, llevada por la euforia, también le confesé que se trataba del alma de William Shakespeare.
Al concluir mi discurso, la vieja amargada se tronchaba de risa. Entre carcajadas iba soltando frases como: «qué bueno», «no puedo parar de reír», «no me reía tanto desde 1972» y «vaya, hombre, acabo de mearme encima».
Consecuentemente, decidí no explicarle a nadie más el asunto de Shakespeare, ni siquiera a Holgi. No quería que volvieran a reírse de mí. Salí de la escuela y respiré hondo. Me embargaba una sensación de felicidad inusitada: haber encontrado el valor para seguir la disposición artística de mi espíritu, la escritura, me daba unos ánimos increíbles. Paseé por las calles como extasiada. Así debieron de sentirse los esclavos liberados por Abraham Lincoln cuando caminaban por los campos.
En plena sensación de felicidad sonó el móvil. Era Holgi y, antes de que pudiera decirle nada, me acordé de que en el pasado había comprendido que lo tenía muy abandonado. Así pues, empecé a hablar a borbotones: le expliqué que él era mi mejor amigo, que yo nunca había reconocido suficientemente su valía y que nunca, nunca, nunca más lo mandaría a paseo si venía de noche a mi casa porque el «amor de su vida» lo había engañado con un lanzador de disco ruso…
Al acabar el discurso, Holgi lloraba emocionado y sollozaba frases como: «qué bien», «yo también te quiero, Rosa», «no era un lanzador de disco ruso, era un lanzador de martillo ruso», «de hecho, era de Albania», «pero tenía una buena herramienta», «nunca había visto una herramienta como la suya», «le daba un nuevo significado a la expresión “a macha martillo”».
Lo escuché atentamente todo el rato y volví a reconfortarlo, le di consejos, le ofrecí consuelo y me sentí bien haciéndolo. El amor por mi amigo, junto con el amor por la escritura, hizo que mi corazón casi estallara de alegría. Estaba cambiando definitivamente. ¡
Bye, bye
, cliché!
Holgi se sonó con un pañuelo y luego preguntó:
—¿A qué hora salimos esta tarde?
—¿Salimos?
—Para ir a la boda de Jan.
Hello again
, cliché.
De repente volvía a aparecer lo que había reprimido completamente desde mi regreso del pasado: que Jan y Olivia iban a casarse ese mismo día y que yo seguía sin saber si ellos dos eran almas predestinadas a estar juntas a través de los siglos, o si Jan y yo estábamos unidos en un amor eterno. Sí, claro, el día antes en la consulta (por el viaje al pasado me daba la impresión de que hacía muchísimo tiempo), Jan me había dicho sin andarse por las ramas que Olivia y él estaban hechos el uno para el otro y había desbarrado con no sé qué de la «madurez de su amor». Pero, madurez arriba, madurez abajo, Essex, o sea, el alma de Jan, quiso besarme en el pasado, ¡y eso que yo me encontraba dentro del cuerpo de un hombre!
Le pedí a Holgi que pasara a recogerme más tarde, cerré el móvil, conduje hasta casa, me preparé una buena taza de té y me arreglé para la boda. Mientras lo hacía, deseé oír la opinión de Shakespeare, que tanto había temido en nuestra visita al alquimista. ¿Qué me aconsejaría? ¿Hacíamos pareja Jan y yo? ¿O la que estaba hecha para él era Olivia? Sentía la imperiosa necesidad de hablar de ello con alguien que estuviera al tanto de todo y que, por lo tanto, pudiera juzgar. Y al desear tanto charlar con Shakespeare, de pronto me di cuenta de cuánto lo echaba de menos.
Cuando aún me hallaba en el pasado, el bardo me ponía de los nervios, pero me era muy cercano. Bueno, eso probablemente se debía sobre todo a que estábamos juntos en un mismo cuerpo, pero con él no me había sentido sola por primera vez en mi vida. Incluso en los años en que estuve con Jan me había sentido sola muy a menudo porque siempre tuve la impresión de que no le llegaba a la suela de los zapatos.
Mi mirada se posó en las historias que había escrito frenéticamente durante la noche. ¿Qué le habrían parecido a Shakespeare? A lo mejor habríamos podido reescribirlas juntos. ¿Y nuestro soneto de verano? De pronto se me ocurrió una idea: si supiera exactamente a quién dedicábamos el poema, a quién considerábamos más hermoso que un día de verano, los últimos versos podrían cobrar aún más fuerza. Hasta entonces no tenía un destinatario concreto. ¿Quién podría haber que fuera tan hermoso? ¿Jan?
En aquel instante deseé de veras tener de nuevo a Shakespeare conmigo para hablar de todo aquello: de la escritura, del amor.
Pero como bien dicen, «cuidado con lo que deseas…».
Después de embutirme en mi vestidito negro y de ponerme mis únicos zapatos de tacón en el pasillo, la vista se me nubló de repente y perdí el conocimiento.
Lo primero que noté al despertar fue que no tenía los pies en firme. Bajé la vista y reparé en que llevaba puestos unos zapatos de tacón alto y fino. Y en que tenía el cuerpo cubierto con una especie de vestido. Desconcertante. ¿Quién me había ataviado de tan grotesca manera? ¿Había sido el alquimista? Pero ¿por qué iba a hacerlo? ¿Me encontraba todavía en su casa?
Eché un vistazo a mi alrededor: no estaba en casa de Dee, sino en una casa en el extranjero. En una pared había un cuadro peculiar. En él, un hombre desnudo, que a juzgar por la inscripción respondía al nombre de Davidoff, se revolcaba en las olas azules de un mar esplendoroso. ¿Quién colgaba en la pared un cuadro tan atrevido?