—Soy… William Shakespeare.
—¡No lo eres! —grité desesperado.
—¿Por qué estáis aquí? —quiso saber el conde—. ¿Sois amante de la reina?
—No, no lo soy.
—Entonces, los dos hemos tenido suerte —replicó desperezándose.
¡Incluso se desperezaba igual que Jan!
—¿Qué hacéis aquí? —me preguntó.
—Debo ayudaros a conquistar a María.
—María —suspiró enamorado.
Sus ojos verdes miraron con añoranza a la lejanía. Y yo sentí un soplo de celos. Era totalmente absurdo. ¡Aquel hombre no era Jan!
—María es el amor de mi vida —dijo con melancolía.
—Por mi experiencia, el amor de la vida no dura toda la vida —contesté con tristeza.
—Entonces no sabéis qué es el verdadero amor —contestó despectivamente.
—Eso… puede ser —dije tragando saliva, puesto que, según Próspero, mi tarea consistía precisamente en descubrir eso en el pasado.
—No sé cómo podéis serme de ayuda con vuestra falta de conocimientos, Shakespeare.
—Sinceramente, yo tampoco —contesté en tono apagado, y me eché en la cama de la reina.
El colchón era durísimo, cómo no iba a tener tan mal humor la reina. Dormir en una cama como aquélla debía de ser el infierno.
—¿Sois poeta? —preguntó Essex de repente, después de un rato de silencio.
—No, ¡yo soy el poeta! —exclamé.
—Yo también le escribí un poema a María —explicó Essex.
Antes de que yo pudiera replicar nada, empezó a recitarlo:
—Oh, María, cuando no te veo, siento un gran vapuleo, oh, María, a tu lado iría con brío…
El conde no era poeta.
—Oh, María, si supieras cuánto te ansío…
Haría mejor ultrajando a Irlanda y no nuestra hermosa lengua.
—¿Qué os parece? —preguntó Essex inseguro, y se dio cuenta de que mi entusiasmo era limitado. Por eso, sin esperar respuesta, dijo—: Lo sé… lo sé… Yo no soy poeta. Pero en estos tiempos alocados hay que hacer la corte a las mujeres con poemas. No con hechos. Y yo tengo otros talentos: soy valiente, soy fuerte, soy buen amante…
—Los hombres que afirman ser buenos amantes no suelen ser buenos amantes —objeté.
—¿Y vos cómo lo sabéis? —me preguntó.
—Yo… ejem… lo sé en teoría —repliqué.
Essex se echó a mi lado en la cama, se quedó tumbado muy cerca de mí y esa proximidad me electrizó como aquella vez con Jan.
—¿Podríais hablarle a María en mi favor? —preguntó Essex—. Hablarle bien de mí. Un hombre con vuestro don de la palabra tal vez podría encargarse de que María rompiera sus votos. Tal vez incluso podríais conquistar su corazón para mí.
Me miró suplicante, parecía que su vida dependiera de conquistar a aquella mujer. Eso no me gustó nada. En ese momento sentí realmente celos.
—Veré qué puedo hacer por vos —contesté, evasiva.
La esperanza brilló en sus ojos. Me dio un abrazo y dijo:
—Sois un buen amigo, Shakespeare.
El abrazo me trastornó, casi me sentí como en nuestra primera noche a orillas del mar. ¡Apenas conseguía distinguir entre Jan y aquel hombre!
Trastocada, trastornada, casi espantada, me deshice del abrazo del conde. Sólo me faltaba eso, ¡estar en el pasado y encima enamorarme!
Salí de la alcoba a toda prisa. El conde corrió desconcertado tras de mí, asegurando de nuevo que yo era en verdad su única esperanza de conquistar a María. Me dio un medallón en cuyo interior encontraría una imagen de su adorada para que la identificara. Dejé plantado a Essex y corrí pasillo abajo; al pasar el siguiente recodo me apoyé en la pared e intenté pensar con claridad: deseé encarecidamente que aquel álter ego de Jan no tuviera nada que ver con mi tarea de descubrir qué era el verdadero amor.
Pero, por supuesto, comprendí que así sería.
De algún modo.
Y entonces constaté otro problema: ¡tenía que hacer pis!
La problemática de «estoy en otro cuerpo» cobró de repente una nueva dimensión. Urdí a toda prisa un plan para poder manejar esa situación algo delicada: me aguantaría mientras fuera posible. A lo mejor conseguía descubrir qué era el verdadero amor en los próximos quince minutos y volvería a despertar en el presente. Entonces, el problema del pis se habría solucionado por sí solo. Pero notaba bastante presión en la vejiga y, cosa interesante, esa sensación en un hombre era exactamente igual que en una mujer.
Anduve arriba y abajo dando pasitos, inquieta. Cuando me asomé al patio por una ventana y vi una fuente que murmuraba contenta, lo tuve claro: no aguantaría quince minutos. Si no quería hacérmelo encima, tenía que encontrar un lavabo. Ya pensaría en cómo haría pis siendo un hombre cuando llegara el momento.
Así pues, le pregunté a una cortesana emperifollada con un vestido ancho de volantes y exageradamente maquillada que venía hacia mí:
—Perdón, ¿dónde hay un baño por aquí?
—¿Baño? —preguntó extrañada.
—Váter —aclaré.
—¿Váter? —preguntó.
—¡RETREEETEEE!
—Todas las alcobas tienen uno —replicó la mujer mosqueada, y reemprendió la marcha.
Yo esperaba que hubiera aseos públicos. Pero tanto daba, no había otra elección. Abrí la puerta de la habitación más próxima y, afortunadamente, estaba vacía. De hecho, dentro sólo había un escritorio noble con una silla aún más noble delante; parecía tratarse de una especie de despacho. A primera vista no se divisaba ningún aseo. Pero había una puerta de madera forrada de piel. Al otro lado, supuse, podría estar el baño.
Me acerqué, abrí la puerta con ímpetu, y sí, allí había un váter medieval: una gran caja de madera noble, con un agujero rodeado de cojines donde podías sentarte. O sea que podría haber meado allí tranquilamente.
Lástima que la reina ya estuviera sentada en él.
En plena faena real.
Me vio.
Y no le hizo ninguna gracia.
En verdad, habría preferido renunciar a esa visión.
La reina me miraba con extrema frialdad, la temperatura ambiente descendió perceptiblemente varios grados.
—Ejem… ¿así que está ocupado? —comenté, intentando romper el hielo.
Los ojos de la reina se fruncieron hasta convertirse en una ranura, y yo empecé a temblar.
—No es lo que creéis… —intenté tranquilizarla.
—¿O sea que no estoy sentada delante de vos en el retrete? —preguntó la reina gélidamente.
—De acuerdo, sí es lo que creéis —reconocí por fuerza.
—Alegraos de que aún os necesite para salvar Inglaterra —explicó con voz de hacha de verdugo—. Y ahora desapareced tan deprisa como podáis.
—¡Ya me voy! —contesté, cerré de un portazo y salí corriendo tan deprisa como pude para volver al pasillo.
Lo supe a ciencia cierta: la visión de la reina en el retrete me perseguiría hasta el final de mis días.
Cuando me detuve, me di cuenta de que, del susto, ¡aún tenía más urgencia! A través de una ventana, mi mirada fue a parar a los jardines del palacio y se me ocurrió que las mujeres siempre envidiábamos a los hombres porque podían mear sin problemas entre los arbustos. Así pues, decidí ir al jardín a hacer precisamente eso. Al llegar al exterior, lo primero que vi fue de nuevo la fuente, que con su murmullo hizo que mi problema se acuciara aún más. Corrí hacia el matorral más cercano y rumié cómo debía manejar la situación: decidí bajarme las medias, no tocar nada por abajo ni tampoco mirar. Para que todo se desarrollara sin manos y sin que me alcanzara el chorro, me incliné ligeramente hacia delante.
El espíritu se complicaba la vida para hacer aguas menores.
Me alivié y de repente oí ladridos a lo lejos.
¡Los perros guardianes de la reina!
Parecían perros.
Si el espíritu no se subía velozmente las calzas y echaba a correr, los perros me morderían en mis partes ¡y en el futuro yo también podría interpretar papeles de mujer en nuestro teatro!
Parecía que los perros se acercaban. Me subí las medias.
—¡Corre! —le grité al espíritu, pero no me oyó.
Ya podía ver a los perros, eran dos dóbermans que recordaban a
Zeus
y a
Apolo
, de la serie
Magnum
, aunque se los veía aún menos mimosos. De repente oí gritar a una voz en algún sitio:
—¡Correeeeeeeeeee!
Pensé que, gritara quien gritara, era una buena idea y salí a la carrera entre los matorrales, por los caminos de grava bien trazados…
Estaba pasmado, el espíritu echaba a correr. ¿Me habría oído?
Corrí y corrí, los perros me perseguían y acortaban la distancia. Deprisa.
—¡Más deprisa! —grité.
Eso también era una buena idea. Corrí aún más deprisa.
¡El espíritu podía entenderme! Mis gritos lo habían empujado a escucharme.
Por muy deprisa que corriera y por mucho que mi cuerpo de Shakespeare fuera notablemente más atlético que mi cuerpo de Rosa (lo cual tampoco era especialmente difícil), no podía escapar de semejantes perros. Aquellas bestias estaban ya a pocos metros de mí. Vi que enseñaban los dientes y pude distinguir en sus ojos una especie de ilusión por el sabroso bocado. El miedo me impedía percibir las cosas claramente, entonces oí exclamar a la voz:
—¡Trepa al muro!
Los canes casi me habían dado alcance y pronto me convertiría en comida para perros. Pero, afortunadamente, en ocasiones así la adrenalina invade el cuerpo humano. Justo cuando el mal aliento de los perros penetraba en mi nariz (¿con qué los alimentaban, con
tzatziki
?), hice acopio de mis últimas fuerzas, pegué un brinco y seguí corriendo hacia el muro. Los perros ladraban como locos y daban dentelladas al aire. Uno de ellos, un poco más grande, le dio un mordisco a la manga de mi camisa abullonada, pero sólo agarró la tela, no mi brazo.
Los perros pronto despedazarían mi cuerpo. ¿Qué había hecho yo para merecerlo? De acuerdo, sabía perfectamente qué había hecho para merecerlo. Cargaba con una gran culpa. Entonces me vino a la cabeza una idea tan obvia como espeluznante: ¿era aquel espíritu un espíritu vengador?
Alcancé el muro jadeando y trepé deprisa a lo alto, un logro que mi cuerpo de Rosa no habría conseguido ni siquiera con todas las drogas que produce el propio cuerpo. Di una voltereta en lo alto y me tiré al otro lado. Caí a plomo sobre un césped blando y oí a los perros aullar, frustrados porque les habían quitado su comida. Respiré con dificultad y me sequé el sudor de la frente.
—¿Puedes oírme, espíritu? —pregunté, intentando disimular el miedo de que se tratara de un terrible espíritu vengador.
Miré asustada a mi alrededor, pero no se veía a nadie.
—Estoy aquí dentro, espíritu.
La voz procedía realmente de mi interior. Y le pregunté:
—¿Quién eres?
—Quién voy a ser… Soy William Shakespeare.
Así pues, no sólo estaba en el cuerpo de Shakespeare, sino que también me encontraba con Shakespeare en el cuerpo de Shakespeare. La cosa se ponía cada vez mejor. El único pequeño consuelo era que no estaba con Kafka en el cuerpo de Kafka.
—¡Deja libre mi cuerpo, espíritu!
¿Shakespeare me tenía por un espíritu? Bueno, seguramente eso tenía lógica para él; en su época, la gente era supersticiosa y él no se había apuntado como yo a un seminario involuntario de regresión con Próspero. Con todo, sorprendía que aquello no fuera un simple viaje hipnótico, en el que se estimulaban y despertaban algunas áreas desaprovechadas del cerebro con ayuda de las cuales podías recordar una vida anterior. Aquella regresión funcionaba de otra manera, como un auténtico viaje en el tiempo. Así que a eso se refería Próspero al decir que los monjes shinyen habían descubierto cómo se puede enviar la conciencia de viaje al pasado. Si algún día daba con esos monjes, les daría una patada de aúpa en sus cuencos tibetanos.
—¿Me has oído, espíritu?
—Sí, habláis en voz bien alta —contesté en pensamientos. Pasé del «tú» al «vos» más respetuoso; después de todo, estaba hablando con Shakespeare.
—¿Espíritu? Te he hecho una pregunta.
No me había oído. Eso significaba que yo podía oírlo en pensamientos, pero cuando yo hacía lo mismo, Shakespeare no me entendía. Por lo visto, sólo funcionaría si lo decía en voz alta:
—Sí, puedo oíros.
—¿Eres… eres un espíritu vengador?
—No… no lo soy.
—¿Lo juras?
Quería quitarle un poco el miedo a Shakespeare, y por eso dije:
—Lo juro por lo más sagrado.
—Gracias a Dios…
—Me llamo Rosa —me presenté.
—¿Eres una mujer?
—No, ¡un caniche! —dije irritada—. Pues claro que soy una mujer.
—Eres respondona, luego eres realmente una mujer. Eso explica también tu manera poco ortodoxa de hacer aguas menores.
—Creo que en las próximas horas beberé muy poco para evitar esas situaciones —contesté.
—¿Qué significa eso…? Tú… tú… ¿no vas a salir de mi cuerpo?
—Lo siento, pero no puedo —le confesé.
—¡¿No puedes?! ¿Qué significa eso?
—Creedme, si pudiera, lo haría de inmediato. Pero el hombre que me ha enviado…
—¿Qué clase de hombre? —la interrumpí.
—Bueno… ejem… era una especie de mago…
—¡Entonces tenemos que ir de inmediato a ver a ese mago!
—Vive… vive demasiado lejos para ir a visitarlo —aclaré compasiva.
Lo de que la distancia no era tanto espacial como temporal, me lo guardé. Antes de que Shakespeare pudiera replicar, se acercó un soldado joven y grandullón.
—Eh, ¿qué haces tú aquí? —me preguntó de malos modos.
Levanté la cabeza para mirarlo y contesté ciñéndome a la verdad:
—La respuesta es bastante compleja.
—¿No serás un espía español que planea un atentado? —inquirió el soldado, y puso la mano en la espada, listo para desenvainar.
Aquella gente estaba empezando a hincharme las narices con su agresividad latente, y por eso contesté con un ligero deje de irritación:
—¿Qué espía español que preparara un atentado contestaría a esa pregunta diciendo: «Sí, soy un espía español que prepara un atentado»?
El soldado me miró muy ofendido y desenvainó la espada.