Yo, mi, me… contigo (7 page)

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Authors: David Safier

Tags: #Humor

BOOK: Yo, mi, me… contigo
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Volví a respirar.

—Bien hecho —comentó Walsingham.

—Lo mismo digo —se me escapó.

Los dos hombres me lanzaron una mirada severa. Probablemente no era buena idea hablar más de la cuenta en ese mundo anterior. Por lo tanto, cerré la boca. Drake se retiró a regañadientes con sus hombres, no sin antes susurrarme:

—Esto aún no ha acabado.

—Qué pena —dije suspirando.

¿Cuándo acabaría aquello? ¿Cuándo demonios volvería a despertar? ¿Qué había dicho Próspero? Puede darte la impresión de que vives toda una vida en el pasado. Ay, Dios santo, ¿duraría aquello muchos años?

Mientras yo luchaba desesperadamente contra la idea de tener que vivir mucho tiempo en esa pesadilla, el hombre gordo con el chaleco de colores chillones se sentó resollando en un banco, que se encorvó ligeramente bajo su peso. Se secó con un pañuelo el sudor que le cubría la frente. La situación parecía haberlo agotado, lo más probable es que hubiera perdido tres kilos en los últimos minutos y ya sólo pesara 143. El muchacho, sin embargo, corrió hacia mí y me abrazó sollozando.

—Has sobrevivido, Will…

Entonces comprendí que ése era mi nombre: «Will.»

Walsingham, el de la gorguera, se volvió hacia mí:

—Venid, enseguida.

Asentí educadamente. Quería irme de allí. Y puesto que lo más probable era que una reina viviera en un palacio, allí todo debería de ser mucho más agradable que en ese… Sí, ¿dónde me encontraba realmente? Miré por primera vez con tranquilidad a mi alrededor: parecía un teatro. Seguramente allí se representaban las obras del escritor, que ahora era yo, y el muchacho que me empapaba con sus sollozos el hombro de la camisa era muy probablemente un actor.

Por primera vez sonreí un poco: no era de extrañar que de adolescente me hubiera gustado tanto pensar en musicales, ¡en otra vida había sido escritor!

Sin embargo, no debía de ser muy popular o el tal Drake no habría querido matarme. Walsingham hizo una señal a sus soldados para que arrancaran de mi lado al muchacho. Éste se deslizó hacia el escenario quejándose con vehemencia de la viril rudeza de los soldados, aunque por su mirada podía deducirse que, en sus adentros, la encontraba muy atractiva.

—¡Vámonos! —ordenó Walsingham, cuya autoridad era realmente impresionante.

Yo también habría bailado la lambada antes que ponerme a malas con aquel hombre. O el baile del limbo. Incluso «los pajaritos».

—La reina os necesita, a vos y vuestro arte, Shakespeare.

Pensé que no había oído bien.

¡¿¡Shakespeare!?!

15

¿Yo era Shakespeare? ¿El Shakespeare de verdad? Pero, sobre todo: ¿sería Shakespeare hasta que saliera de aquel embrollo?

Bueno, en cualquier caso, mejor eso que Kafka.

Intenté recapitular a toda prisa lo que sabía de Shakespeare. Tal vez habría algo que podría ayudarme. Nunca había prestado mucha atención en clase de inglés, aunque el profesor siempre nos decía que era importante para la vida conocer bien a Shakespeare. Pero no había comentado nada de una vida anterior. Y desgraciadamente también era un muermo, tenía una voz tan soporífera que podría haber sumido en un profundo sueño incluso a un predicador del odio. Para conseguir que el curso fuera al menos un poco atractivo, un día nos llevó al teatro municipal a ver una función de
Hamlet
en la que los actores se pasaban todo el rato brincando desnudos por el escenario. Apenas entendí una palabra del texto antiguo y lo único que aprendí aquella noche para la vida fue que los actores no tienen una bonita profesión.

Estudiamos
Hamlet
durante un semestre entero. O sea que tuvimos que analizar al tipo indeciso que hablaba con espíritus y calaveras durante semanas: no era una figura con la que se identificaran los adolescentes. Al menos, los que no estaban planeando una masacre. No trabajamos otras obras, y si tenía una ligera idea de
Romeo y Julieta
era porque había visto la película con Leonardo DiCaprio. A juzgar por ella, Shakespeare era un hombre romántico que creía en el verdadero y gran amor. Igual que yo.

—Venid presto —ordenó Walsingham, el Gorgueras, en tono áspero.

Aquel hombre me daba miedo. Me flanquearon dos de sus soldados y otro abrió el portalón. Salimos del teatro, los rayos cálidos del sol me dieron en la cara —en rigor no era mi cara, pero la sentía como mi cara— y vi que me encontraba en una callejuela llena de casas de madera viejas y torcidas. El aire olía tan fuerte a orina como sólo había notado en el centro de Düsseldorf cuando acababa el carnaval. Se veían muchísimas personas, la mayoría vestidas con harapos. Una mujer, calculé que rozaba los treinta, me sonrió:

—Una noche conmigo sólo te costara veinte chelines, cariño.

Como mucho tenía la mitad de los dientes, y los que le quedaban estaban llegando a su fecha de caducidad. Su boca parecía la pesadilla de cualquier fabricante de cepillos dentales.

—¡Lárgate, ramera! —ordenó Walsingham, el Gorgueras.

—También puedo darte placer a ti, viejo —replicó la mujer—, salta a la vista que hace mucho que no has sacado a pasear la cola.

Walsingham contestó fríamente:

—Ya te buscaré si algún día siento la profunda necesidad de que me salgan forúnculos en los genitales.

Acto seguido, la puta se largó ofendida y maldiciendo a Walsingham, deseándole que «sus genitales» pasaran una buena temporada en un tornillo de banco. Walsingham, por su parte, le gritó que el tornillo de banco probablemente lo tenía ella entre las piernas. Por lo visto, en aquella época imperaba la grosería, allí no se percibía nada del romanticismo de
Romeo y Julieta
.

Los soldados de Walsingham me condujeron hasta un carruaje negro. Él se sentó frente a mí, el cochero se puso en marcha y yo contemplé por la ventana abierta las callejuelas llenas. El ruido que hacía la muchedumbre harapienta era ensordecedor. Su manera de expresarse era mucho más ordinaria que en nuestro tiempo. Y si no escuché mal, las enfermedades de transmisión sexual eran un tema de conversación muy popular. Allí, seguro que mi madre habría encontrado a alguien con quien hablar de sus hongos vaginales.

El carruaje llegó a una gran plaza donde cientos de personas se habían reunido delante de un escenario sobre el que se alzaba un gran tajo de madera. Walsingham dio la orden de detenerse al cochero. La gente vociferaba. Unos soldados subieron a rastras al escenario a un hombre encadenado y maltrecho. Los soldados empujaron al hombre sobre el tajo de madera, de modo que el cuello quedó encima y la cabeza sobresalía por delante. Estaba clarísimo: iban a decapitar al pobre hombre. La gente vociferó aún más entre risas. Había que decirlo: allí, la gente no tenía un buen sentido del humor.

—¡Larga vida a España! —gritó el prisionero.

—España vivirá más que tú —se burló el Gorgueras de Walsingham.

El verdugo levantó el hacha en el aire y el público contuvo la respiración. A mí me pareció un momento oportuno para examinar con interés el tapizado interior del carruaje.

Entonces oí un ruido sordo y, poco después, el júbilo de la masa.

—No habéis mirado, Shakespeare —censuró Walsingham cuando el carruaje volvió a ponerse en marcha.

—Pensé que sería de mala educación vomitar sobre vuestro elegante calzado —repliqué débilmente.

Durante los minutos siguientes estuve en silencio. Para mi corazón civilizado, aquello había sido demasiado. Para mi estómago, otro tanto de lo mismo. Eché de menos mi casa, mi sofá, a Holgi… ¡Jamás en la vida resistiría pasar allí unos años de tiempo percibido!

¿Qué más había dicho el mago chiflado? ¿Cuándo volvería a despertar? Cuando hubiera descubierto qué es el verdadero amor. Pero yo seguía pensando que mi amor por Jan era el verdadero amor, ¿o no?

16

A medida que avanzábamos por la ciudad, todo se iba volviendo más lujoso. Los carruajes se amontonaban en las calles, en muchas casas había picaportes dorados, apenas olía a orines y las mujeres llevaban vestidos con unos corpiños que parecían diseñados por sádicos extremadamente creativos. Casi todos los hombres paseaban con medias elegantes, o sea que las medias no indicaban una orientación homosexual, porque si todos los que llevaban medias eran homosexuales, Inglaterra se habría extinguido rápidamente. No obstante, la moda de los hombres constituía una prueba de que los diseñadores mencionados no eran heteros. Pero ¿en qué época lo han sido?

Un hombre vestido de negro, que tenía algo de monje, se irguió en lo alto de un muro de la ciudad y gritó:

—Son las doce en punto, y sereno en el Reino de Inglaterra.

El tipo debía de ser algo así como el servicio de información horaria local.

—¿Sereno? —ironizó Walsingham—. Una apreciación un tanto eufemística.

No quise preguntar por qué el clima no estaba tan sereno en el Reino de Inglaterra; al fin y al cabo, a mí me iba mucho peor que a la vieja Inglaterra.

—Que a Inglaterra le vaya bien o no depende de vos, Shakespeare.

Lo miré con sorpresa. ¿El destino del país dependía de un dramaturgo? ¿Por qué? Y si realmente era así y yo me encontraba en el cuerpo de Shakespeare, aquello no era una buena noticia para el país.

Ni para mí.

—Y si no cumplís vuestra misión también os irá mal a vos, tanto como al caballero que acabamos de ver.

¡Me lo imaginaba!

El carruaje torció por un camino de grava y subió hasta un palacio. No era el palacio de Buckingham que yo conocía por los documentales sobre la princesa Diana. Aquél era mucho menos ostentoso. Saltaba a la vista que allí vivía una reina que se preocupaba por cosas que no tenían que ver con la decoración. El carruaje se detuvo y nos recibió una guardia de soldados con unos preciosos uniformes azules y rojos. El de la gorguera les indicó con una señal que se apartaran a un lado, y los soldados se apresuraron a cumplir la orden; Walsingham era un hombre de cuyo camino te apartabas con sumo placer. Entramos en las salas de techo alto del palacio. Por todas partes se alzaban imponentes columnas, en las paredes colgaban unos enormes tapices horrorosos y muchas pinturas en las que se veían batallas medievales en las que a nadie le habría gustado participar. Walsingham me acompañó hasta una gran puerta de roble ante la que hacían guardia dos soldados. Se detuvo y me dijo:

—Quiero que me escribáis un soneto de amor.

¿Un soneto? Eso era un tipo de poema, hasta ahí llegaba, pero ¿para qué lo quería? ¿Se había encaprichado de mí? ¿Eran todos homosexuales?

—No será para Inglaterra, ¿verdad? —inquirí.

—No —replicó, y de repente afloró en él algo parecido a un sentimiento—. Quiero entregárselo a una mujer muy especial.

¿Aquel hombre tenía sentimientos? ¿De quién podía haberse enamorado alguien como él? ¿De la bruja mala de Oz? Walsingham se dio cuenta de que lo estaba mirando con escepticismo y recuperó de inmediato la severidad, me agarró por el brazo y se dirigió a la puerta de roble. Los soldados la abrieron velozmente y entramos en una sala al fondo de la cual había una mujer sentada en un trono dorado. Debía de rondar los cincuenta, llevaba un imponente vestido blanco y dorado con corsé y lucía una diadema en la cabeza. Su pelo, recogido en un moño, era rojizo y su cara pálida parecía decir: tengo muy malas pulgas.

—Majestad —dijo Walsingham haciendo una reverencia.

Al darse cuenta de que yo no la hacía, me dio un codazo en las costillas y yo también me incliné de inmediato.

—Dejadnos solos, Walsingham —ordenó la reina.

A Walsingham, eso no le gustó, pero se doblegó a los deseos de la reina y se fue.

—Me alegro de veros, Shakespeare —dijo la reina a modo de saludo, sin que yo tuviera la sensación de que pensara realmente lo que decía.

—Gracias —contesté esforzándome por ser cortés.

—¿Seréis tan amable de acompañarme a mis aposentos privados? —preguntó sin rodeos.

¡Oh, Dios mío! ¿Quería acostarse conmigo la reina?

17

Lo primero que volví a oír fue la voz de la reina diciendo:

—¡Hacedlo por Inglaterra!

Lo siguiente que vi fue a la propia reina. ¿Por qué estaba ante ella? ¿Cómo había ido a parar allí? Hacía un momento, Drake se disponía a cortarme la cabeza con su espada. ¿No lo había conseguido? ¿Tal vez yo ya estaba muerto?

—No temáis, mi querido Shakespeare, no pretendo seduciros —dijo la reina sonriéndose.

Me vino a la cabeza, no sin cierta vanidad, la pregunta: ¿Por qué no? ¿No me encontraba lo bastante deseable?

Me dispuse a plantear la pregunta, pero mis labios no obedecieron y sólo oí salir de mi boca:

—Qué alivio.

Pero yo no quería decir eso.

Además, ¡tampoco era prudente decir algo así!

—¿Os sentís aliviado porque no pretendo seduciros? —me preguntó la reina fríamente—. ¿No me encontráis deseable, joven?

—Bueno, ejem… nosotros dos… no sería apropiado… —dije para salir del apuro.

—Vaya, vaya. ¿No sería apropiado? ¿Y por qué no? —inquirió.

¿Qué debía contestar? ¿Que yo realmente era una mujer en un cuerpo de hombre? Entonces me habría hecho encerrar en el manicomio y no costaba imaginar que, en aquella época, esas instituciones no serían precisamente acogedoras. Así pues, sin darle más vueltas comenté:

—Soy demasiado joven para vos.

¿Demasiado joven para la reina? Dios mío, ¿qué había dicho mi boca? ¡En presencia de la reina no estaba permitido mencionar su edad!

Quería dejar de soltar tonterías. Pero no podía parar, mi boca no parecía unida a mi conciencia. Tampoco podía darle órdenes a mi cuerpo: yo quería salir corriendo, pero él no me obedecía, y yo ni siquiera me lo notaba. Era como si un espíritu se hubiera apoderado de mí. Sí, eso debía de ser, ¡estaba poseído por un espíritu!

La reina me miró sombría.

—Ejem… quiero decir… es culpa mía, naturalmente…, no vuestra… —balbuceé atemorizada.

—¿No es mía? —insistió.

—No, claro que no… Tampoco parecéis tan vieja.

—¿Tan viejaaaa?

Por el amor de Dios, ¿aquel espíritu quería llevarme al cadalso?

La reina me miró fríamente. La frente se me cubrió de sudor y continué hablando con nerviosismo:

—No sois vieja… Como mucho tenéis cincuenta y cinco años… o algo así…

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