Yo, mi, me… contigo (4 page)

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Authors: David Safier

Tags: #Humor

BOOK: Yo, mi, me… contigo
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—Y ahora, damas y caballeros, ¡el incomparable, el único, el mítico mago Próspero!

Sonó una música envolvente y salió a la pista un hombre que parecía un comparsa sacado de una película de vampiros: era alto y flaco, tenía unos ojos negros de mirada penetrante y vestía ropa negra. Por encima, una capa ancha y negra. No costaba nada imaginarlo durmiendo en un ataúd con tierra de su Transilvania natal. Al llegar al centro de la pista, anunció con una voz que sonó mística:

—El alma de las personas es inmortal y renace una y otra vez.

—Ojalá no sea siempre de maestro —se burló Axel.

«Ojalá no sea de mí», completé en pensamientos.

—Aprendí —prosiguió Próspero— el venerable arte de la regresión con los monjes shinyen en el Tíbet. Ellos me mostraron que en otro tiempo fui un poderoso guerrero del príncipe mongol Ablai Khan.

—Y todos se tronchaban de risa a sus espaldas —siguió bromeando Axel.

No me reí con su broma, el hombre de la pista me impresionaba. De alguna manera, removía algo en mi interior, como si estuviera a punto de anunciarme una profunda verdad.

—Ahora —explicó Próspero con gestos ceremoniosos— trasladaré a alguien del público a una vida anterior. Y ese espectador descubrirá todo el potencial de su alma inmortal y podrá utilizarlo. ¡Se encontrará a sí mismo!

Esa promesa me pareció bastante imponente.

—¿Algún voluntario? —preguntó Próspero, mientras paseaba por la pista majestuosamente ondeando la capa.

—Ser voluntario nunca es bueno —comentó Axel.

Próspero se acercó al público y yo me sentí de repente inquieta. No me escogería precisamente a mí para bajar a la pista, ¿verdad? No me gustaba ser el centro de atención y, con mi visita a la clínica dental, había superado con creces mi necesidad de actuaciones penosas en esta vida. Aunque, curiosamente, me asaltó una sensación aún más honda: algo se agitaba dentro de mí, me daba miedo sumergirme en una vida anterior. Qué tontería, si yo nunca había pensado seriamente en la reencarnación. Además, mi intelecto sabía que eso no existía y que el tipo que paseaba por las filas de espectadores era igual de serio que un trilero albanés. O que un vendedor de productos financieros.

Intenté tranquilizarme. Había muchos espectadores en el público y, además, yo estaba sentada bastante arriba en la grada: fijo que el hipnotizador se decidiría por otra persona. Con todo, cuando se acercó seguro a nuestra grada, empezó a temblarme todo el cuerpo.

8

Mientras tanto
,

en la vida de William Shakespeare

Londres, 13 de mayo de 1594

—William, a nadie le gusta un final desgraciado en una comedia —me reprendió Kempe con su potente voz de barítono mientras caminábamos de madrugada por las estrechas callejuelas de Southwark.

Entre las casas inclinadas había vendedores y vendedoras ofreciendo a voz de grito su mercancía: ocas, sandalias o su propio cuerpo. Sí, señores, en Southwark, la ley de Londres no tenía ninguna influencia. Gentes de mal vivir, como prostitutas o actores, podían respirar allí libremente, aunque respirar libremente sólo procuraba un placer relativo gracias a los numerosos mendigos que orinaban en las calles.

Los burdeles estaban permitidos en Southwark, igual que los teatros. Por eso el dueño de nuestro Rose Theatre, el siempre avaro Philip Henslowe, había abierto un prostíbulo justo al lado del Rose, adonde atraía a los espectadores después de la función. No era de extrañar, pues, que siempre me exigiera condimentar mis obras con muchas escenas de amor turbulentas.

—Will, ya tuvimos la peste en la ciudad… —prosiguió Kempe.

Con sus estridentes calzas amarillas y su chaleco de colores alegres y chillones destacaba en la multitud. A su lado, a mí se me veía realmente pálido con mi última camisa de lana (literalmente, pues la penúltima tuve que dejarla en la alcoba de Drake).

—… así que haz el favor de reescribir el final de
Trabajos de amor perdidos
y haz que todos se casen.

—Entonces la obra será una tragedia —repliqué.

Kempe frunció el ceño, y le expliqué:

—En la comedia, la pareja de enamorados se une siempre en el quinto acto. Pero si hubiera un sexto acto, ese acto mostraría el transcurso del amor, y la comedia se transformaría en tragedia.

—William —dijo Kempe compasivo—, tienes una visión muy triste del amor.

—Realista —repliqué, y añadí—: La visión realista del amor es siempre triste.

—Will, espero de todo corazón que algún día consigas curar tu alma. De lo contrario, mucho me temo que nunca llegarás a ser un dramaturgo brillante.

Antes de que pudiera replicar a Kempe, vi delante del Rose a una joven de baja estatura y cabellos negros. Era Phoebe, la hija de Henslowe, el dueño del teatro. Phoebe bizqueaba un poco y no era en absoluto una belleza, pero tampoco era tan fea como para preferir emigrar a las colonias salvajes antes que mirarla.

—Ahí tienes a tu admiradora —dijo Kempe sonriendo burlón, y antes de entrar en el teatro, me advirtió—: Trátala bien o Henslowe contratará a otra compañía para su teatro.

Phoebe se me acercó y me preguntó tímidamente:

—Querido William, ¿has leído la carta que pasé ayer por debajo de tu puerta?

—Sí —mentí sin ambages.

Evidentemente, no la había leído, puesto que después de mi excursión nocturna a nado por el Támesis tuve que meterme a toda prisa en la cama para entrar en calor.

—¿Apruebas mi deseo? —preguntó Phoebe esperanzada.

—Sí, claro —la seguí engañando.

Fuera lo que fuera lo que había escrito en la carta, yo no quería ni podía ofender a la hija del dueño del teatro.

—¿De verdad? —preguntó.

—Por supuesto —contesté.

—Entonces, ¡esta noche me desvirgarás! —Phoebe me miraba radiante.

Me dio un ataque de tos.

—¿Te ocurre algo?

—No… no… —dije, y seguí tosiendo.

—¿Lo harás? —preguntó visiblemente turbada.

Contemplé su escaso atractivo, tragué saliva y me dije: ¡un hombre debe hacer lo que un hombre debe hacer!

—Pero debemos tener cuidado de que mi padre no se entere —explicó Phoebe—, porque si se entera tendrás que casarte conmigo. Y si te niegas, te torturarán sus esbirros.

Vaya, la cosa se ponía cada vez más alegre.

Me pregunté si no debería revelarle que yo ya me casé en su día, pero decidí que no. Nadie en Londres tenía por qué conocer la suerte que había corrido en mi ciudad natal.

Por lo tanto, esforzándome por ser encantador, dije:

—Ven a medianoche a mi modesto aposento.

Phoebe me dio un beso en la mejilla y se fue con paso alegre, mientras yo me juraba que el resto de mi vida leería todas las cartas justo al recibirlas. Apenas había concluido ese juramento, de repente oí pisadas de caballos y un fuerte griterío. Miré a mi alrededor y vi que los comerciantes, los pedigüeños y las prostitutas saltaban despavoridos a un lado para evitar ser pisoteados. A lomos de los corceles iban unos hombres vestidos con ropa aristocrática, unos hombres que nunca se veían en Southwark, sólo en la corte de la reina. ¡Y en cabeza cabalgaba sir Francis Drake!

—William Shakespeare, ¡te reto a un duelo! —gritó por encima de la algarabía.

En verdad, me dije, el valor, la energía y la temeridad de aquel hombre sólo eran superados por una cualidad: su testarudez.

9

—No te preocupes, el hipnotizador no puede vernos aquí arriba.

Axel se había dado cuenta de que yo estaba temblando de miedo. Me cogió la mano para tranquilizarme. Suave y cariñosamente. Eso me sorprendió, puesto que solía ser más bien sobón. Lo miré y me sonrió ensimismado. ¿Había cierto enamoramiento en su mirada? Eso era prácticamente imposible. Axel no era de los que se enamoraban. Y menos aún de alguien como yo. ¿O tal vez sí? ¿Porque yo era la única que le había dado calabazas durante años? Retiré mi mano de inmediato. Los ojos de Axel parecieron entristecerse por un breve instante. Dios mío, ¿no estaría de verdad…?

Me apresuré en mirar al frente, y vi que Próspero se estaba acercando. El corazón me latió más deprisa. El mago venía directo hacia nosotros. Como si notara mi presencia. Estaba a tan sólo dos filas. Se me paró la respiración. Pero entonces se detuvo delante de un hombre gordo y bajito.

—Venga conmigo, por favor.

—Gracias a Dios —musité, y respiré hondo.

Próspero me oyó y me lanzó una mirada penetrante. Luego bajó a la pista con el hombre.

Un sudor frío me cubrió todo el cuerpo. Seguramente tendría que volver a ducharme antes de mi rollito de una sola noche.

Axel intentó cogerme de nuevo la mano, pero esta vez la retiré antes de que se acercara demasiado, y también me aparté de él. Ese rechazo, al que no estaba acostumbrado, hizo que se pusiera a parlotear:

—Rosa, ya sé que piensas que soy un ligón… y que sólo quiero acostarme contigo, pero yo no quiero acostarme contigo…

—Vaya, ¡muy amable! —dije, sonriendo burlona.

—Perdona, no quería decir eso… Es sólo que… he cambiado… Ya he cumplido los treinta y cinco… y ahora busco algo sólido en la vida…

Típico. Precisamente cuando, por una vez en la vida, yo quería un rollo de una sola noche, el donjuán de las maestras maduraba.

No quise continuar con la conversación y le indiqué a Axel que callara. Asintió confundido y miramos hacia la pista. El hombre rechoncho le estaba confesando al mago que tenía poca autoestima y yo pensé: «Bienvenido al club.»

Próspero explicó pomposamente que enviaría a aquel hombre tímido a una vida anterior y, gracias a ello, descubriría el potencial de su alma inmortal. El mago gesticulaba y matizaba las palabras como si hubiera asistido a la escuela de Klaus Kinski para sobreactuaciones. Próspero cogió un gran péndulo dorado, el gordinflón lo miró fijamente y cayó en trance con los conjuros del hipnotizador. Entonces, de repente empezó a hablar en inglés con un acento muy marcado:


Where am I?


What’s your name?
—preguntó a su vez Próspero.

—William Cody —contestó el hombre.

Axel me susurró al oído:

—William Cody… es Buffalo Bill, el héroe del Oeste.

El hombre gordo y bajito se levantó, de repente no sólo hablaba en otra lengua, sino que ya no vacilaba. Próspero le pidió a su ayudante que fuera a buscar a toda prisa las armas de la mujer pistolera del circo. El gordinflón empuñó los Colts y apuntó hacia el público. Todos temimos que acabaríamos siendo actores secundarios en una próxima masacre, y nos agazapamos. Pero antes de que el pánico aumentara, Próspero intervino y animó a Cody a ejecutar algún número de tiro. Lo hizo, ¡y cómo! Primero en dianas, siempre en el blanco. Acto seguido, disparó a unas velas encendidas y, para acabar, echó a volar a un papagayo del circo. El ave aleteó por debajo de la cúpula y Cody disparó tres veces al animal. Pero éste no cayó al suelo, sino que continuó aleteando despavorido. Tres plumas arrancadas de un disparo limpio descendieron planeando lentamente hacia la pista.

—Para sorprender a propios y extraños, pistoleros y protectoras de animales —intentó bromear Axel, pero yo no escuchaba; la transformación del gordo inseguro era demasiado fascinadora y emocionante.

Próspero le pidió a Cody que volviera a mirar el péndulo, y éste regresó a su antiguo «yo» alemán y vacilante. Con una pequeña diferencia:

—¿Cómo se siente? —le preguntó el hipnotizador.

—Más valiente —contestó el hombre, sonriendo satisfecho.

El público prorrumpió en aplausos. Y yo también.

Por primera vez en mi vida le tenía envidia a un gordo.

Cuando Axel y yo salimos de la carpa después de la función, nos hizo falta un rato para volver a charlar. Yo no tenía muy claro si me apetecía alargar la noche con él. Evidentemente, Axel notaba mis reservas. Confuso, me preguntó si quedaríamos otro día. Aquel hombre buscaba realmente una relación. Precisamente él. Precisamente conmigo. ¿Podía ser más absurda la vida?

Habría sido injusto dejarle creer que yo también buscaba algo sólido.

—Axel, ¿puedo serte sincera?

—Pues claro, Rosa.

—Yo sólo quería pasar contigo una noche agradable.

—De acuerdo… —dijo, y respiró hondo—. Eso ha sido sincero.

—Y ahora ya no quiero ni eso.

—Eso casi ha sido demasiado sincero.

—Porque tú buscas una relación y no jugaría limpio contigo.

—Bueno —dijo Axel con una sonrisa algo forzada—, también puedo soportar un poco de juego sucio.

—Pero a mí no me gusta jugar sucio —repliqué suavemente.

Axel estaba afectado. Y su vulnerabilidad me conmovió: el donjuán tenía corazón, y sentimientos. Y le sentaban bien. Pero tenía una pega decisiva: no era Jan.

Después de que Axel se despidiera, me compré un algodón de azúcar antifrustración, caminé mustia con él por el circo de noche y me fijé en que un gordinflón bajito, que había sido Buffalo Bill, se dirigía a una de las caravanas. Parecía contento y satisfecho. No era de extrañar: Próspero le había enseñado el potencial de su alma. Ni idea de cómo, probablemente todo había sido una farsa. Más aún, ¡seguro! No obstante, deseé un poco de esa maravillosa farsa: Jan iba a casarse con otra, yo tenía una profesión que me producía más o menos la misma alegría que una erupción súbita de acné y no sabía qué hacer con mi vida. Ni siquiera me las apañaba con un rollito de una sola noche. Si mi alma tenía algún potencial, yo no tenía la más remota idea de cuál podía ser.

10

Mientras tanto
,

en la vida de William Shakespeare

Al parecer, a la vida no le complacía complacernos, conjeturé cuando el caballo de Drake se detuvo delante de mí. La vida era más bien un sádico jovial y yo era su víctima predilecta.

—Ahora ya no podrás huir de mí —tronó el héroe de Inglaterra mientras sus hombres me rodeaban.

Efectivamente, la huida ya no era una opción.

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