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Authors: Eduardo Mendicutti

Tags: #Humor, #Erótico

Yo no tengo la culpa de haber nacido tan sexy (16 page)

BOOK: Yo no tengo la culpa de haber nacido tan sexy
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Y entonces sucedió lo que yo había ido buscando que sucediese, aunque con otro desenlace. Al tiempo que el toque de campanas llenaba de serenidad el día y los hombres iban suspendiendo sus actividades gimnásticas, yo fui sumergiéndome en una especie de sopor muy fluido y cada vez más delicioso, hasta caer en un profundo recogimiento. En un rato cuya duración se me escapa y que, habida cuenta del modo en que después trascurrieron las horas, no sería posible calcular, todo cuanto me rodeaba se transfiguró. Aunque puede que no fuese mi entorno el que se transfigurase, sino que yo me viese trasladado a un lugar para mí hasta entonces desconocido, tal vez por mi asumida y apacible condición de varón, tal vez porque mi tendencia al éxtasis, afianzada ya en su fase contemplativa, había experimentado un empujón importante. El caso es que, de un modo u otro, entré donde no supe, y me quedé no sabiendo, pero cuando allí me vi, y aun sin tener una idea mínimamente precisa de lo que me pasaba, empezó mi entendimiento a hacerse cargo de algunas cosas que antes o me parecían incomprensibles o las comprendía de un modo completamente equivocado. Por ejemplo: la contemplación no consiste en quedarse boquiabierto y pasivo, sino en poner todo cuanto se es al servicio de una visión tan fuera de lo común y tan deslumbrante que te hace vibrar como un martillo neumático, pero sin estridencias. Comprendo que la comparación no es muy refinada, pero no se me ocurre nada que refleje mejor cómo me sentí yo durante el tiempo —tremendamente dilatado, sin que yo me apercibiese hasta el final del calibre de la dilatación— en que permanecí, embebido y ajenado, dentro de lo que yo llamaría, aun a riesgo de quedar totalmente paradójica, un arrobo activo. Me supe ingrávido, y supe que a mis pies les sobraban las botas deportivas que había utilizado para corretear con sudor y bastante ajigamiento por las afueras del santuario, y sentí un desfallecimiento severísimo, pero que nada tenía que ver con la debilidad, sino más bien con el desprendimiento de cuanto yo había sido hasta entonces. Me sentí liviano, como si hubiese soltado todo el lastre de mi vida terrenal, y hubiera dicho que flotaba de no ser porque me adiviné alzada por unos brazos fuertes a la vez que cuidadosos, y adiviné mi cabeza reclinada sobre un tórax compacto pero tan acogedor y cálido que resultaba mullido, y me supe trasladado con el esmero recio y a la vez enormemente cuidadoso que utiliza siempre un bravo soldado para trasladar a lugar seguro a otro bravo soldado malherido, y me supe en el regazo del Amado. Abajo, en la vida perecedera, alguien dijo:

—Nada grave. Una lipotimia.

Todo era claro, leve, transparente. El rostro del Amado, en medio de una bruma poética y confortable, contemplaba mi desmayo con halagadora delectación. Unas manos fornidas, aunque temblorosas, acariciaban mi barbilla, mi cuello, mi tórax, mi cintura, mi entrepierna. Yo gemí. Un relámpago de carne estalló en mis ingles. Yo seguía traspuesto, pero ya no tanto, por lo visto, como para no comprender que aquello era una señora erección. Y aquello sí que no había facultad ni ciencia que lo pudiese entender, ni en pleno éxtasis. No tiene más remedio que ser una erección retrospectiva, me dije. O un malentendido mayúsculo. O una jugarreta que me hacía la madre naturaleza por andarme con aquel trajín de ida y vuelta, aunque fuese con altas miras e inmejorable intención. O lo que, a la postre, resultó ser: una pesadilla hormonal de la que me sacó, con la contundencia de un antidisturbios, el grito indignado y escandaloso de aquel hombre:

—¡Es una mujer! ¡Es una mujer!

Volví en mí con el tiempo justo y por el tiempo preciso para ver cómo el hombre maduro —pero muy bien conservado— que tanto había alabado mi varonil apostura salía despavorido de mi habitación. Luego, desmadejada sobre mi cama, caí de nuevo, si no en el éxtasis, sí en la lipotimia. Y si el éxtasis es multicolor, aromático y sabroso, la lipotimia es incolora, inodora e insípida.

Me despertó del todo, cuando ya anochecía, un Dany descompuesto, con una enérgica y perentoria carta de la dirección del establecimiento en la que se me ordenaba salir inmediatamente de allí.

Cuarta morada

Al monasterio de Nuestra Señora del Descanso llegué sola, completamente femenina y en un momento crucial.

Sola porque, habida cuenta de que en San Juan de La Jara habíamos pagado por adelantado una semana entera y «si se acortase la estancia, no se procederá a devolución alguna, salvo en caso de demostrada responsabilidad de la hospedería», Dany me propuso que él permaneciera allí para amortizar al menos lo que habíamos pagado por su habitación, mientras yo, en ese tiempo, podía refugiarme y reencontrarme conmigo misma en un relativamente cercano cenobio de monjas del Santo Sepulcro —también llamadas mortajeras—, en cuyas celdas de hospedaje temporal sólo admitían a mujeres; femenina de la facha al tuétano después de desbaratar en menos de un cuarto de hora, en la misma habitación del motel de carretera en la que me había empachado de aspecto viril cuarenta y ocho horas antes, todo aquel tinglado de cambio de personalidad, me había esponjado enseguida dentro de mí como una reina, de modo que, aunque discreta, yo volvía a ser Rebecca de Windsor, una mujer inconfundible e interesante; y en un momento crucial porque, cuando llegué al pueblo que se arracima junto al monasterio como una camada de cachorros empeñados en mamar al mismo tiempo de las tetillas de la madre —pueblo que se llama, muy apropiadamente, Quejumbres—, todo el mundo estaba excitadísimo por dos acontecimientos que, al parecer, traerían al lugar cambios grandes y, con toda seguridad, penosos.

Llegué con mi utilitario, y con ese instinto para orientarme que he tenido siempre, a la plaza que allí llaman del Cabildo, y nada más aparcar me vi rodeada de una patulea de chiquillos curiosos y desconfiados que, como se limitaban a mirarme con la enemistad con que se mira a quien viene a estorbar, consiguieron ponerme frenética antes de bajarme del coche. Se abrió la puerta de la casa frente a la que había aparcado y apareció una mujer mayor que yo, sin lugar a dudas, pero arreglada como si tuviera veinte años menos de los que aparentaba. No había más que verle la cara para comprender que hasta a Fidel lo recibirían en Miami con más cariño.

—¿Qué se le ha perdido por aquí, forastera? —me preguntó, como si fuera el chérif; con la misma guasa y el mismo desplante, como si yo estuviera allí con el propósito de llevarme las vacas.

—Vengo a retirarme unos días al monasterio, donde me han dicho que admiten transeúntes. ¿Algún inconveniente? —dije yo sin apocarme, procurando dejar claro que era una mujer libre en un país libre.

—Si se encierra y no incordia, allá usted —dijo ella—. Pero el otro día llegó al pueblo, de ni se sabe dónde, un perro que no hacía más que husmear por un lado y por otro, y los chiquillos lo echaron a pedradas.

Naturalmente lo suyo habría sido decirle que una perra lo sería ella, pero tampoco se trataba de ponerse al nivel de una pueblerina. Y de una pueblerina estrafalaria, además. Porque la ropa que llevaba o era de su hija —y, en ese caso, en aquel pueblo la moda femenina se había parado en los cincuenta—, o la había sacado del desván donde había estado guardada en alcanfor treinta años y se la había encasquetado por las buenas, sin sacarle siquiera las costuras, y a saber con qué intención. Quizás era una desgraciada que no estaba en sus cabales y le había dado de pronto por sentirse mocita y arreglarse, con ropa del año catapún, como si lo fuera.

Tengo que reconocer que, por un momento, estuvo a punto de enredárseme en las entendederas un pensamiento de los que te dan agobio y de los que no te puedes librar durante muchas horas, porque se me ocurrió que, si era verdad que aquella mujer pretendía rejuvenecer por el sencillísimo sistema de vestirse de muchachita, la cosa no era tan diferente de lo que yo había hecho cuando, por querer ser hembra, me ponía ropa femenina, me pintaba como una puerta y me iba a tontear con los niñatos de la Colonia. ¿Y si aquella señora, de verdad, se sentía joven? ¿No era cometer un escarnio el chuflearse de ella sólo porque, por fuera, tenía pinta de carcamal? A lo mejor si me amenazaba con que los chiquillos me echasen a pedradas del pueblo era sólo porque estaba escarmentada de malos tratos y lo que buscaba era librarse al menos de los que le podía dar yo. Miré a los chiquillos, y la verdad es que no parecían formar parte de la familia Trapp. Pero al menos uno de ellos, de unos diez o doce años, tenía una sonrisita de persona mayor con retranca que me tranquilizó, porque me di cuenta de que estaba dispuesto a echarme una mano, en caso de verdadero apuro, aunque seguramente no por amor al arte; en cualquier caso, en aquel pueblo, las tarifas de guardaespaldas tampoco tenían que estar por las nubes.

—¿Qué pasa, Eulogia?

Di un respingo y me volví. La voz, de mujer muy mayor, había sonado a mis espaldas, pero sólo porque yo me había dado la vuelta para comprobar si los chiquillos parecían capaces de liarse a pedradas conmigo. En realidad, la vieja francamente decrépita que le había hecho la pregunta a la tal Eulogia acababa de salir de la misma casa de la que Eulogia había salido minutos antes, e inmediatamente comprendí que Eulogia era su hija. No es que se parecieran, entre otras razones porque resultaba imposible que aquel amasijo de arrugas unas encima de otras pudiera parecerse a nadie, pero miraban igual, fruncían los labios de la misma manera, ponían las piernas del mismo modo para quedarse quietas y de pie, y a las dos se les notaba por el mismo tonillo de la voz que habían tenido que aguantar durante mucho tiempo lo que no está en los escritos. De todas formas, eso no fue lo que más me llamó la atención. Lo que de verdad me dejó —además de turulata perdida— completamente descolocada fue ver cómo iba vestida la vieja: como si tuviera cincuenta años menos, como vestían, los domingos y fiestas de guardar, las chicas de pueblo que se iban a servir a Madrid después de la guerra. Uy, Rebecca, me dije, aturdidísima: esto de sentirse juvenil o es una epidemia, o es una tara de esta familia.

Eulogia miró a su madre desde el peinado que se había hecho, y que seguramente era una imitación casera del «Arriba España», hasta las alpargatas negras y nada acordes con el resto del vestuario —como si los pies no consintieran aquel simulacro de juventud—, y yo noté que por un momento los ojos se le llenaban de una lástima mal aguantada, como si no pudiera remediarla y, al mismo tiempo, se dijera que no había nada de lo que apenarse. Ahora se me ocurre que, en realidad, al mirar a su madre, Eulogia se miraba también a sí misma, con aquella facha, y sentía fatiga de ir así, pero ni quería ni podía reconocerlo. Después Eulogia me miró a mí y, hablando más con su propia persona que conmigo o con su madre, dijo:

—Dice que viene a hospedarse con las mortajeras.

Por el tono, más que contestar la pregunta de su madre, o hacerme la pregunta a mí de una forma retorcida, era como si cavilase en voz alta si creerme o no creerme.

—Pues que espabile —dijo la vieja, mucho más decidida que su hija, aunque me pareció que igual de desconfiada—. A las tres de la tarde, las monjas cierran a cal y canto.

Pues si eso es verdad, me dije yo, no sé por qué tengo que espabilarme. Por mi reloj, no eran más que las once y media de la mañana, aunque el día estaba encapotado y, a menos que en aquel pueblo fuese fiesta local, el ambiente no era desde luego de entre semana, con todo el mundo atareado. Era más bien como si la noche anterior hubiesen tenido allí la gran juerga y aún no se hubiesen despertado más que aquella patulea de chiquillos malencarados y Eulogia y su madre. Y a lo mejor eso explicaba que las dos mujeres fuesen vestidas de aquel modo tan mamarrachero, como si estuvieran sonámbulas y sonámbulas hubieran sacado la ropa de a saber dónde. La vieja cogió a su hija de la mano, como lo hacen las niñas en el patio del colegio durante el recreo, y dijo:

—Vamos. Como nos descuidemos, el toque a muerto va a cogernos por el camino.

Antes de que su madre, con una energía que ya la quisiera yo para mí cuando tenga la mitad de los años que tenía que tener la vieja —si es que alguna vez los tengo, que eso está por decidir—, tirase de ella sin contemplaciones y la llevase casi a rastras para cruzar la plaza, Eulogia volvió a mirarme, aunque de otra manera, hasta el punto que yo todavía no sé si estaba amenazándome o pidiéndome socorro. La verdad es que yo cada vez entendía menos. ¿Alguien estaba muriéndose y ellas iban al velatorio con aquellas pintas? ¿O las que iban a morirse eran ellas y les daba apuro que el acontecimiento las pillase de un lado para otro? ¿O acaso en aquel pueblo estaba muriéndose de repente todo el mundo y ellas pensaban escaquearse disfrazadas de mocitas en edad de merecer? Más aún: ¿qué tenía yo para ir a dar en sitios en los que alguien se estaba muriendo? Yo quería que mi conquista del castillo interior fuera como una romería alegre, luminosa, positiva, incluso lúdica, no un rosario de funerales. ¿Era la muerte, en carne propia o ajena, un trance que, para que la unión con el Amado fuera de verdad el acabóse, había que comprender, trascender, incluso disfrutar? Lo pensé y me dio un tiritón, pero estaba decidida a que ni eso, por macabro o peligroso que fuese, me hiciera flaquear. Que el Amado me perdone, pero mientras pensaba en eso, mientras trataba de aguantar el repelús, me acordé de esos ingleses —porque siempre son ingleses— que salen en los periódicos cuando se mueren mientras se hacen unas pajas la mar de complicadas, que muchos meten la cabeza en bolsas de plástico porque, por lo visto, si al tiempo que te corres te asfixias lo pasas muchísimo mejor. Después de todo, en alguna parte he leído que el éxtasis es como el orgasmo, pero en una dimensión distinta, digo yo. El caso es que si te mueres y levitas al mismo tiempo has llegado a lo máximo. Pero tampoco hace ninguna falta que llegues de sopetón a lo máximo, Rebecca, me dije; con llegar a la séptima morada vivita y coleando tenía, para ser primeriza, más que de sobra.

Dispuesta, pues, a no desfallecer, pero algo encogida, la verdad, vi cómo se alejaban Eulogia y su madre, y cómo los chiquillos las seguían con una seriedad que me dejó un poco perpleja. De pronto, no tenía yo claro si las acompañaban a secas, o las vigilaban. No sé por qué me dio la impresión de que los chiquillos estaban cumpliendo una tarea que alguien les había encomendado. Miré a mi alrededor en busca de algo en lo que apoyarme, como si acabara de perder pie. Y entonces le vi. El niño que sonreía como una persona mayor con retranca estaba allí, sonriendo de aquella manera tan suya.

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