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Authors: Eduardo Mendicutti

Tags: #Humor, #Erótico

Yo no tengo la culpa de haber nacido tan sexy (17 page)

BOOK: Yo no tengo la culpa de haber nacido tan sexy
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—Uy, por favor —dije, exagerando un poco la sorpresa con ayuda de algunos de mis recursos dramáticos—, qué susto. Qué raros sois en este pueblo, hijo.

—Tranquila. Aunque la verdad es que has llegado en un momento chungo. Menuda movida.

Hablaba como si, en lugar de ser de aquel pueblo de la Castilla profunda y descolgada de lo que es la modernidad, hubiera nacido y se hubiera criado en el Puente de Vallecas. Si no fuera un despropósito por la edad de la criatura, juraría que había vivido mucho, tenía mucho que disimular y me había calado como un verdadero experto. Por no resultar demasiado pánfila, saqué uno de mis registros de voz más insinuantes y nada recomendado para menores de dieciocho años, y le pregunté:

—¿No vas con ellos? ¿Puedo hacer algo por ti? ¿Qué es lo que pasa?

El niño puso la sonrisita un poco más guasona de lo que la tenía hasta aquel momento y dijo:

—Con ellos ya iré después. Si se me ocurre algo que pueda hacer por mí, no se preocupe que se lo diré. Y pasan dos cosas: se está muriendo la viuda del Amado, y alguien abrió hace dos noches dos tumbas del cementerio.

Quedé muda, como cabe imaginar sin tener un derrame cerebral por culpa del esfuerzo. Aquel pueblo —quien le puso Quejumbres acertó de lleno— era el túnel de los sustos y el sitio ideal para recomendárselo a alguna colega ambiciosa y sin escrúpulos como lugar de vacaciones. Tuve que hacer un esfuerzo grandísimo para recuperar la voz y lo primero que hice fue confirmar que no tenía las orejas torcidas y que había oído bien.

—¿Quién has dicho que se está muriendo?

—La viuda del Amado.

Esta vez no sé si quedé muda porque lo que sí quedé fue sumida en una profunda estupefacción. No era posible. Que yo supiera, y según las obras místicas realmente extraordinarias que leí sin descanso durante meses, el alma oye como si fuese la corriente cristalina de un manantial la llamada del Amado, luego emprende un camino que es un puro vaivén entre el disfrute cada vez mayor de la presencia cada vez más cercana del Amado y el desconcierto que provoca el comprender que para gozarlo por completo aún te queda mucho trecho por delante, después de suponer que entras en el trance prenupcial durante el cual el alma es ya puro desprendimiento y se deleita en imaginar lo que son los esponsales con un Amado que está, como quien dice, a la vuelta de la esquina, para penetrar finalmente en el tálamo propiamente dicho y ahí ya abismarte, confundirte y transmutarte, pero lo que no había oído en mi vida era aquello de que el alma pudiese enviudar y pasar el resto de su vida con la foto del Amado sobre la mesilla de noche, por expresarlo de manera gráfica.

—¿Y el Amado murió hace mucho? —le pregunté al niño, sin tomarme ningún cuidado en disimular lo confusa que me hallaba.

—Mucho —dijo el niño—. Por lo menos treinta años.

Pues vaya disgusto. Claro que, por otra parte, no dejaba de ser admirable que, después de treinta años, la muerte de su viuda causara la conmoción que el niño me había dado a entender, señal evidente de que el Amado había dejado mucha huella. La viuda estaba en las últimas y aquello era un acontecimiento de mucha enjundia en aquel pueblo que parecía haberse puesto a agonizar también todo él, como si la vida ya no tuviera sentido en Quejumbres una vez que del pecho de la moribunda escapase el último suspiro. Al menos eso fue lo que yo pensé al emparejar la agonía de aquella señora con lo vacío y silencioso que estaba todo, aunque luego tendría ocasión de hacer asombrosos descubrimientos. El niño seguía sonriendo como si disfrutase al verme tan desconcertada.

—Treinta años es mucho tiempo, ¿verdad? —dijo—. Tú tienes por lo menos treinta años.

—Mira, niño —le dije yo, recuperando un poco de mi naturaleza belicosa—, eso de los años depende de cómo se mire. ¿Tú sabes cómo se hacen las perlas? Pues dentro de las ostras. ¿Tú sabes lo que es una ostra? Vale. Pues hacen falta años y años para que a una ostra le termine de salir una perla natural, fina, carísima. Lo bueno de verdad, guapito de cara, no se hace en dos días.

—A mí todavía me queda mucho para tener treinta años —dijo entonces el niño con una tranquilidad la mar de chocantona, como dando a entender que él no había necesitado tanto tiempo para ser una perla de primera.

—Tampoco creo que vaya a servirte de mucho cumplirlos en este sitio tan raro —le repliqué, a ver si se le bajaban los humos—. ¿En este pueblo hay alguien más que esos dos esperpentos que acabo de ver vestidas como Marisol en la edad del pavo, esos niños que parecen dispuestos a comerse vivo al primero que se les ponga delante, y tú, Perlita de Huelva? ¿Dónde se ha metido la gente, si es que hay gente?

El niño, con los humos impertérritos, y dando por sentado que no ofende quien quiere sino quien puede, puso cara de tener una respuesta para todo.

—Todo el mundo está en casa de Rosa —dijo.

—¿Y quién es Rosa?

—La viuda del Amado.

—Ya. ¿Y vive cerca, lejos, en las afueras, en la capital de la provincia, en Madrid, en el extranjero? Porque se supone que aún vive, ¿no?

—Vive al lado del cementerio.

—Qué cómodo, fíjate. A lado del cementerio vive la gente que tiene verdadera visión de futuro. Por cierto: ¿En ese cementerio es donde han abierto dos sepulturas?

El niño, sin dejar de sonreír como un enterrador lleno de optimismo, dijo que sí con la cabeza. Luego me aclaró:

—Una de las sepulturas era la del novio de Eulogia, la mujer que acaba de irse con su madre. El novio se le murió el mismo día de la boda. Ella no quería ir a casa de Rosa, y por eso su madre ha tenido que venir a llevársela.

Ahora yo no entendía nada. ¿Qué tenía que ver la viuda moribunda con el novio difunto de la otra, y la madre de la otra por qué tenía tanto empeño en que su hija hiciera lo que no quería hacer? Y además, ¿por qué iban Eulogia y su madre vestidas de aquella manera? Eso último, con mi interés por hacerle frente a aquel niño tan rebobinado, se me había ido un poco de la cabeza. Así que se lo pregunté:

—¿Y por qué van Eulogia y su madre vestidas de esa forma?

—Porque eso es lo que Rosa ha mandado —dijo el niño sin pestañear, como si lo que Rosa mandase no tuviese vuelta de hoja.

Yo, como es natural, estaba ya en ascuas. Le dije al niño que por qué no me lo contaba todo un poco más despacio, que si no había un bar al que pudiésemos ir y donde pudiéramos charlar tranquilamente, que yo le invitaba encantada a lo que quisiera, pero el niño me dijo que no, que el único bar del pueblo estaba cerrado por respeto a la muerte inminente de la viuda del Amado, y eso que la viuda del Amado, además de pedir que todas las mujeres se vistiesen con ropas muy alegres cuando ella pasara a mejor vida, quería que su muerte se celebrase como si fuera una boda, porque a fin de cuentas iba a encontrarse después de tanto tiempo con su Amado de su alma, de modo que tenía que sonar la música y haber baile y correr el vino, sólo que lo de los vestidos de las mujeres lo dejó por escrito y lo de la música, el baile y el vino, se entiende que bien acompañado, no. Por eso las mujeres habían cumplido al pie de la letra, pero el único bar del pueblo estaba cerrado. Lo único que podíamos hacer era meternos en mi coche y que yo le fuera preguntando.

La historia era complicadísima y difícil de creer. Y no es que el niño se explicase mal, que se explicaba divinamente, ni que se le notara esa manía que tiene mucha gente de creerse sus propios embustes, porque la gente fantasiosa y trolera nunca se frena a tiempo y el chiquillo se paraba siempre donde se tenía que parar, que era como si estuviera leyendo una historia con todos los nombres y todas las fechas bien comprobados. Era que una está acostumbrada a las cosas corrientes de la vida moderna, e incluso a las menos corrientes, pero lo que el niño me contó era como del siglo pasado, como si en aquel pueblo el tiempo llevase un montón de años sin moverse. Eso sí, me tranquilizó mucho enterarme de que el Amado no era el que yo me figuraba, sino otro.

El Amado que había dejado a Rosa viuda era un líder campesino. El chiquillo me lo explicó a su manera, me contó las fatigas que pasaban allí —como en todas partes— las gentes del campo, y las agallas que tenía el Amado, que se puso a pedir por las buenas primero, y después por las malas, lo que era de justicia. Al Amado lo mataron los guardias civiles en medio de una revuelta, mientras Franco pescaba salmones. Tenía treinta y tres años, la edad de Cristo. De su muerte, fuera de Quejumbres y los pueblos de los alrededores, no se enteró nadie, el niño me dijo que no queda ni un mal recorte de periódico, seguramente porque ningún periódico, ni siquiera el de la provincia, publicó nada. Pero el Amado era para su pueblo como un Che Guevara —esto lo he deducido yo, no es que el niño me lo dijese—, así que, cuando lo mataron, a su compañera Rosa, que se quedó sola en el mundo porque no tuvieron hijos, el pueblo la convirtió en una especie de reliquia viviente, pero con una impresionante particularidad: del mismo modo que la gente besa las reliquias de sus santos cuando está en un apuro o quiere que las cosas le vayan bien, en Quejumbres se hizo ley de obligado cumplimiento el que en casa de la viuda del Amado, en su cama, pasaran la noche anterior a su casamiento todos los mozos del pueblo, sin que el niño supiera decirme quién fue el primero ni cómo y por qué siguieron los demás, y las novias lo sabían, pero eso tenía que ser así o no había boda. No era una tradición: era como un sacramento. El único que, por lo visto, se había negado era precisamente el novio de Eulogia. Se negó en redondo, pero sin dar ninguna explicación a nadie, con una cerrazón que, además de escandalizar, sorprendió mucho a todo el mundo, porque no era un muchacho al que se tuviera por díscolo o incordiante, todo lo contrario, era tranquilo, bonachón, de buen conformar y siempre dispuesto a hacerle sitio a unos y a otros en su mesa, en su casa, en sus trabajos y en sus entretenimientos. La gente no podía comprender aquel empecinamiento que le entró, aquella manera tan terca y tan oscura de negarse a pasar la noche anterior a su casamiento en la cama de la viuda del Amado, y entre los que menos lo comprendían estaba Eulogia, que barruntaba sin duda muchas calamidades en su matrimonio si empezaba con aquel tropezón que para todos era como un sacrilegio. A lo mejor incluso barruntó lo que terminó por ocurrir: el día de la boda, delante del cura, el novio de Eulogia cayó redondo por un infarto, cuando estaba a punto de dar el sí. Desde aquel día, a Eulogia le había ido comiendo las entrañas un rencor que no sólo iba contra la viuda que la había dejado soltera y maldita para el resto de sus días, porque ya no hubo hombre que se le quisiera arrimar, sino contra el mismo muerto, cuya tumba jamás visitó. Ahora habían profanado aquella tumba y todo el mundo decía que era otro castigo de la viuda del Amado. Por eso la madre de Eulogia, para que no ocurrieran mayores calamidades, había llevado casi a rastras a su hija a la casa de la moribunda, con todo el pueblo, aunque Eulogia había jurado no hacerlo, así ardiera Quejumbres por los cuatro costados.

La historia era impresionante, y además muy nuestra. Quiero decir que era como de García Lorca, con unos pueblerinos muy cerriles aunque morenos de verde luna, un virago cepillándose sin contemplaciones a los mocitos casaderos —no por el gusto de sus carnes, sino por mantener el mando en plaza—, la ignorancia y el fanatismo copulando a la intemperie como caballos negros, y una mujer retorciéndose entre las sábanas durante años, con la virginidad clavada entre las piernas como una estaca de caoba y el recuerdo del novio muerto envenenándole la existencia. Este último personaje, Eulogia, lo bordaría yo, pues está claro que exigiría el talento de una eximia actriz.

—Cierra la boca, mujer —me dijo el niño—, que se te pueden enfriar las anginas.

Y es que el relato me había dejado boquiabierta. Y con unas ganas tremendas de saber más, de asistir al último acto de la función aunque fuera mezclada con los figurantes, de saber cómo terminaba todo.

—¿Y tú podrías guiarme hasta la casa de la viuda del Amado? —le pregunté al niño.

El niño me dijo:

—Podría.

Evidentemente, consideraba que no era necesario decir ni una palabra más. Yo busqué mi bolso en el asiento trasero del coche, me lo puse en el regazo, lo abrí, saqué la cartera, cogí un billete de mil pesetas y se lo di con el aplomo de quien conoce a la perfección el precio de las cosas. Tampoco hizo falta que yo dijese nada para que el niño empezara a indicarme el camino que teníamos que seguir.

 

Hacía muchísimo frío. El cielo se había amoratado y era como si las nubes llevasen muchas horas en la morgue. El viento movía con gran encono todo el paisaje y parecía que un artista de personalidad oscura y complicada estuviese pintando un cuadro depresivo. Según mi reloj, eran casi las dos de la tarde, habían pasado más de dos horas desde que llegué a Quejumbres y ni me había dado cuenta. Cuando paré el coche, a una distancia más que respetuosa de los últimos vecinos congregados frente a la casa de la viuda Rosa, aún me andaban por los oídos las campanadas de duelo que habían sonado de pronto, mientras íbamos de camino, en la torre del monasterio de Nuestra Señora del Descanso, espesas y apagadas como paletadas de tierra. El niño se santiguó con más ahínco que devoción: la viuda del Amado acababa de expirar.

Hombres, mujeres, niños, todos estaban muy callados, de pie, arrebujados en sus ropas de más o menos abrigo, medio emborronados por la oscuridad que aumentaba por minutos, como si estuviéramos en un sitio escandinavo, y por el viento que lo removía todo y parecía empeñado en desfigurar las caras, los cuerpos, los vestidos, los pocos movimientos que se permitía aquella gente. Sin embargo, ni la oscuridad cada vez mayor ni el viento cada vez más terco podían tapar del todo el efecto tan rarísimo que hacían las mujeres vestidas a destiempo, de la más vieja a la más mocita, porque la que no llevaba ropa de hacía diez, quince o veinte años llevaba algún vestido de sus hijas y a lo mejor hasta de sus nietas, y las hijas y las nietas iban compuestas con sus modelitos para las festividades, y todo eso chirriaba una barbaridad en aquel ambiente tan lúgubre y tan acongojado. Porque, en cuanto el niño y yo nos acercamos un poco y pude fijarme en las caras y en las miradas de unos y otros, enseguida me di cuenta de la pena tan angustiosa que todos tenían. Los hombres se miraban unos a otros con una ansiedad rara, como si temieran que alguno de ellos hiciera o dijera algo inconveniente. Aún no estaban encendidas las luces del alumbrado, si es que las había, pero tampoco habrían ayudado mucho, porque aquel aire gris y sin ningún brillo lo ponía todo plano, turbio, y parecía capaz de asfixiar cualquier resplandor. La casa de la viuda del Amado era pequeña, cuadrada, de dos plantas y con ventanas angostas y de carpintería pobre; los postigos estaban cerrados y yo no estaba segura de que por las rendijas de las del piso alto se escapara un rayón de luz. En la fachada de la casa habían clavado fotos de la viuda Rosa, sola o con el Amado. Formaban una pareja curiosa, como si estuvieran tapando un secreto. Rosa, de joven, no era ni fea ni guapa, sólo extraña; de mayor era horrorosa. El Amado, por el contrario, había sido guapetón según aquellas fotografías, con un aire a lo Jorge Mistral, el pelito ondulado y de buen aguante, los párpados un poquito descolgados —como si acabara de despertarse de la siesta, que es un momento en el que, por lo general, los hombres de cara recia y buena planta están favorecidísimos—, y los ojos los tenía claros, supongo que verdes, que es como tienen los ojos los líderes campesinos, o por lo menos eso es lo que había escrito un poeta con una pluma como la catedral de Burgos y que vino de Sevilla a un homenaje que le hicieron en mi pueblo a Daniel Ortega, que nos mandó un telegrama precioso, pero lo mejor del Amado, con mucha diferencia, era la boca: cuajada, con una arruguita en la mitad del labio inferior como la marca que queda en un cojín después de que en él haya apoyado la carita para dormir un niño chico, y con el labio de arriba un poquito abombado, con ganitas de pelea. Yo comprendía estupendamente que Rosa se volviese loca por aquel hombre, pero lo que costaba un trabajo fuera de lo común era descubrir lo que él había podido ver en ella. Con el tiempo, según se veía en las fotos, ella se había ido endureciendo como una naranja en la nevera y lo curioso era que, a pesar de la piel estropeadísima y lo que es el corte facial cada vez más militar, las fotos de la pareja que sin duda correspondían a los últimos años antes de la muerte del Amado, dejaban muy claro que él era quien se agachaba y ella la que se montaba encima. Eso es algo que una lo cala al primer vistazo, pero supongo que en Quejumbres ni se lo imaginaban, porque de lo contrario seguro que no habrían llegado a cuajar aquella leyenda y aquella veneración.

BOOK: Yo no tengo la culpa de haber nacido tan sexy
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