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Authors: Eduardo Mendicutti

Tags: #Humor, #Erótico

Yo no tengo la culpa de haber nacido tan sexy (7 page)

BOOK: Yo no tengo la culpa de haber nacido tan sexy
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—Este sitio tiene muy buena pinta —dijo Dany, y a mí me pareció que aquella forma de hablar era demasiado de andar por casa para alguien que andaba ya en un misticismo avanzado.

En este tercer patio, además, no estábamos solos. En dirección a nosotros vimos avanzar a dos parejas que guardaban una simetría digamos invertida, y me explico: la pareja que iba delante estaba formada por un cuarentón rubio y fornido, muy alto, de carnes duras y bien repartidas, según podía notarse por la camisa amarilla de manga corta y el pantalón de tela de gabardina que llevaba —ropa demasiado veraniega para la época en que estábamos—, y por una muchacha casi veinte años más joven que él y casi medio metro más baja, muy pálida, con una melena larga y lacia de color azabache y uno de esos vestidos largos mexicanos, con la pechera bordada, de color añil; la otra pareja, por el contrario, se componía de una mujer grande y huesuda, de pelo muy corto y rojizo, maquillada con evidente dedicación aunque con resultado algo estrambótico —colores demasiado violentos y contorno de ojos y de labios demasiado atrevido— y vestida con un traje pantalón de corte bastante duro y de color pizarra, que contribuía muchísimo a que aparentase los cincuenta años bien cumplidos que sin duda tenía, y un caballero de edad similar, de no más de un metro sesenta, calvo, de cara redonda, regordete, con un bigotito muy bien recortado y largas y oscuras pestañas, y vestido como si acabara de escaparse de una boda de hace cuarenta años.

La mujer grande caminaba detrás de la muchacha pequeña e incolora, y el hombre alto y recio tapaba por completo al señor bajito y atildado, de manera que a la muchacha pequeña y al señor bajito sólo los vi cuando pasaron a nuestro lado, aunque sólo durante unos segundos, porque enseguida a la chica la tapó por completo su pareja y al señor lo desdibujó, como si se lo tragase, la suya. Luego, cuando quedaron de espaldas a nosotros, el efecto también era muy raro: la mujer alta y huesuda suprimía por entero a la muchacha del vestido añil, mientras que el hombre bajito le ponía al tiarrón de la camisa amarilla, de cintura para abajo, un estrafalario contoneo de color marengo. La impresión que yo saqué fue que, entre aquellos cuatro, había potaje.

—Seguro que son parientes del que se está muriendo —dijo Dany.

Le miré. Me di cuenta de que estaba pensando lo mismo que yo, que aquellas dos parejas seguro que organizaban juegos morbosos y que allí dentro se encontraban a sus anchas, pero a él no debía de parecerle muy serio que se utilizase una abadía para dar rienda suelta a los caprichos más retorcidos de la carne, así que prefería pensar que el moribundo les tocaba algo y estaban allí por compromisos familiares o por puro interés. Por lo que podía deducirse, el moribundo estaba forrado.

Vimos a otras personas que paseaban por el patio con la parsimonia y el recogimiento que corresponden a la práctica de la meditación, o que lo cruzaban a buen paso, como si estuviesen atareados. Una señora bastante mayor, con un precioso pelo blanco y muy bien cortado y marcado, parecía haberse quedado de piedra en medio del patio, como si el trance la hubiese pillado camino de la iglesia o de su celda. Un muchacho con gafas y seguramente menos joven de lo que aparentaba, con pinta de no haber prestado jamás mucha atención a los aspectos materiales de la vida, paseaba enfrascado en la lectura de un libro de tan pocas páginas que sólo podía explicarse tanta concentración si leía una y otra vez la misma línea, a lo mejor la misma palabra. Otro muchacho, éste con una cara de golfo y un cuerpo de judoka que ponían un contraste de humanidad joven y sana en aquel ambiente de tradicional espiritualidad, con mono azul de trabajador manual, con muchas prisas, casi tropieza conmigo y, cuando me miró, a punto estuvo de conseguir que a mí me diese un vahído de esos de los que no sales hasta que te hacen el boca a boca. Bueno, la verdad es que no sólo me miró: también me sonrió. Qué prueba. Menos mal que, en aquel momento, Dany y yo habíamos llegado al otro extremo del patio y estábamos a punto de entrar en la iglesia.

Dentro había una penumbra homogénea y muy tibia, que me resultó de gran alivio. Era una iglesia grande y bastante historiada, aunque me parece a mí que en lo artístico dejaba bastante que desear. En cada lateral había cuatro confesonarios muy sobrios, con poco gancho: a mí, para confesar, siempre me ha gustado que el confesionario sea acogedor, con un reclinatorio que, sin ser demasiado cómodo, tampoco te desuelle los codos y las rodillas, y con una celosía ni demasiado tupida ni demasiado desahogada, lo suficientemente apretada la rejilla como para que la cara del confesor se llene de misterio y empaque, y lo suficientemente abierta como para que no tengas la sensación de estar contándole tus pecados a una alcancía. A aquellas horas, de todas maneras, no había nadie confesándose. Había, sí, media docena de personas arrodilladas y en una actitud muy devota, de modo que Dany y yo nos acercamos al altar mayor no sólo con muchísimo respeto, que eso hay que darlo por descontado, sino caminando con tanto cuidado que yo, al menos, casi no sabía si me estaba moviendo o no. En el centro del retablo del altar mayor había un Crucificado de tamaño natural y, a la derecha del Crucificado, dentro de una urna de cristal, la reliquia por la que es famosa la abadía de San Esteban de los Patios.

Tengo que decir, de todas formas, que yo no sabía que San Esteban de los Patios era famosa por una reliquia, y creo que Dany tampoco. De hecho, los dos nos quedamos muy sorprendidos cuando vimos lo que había dentro de la urna, aunque la sorpresa de Dany se debió a que no podía imaginarse lo que era aquello, y la mía, por el contrario, a que enseguida supe lo que era; bueno, no lo que era exactamente, porque a mí me parece que habría hecho falta una fantasía calenturienta para adivinarlo, pero sí que, nada más verlo, supe dónde lo había visto antes. De modo que Dany preguntó:

—¿Qué será esto?

Y yo dije, muy rápida:

—Lo que está grabado en la tarjeta que acaba de darnos el padre hospedero.

Hablábamos en un susurro, para no molestar el recogimiento de quienes rezaban o meditaban en la iglesia. Yo saqué la tarjeta que el padre Gregorio nos había dado, con su nombre y su teléfono de contacto, y le mostré a Dany el grabado al agua, aquello que yo había tomado por tres montañas y que no eran montañas, sino piedras. Tres piedras blancas y bien pulimentadas, del tamaño de un puño cerrado y casi idénticas las dos pequeñas, y un poco más grande y alargada, y colocada en vertical, la que aparecía entre las otras dos. En la urna había una plaquita metálica con una frase grabada, pero yo no llevaba encima las gafas de leer, que es un achaque de la edad al que le tengo una tirria grandísima, así que Dany fue el que leyó lo que ponía allí y me dijo, muy impresionado:

—Son tres de las piedras que usaron los salvajes paganos para lapidar a san Esteban el Protomártir, patrono titular de esta abadía.

A Dany entonces le cambió la expresión. Todo lo que hasta entonces había sido ansiedad se convirtió en placidez, todo aquel disgusto que yo le había notado —aunque lo quisiera disimular— se le disolvió en la cara en un santiamén y dio paso a una beatitud que a mí, la verdad, me pareció un poco exagerada, porque tampoco las tres piedras tenían un aspecto arrebatador, eran tres piedras corrientes en las que no se notaba nada la antigüedad y que no conservaban huellas visibles del martirio de san Esteban, y no es que yo pusiera en duda la autenticidad de la reliquia, pero no acababa de comprender por qué Dany se encontraba de pronto tan motivado. Cerró los ojos, inclinó levemente la cabeza, dejó que el sosiego se hiciera cargo de toda su musculatura, alojó en sus labios una sonrisa que cualquiera con menos escrúpulos que yo habría interpretado como señal de un gusto mucho menos espiritual de lo que sin duda era y se olvidó de mí, de la hora, del tiempo que había pasado desde que comimos por última vez y de que convenía ir pronto a la fonda que nos había recomendado el padre Gregorio, no fuera también a llenarse con motivo de los funerales pendientes de aquel señor que no acababa de morirse.

—Dany, por Dios, que es tardísimo. Anda, deja el grueso del deleite para después.

Ni caso. Jalaba yo de la ropa que él vestía —un polo de punto de color granate, en el que sus músculos superiores podían sentirse bastante confortables, y un pantalón negro de pinzas que le disimulaban algo los músculos inferiores cuando se estaba quieto, porque cuando se movía quedaba claro que la decencia absoluta habría aconsejado que utilizase una talla más— y trataba con todo ello de desconcentrarle un poco, a sabiendas de lo mucho que a Dany le molestaban las ropas dadas de sí. Pero estaba visto que el deleite era de mucho calibre, que todos sus sentidos habían emigrado de sopetón a los albores de la cristiandad, que su alma se había trasladado como por ensalmo al interior del cuerpo apedreado del Protomártir, y que no estaba dispuesto a que le interrumpiesen tan sabrosa experiencia por nimiedades tales como la hora, la comida, una habitación donde guarecerse y una cama donde dormir, y un polo de punto de color granate con las costuras deformadas a tirón limpio. No sé si un terremoto habría conseguido en aquel momento que Dany volviese de su vertiginoso viaje interior y se hiciera cargo de las servidumbres normales de esta vida.

Largo tiempo tuvo que pasar hasta que Dany regresó a su condición habitual, y no del todo. Es verdad que, cuando abrió los ojos, alzó la cabeza, puso en su sonrisa un deje de melancolía y me miró, me reconoció sin dificultad y admitió con mucha sensatez, cuando yo se lo advertí, que ya era hora de retirarse, pero se quedó como aturdido, como si no acabara de encajar en este mundo, como si el trance que acababa de vivir le hubiese dejado mareado, lo que tampoco tenía nada de extraño si se piensa que una de las piedras con las que habían lapidado a san Esteban, y que él había sentido rebotar contra su propio cuerpo, podía haberle acertado en un mal sitio. Mientras volvíamos, a través de los tres patios, a la recepción de la hospedería, yo fui mirándole a ver si se le notaban descalabros en las sienes o en algún otro lugar de la cabeza especialmente delicado, pero no tenía magulladuras visibles. Y es que, según me explicaría más tarde el propio Dany, las magulladuras más embriagadoras y que más secuelas dejan son las interiores.

 

En la recepción de la hospedería, el padre Gregorio se asombró mucho al vernos, al parecer se le había olvidado que, con su permiso, estábamos desde hacía casi dos horas en el interior de la abadía. Enseguida se fijó en que Dany se tambaleaba un poco y, para ayudarle a ahuyentar los malos pensamientos, le aclaré que había tenido un trance, y había sido el trance tan fuerte y tan placentero que los efectos le duraban todavía. El padre Gregorio, poco dado a creer en prodigios de buenas a primeras, quiso saber si el trance lo había tenido frente al sagrario, frente al jazmín que cubría el último arco del claustro, o frente a alguno de los nichos de la capilla funeraria. Yo le dije:

—Frente a ninguna de las tres cosas. Lo que le transportó fue la reliquia que hay en el altar mayor, dentro de una urna.

—¿Saben ustedes lo que es?

—Desde luego. Tres de las piedras con las que lapidaron a san Esteban el Protomártir.

El padre Gregorio sonrió, complacido. Luego, para dirigirse a Dany, levantó mucho la voz, como suele hacerse cuando se habla con un extranjero.

—¿Le interesan todavía —le preguntó— nuestros instrumentos de penitencia?

Dany aún no se encontraba con aliento suficiente para contestar preguntas de carácter práctico, pero yo, poniéndome en su lugar, dije:

—Puede estar seguro, padre Gregorio, de que ahora le interesan más que nunca. No sé por qué me parece que en esta abadía, y con penitencia intensiva, va a encontrarse él como pez en el agua.

Entonces el padre Gregorio, con una amabilidad en mi opinión bastante mundana, nos rogó que le acompañáramos a la tienda de productos y recuerdos.

La tienda, situada al otro extremo de la recepción y desprovista de escaparates o vidrieras por las que los huéspedes pudiesen ver su interior, era pequeña y estaba abarrotada de postales, estampas, objetos de cerámica y, dentro de una alacena con las puertas de cristal, tarros de miel y compotas que el padre Gregorio nos celebró mucho; le prometí que nos llevaríamos algunos al término de nuestra estancia. Luego, con mucha ceremonia, abrió un cajón de un mueble bajo que había en un rincón, medio disimulado entre el resto del género de la tienda, y sacó una especie de látigo de mango y flecos de cuero, con nudos muy artísticos pero nada tranquilizadores, y pequeños bolindres blancos salpicando todo el artilugio. El padre Gregorio, con orgullo mal disimulado, dijo:

—Este es el producto estrella de nuestra casa.

A mí me parecía estremecedor, pero a Dany se le puso de repente cara de coleccionista vicioso ante una pieza única. No pudo evitar que se le fueran las manos impacientes hacia aquella atrocidad y el padre Gregorio aclaró:

—Es caro.

Carísimo. Cuando el padre Gregorio dijo el precio yo no pude contenerme y dije que eso era un robo, pero el padre Gregorio, comprensivo, se puso a explicar las cualidades del cuero, de la confección —de rigurosa artesanía— del diseño, y su condición de piezas únicas y muy codiciadas. Naturalmente, no me lo explicaba a mí, se lo explicaba a Dany, y en cualquier caso Dany ya no estaba dispuesto a soltar aquello ni aunque lo lapidaran de modo literal. Para rematar, el padre Gregorio dijo:

—¿Ven estas piedrecitas blancas? Están sacadas de las tres piedras que hay en nuestra iglesia y, en su día, estuvieron en contacto directo con la carne tumefacta de san Esteban el Protomártir.

Yo vi lo que pensaba Dany sólo por la cara de fruición que se le puso entonces: «Esto es para sibaritas». El padre Gregorio, muy astuto, adivinó inmediatamente que yo iba a protestar, y no sólo porque me diese coraje ver a Dany reblandecerse como un sacristán senil por un suplicio que en el fondo se me antojaba bastante cochambroso, sino porque, por restringida que fuese la producción de aquellos látigos, de la reliquia no iba a quedar ni rastro.

—¿Ha oído hablar del milagro de los panes y los peces? —me preguntó el padre Gregorio, con muy mal estilo, antes de que yo pudiese abrir la boca—. Pues esto es lo mismo.

Comprendí que no iba a servir de nada el que yo me pusiera a discutir con el padre Gregorio, cuando estaba clarísimo que Dany no se pondría nunca de mi parte. Dany, además, llevaba el dinero justo para pagar aquel instrumento monstruoso.

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