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Authors: Eduardo Mendicutti

Tags: #Humor, #Erótico

Yo no tengo la culpa de haber nacido tan sexy (5 page)

BOOK: Yo no tengo la culpa de haber nacido tan sexy
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Me acuerdo de que era por Navidades y mi madre andaba en la cocina haciendo pestiños, le salían estupendamente y después se los compraban en una confitería de la calle Espartero que los vendía al triple de lo que le pagaba a mi madre. Supongo que mi padre no tenía trabajo en aquel momento, porque de lo contrario no se habría presentado en casa a la hora en que lo hizo, a eso de las cuatro de la tarde, contentito, sin haber almorzado y en compañía de Metralla. Metralla y mi padre eran uña y carne desde mocitos y no sé cómo se las arreglaban, pero, cuando uno tenía trabajo, el otro también, y si uno se quedaba en paro al otro le pasaba lo mismo inmediatamente. Mi madre decía que estaba segura de que lo hacían aposta, que no se apañaban el uno sin el otro y que ninguno de los dos quería que se le quemara la sangre sin que al otro se le quemara también. Cuando trabajaban, el primero que daba de mano esperaba al otro el tiempo que hiciera falta en el almacén de Macario, que tenía bodega en la parte de dentro y no cerraba nunca, a cualquier hora del día o de la noche había hombres bebiendo y jugando a las cartas y se podía comprar cualquier cosa, desde una bombilla a un papelón de manteca de lomo o algún remedio para la ardentía. Si alguna vez mi padre no podía ir, por algún motivo de muchísima consideración, me mandaba a mí a decírselo a Metralla, y si era Metralla el que no tenía más remedio que faltar a la cita, mandaba a Loli, su niña mayor, con el recado. Metralla era muy sangregorda y tenía que beber una exageración para que se le notase, pero era el primero en jalear a mi padre cuando se le disparaba la lengua y se ponía a despotricar contra los ricachones y a dar por hecho el triunfo del comunismo. Metralla decía que él era un comunista sin prisas, y mi padre, en cambio, un comunista con bulla, y que seguramente entre lo uno y lo otro estaba la virtud. Metralla siempre me revolvía el pelo, como consolándome, cada vez que mi padre, cargadito de vino, me hacía ponerme derecho delante de él, levantar el puño y prometer no dejar de los ricachones ni la raspa para que el pueblo tuviese por fin todo lo que los ricachones le habían robado. Y, como no hay mayor ciego que el que no quiere ver, mi padre no veía que yo, con el puño en alto, no parecía un miliciano dispuesto a dar su vida por la revolución, sino más bien una maripópins a la que, de pronto, el viento se le había llevado la sombrilla. Mi padre no quería enterarse.

Aquella tarde, sin embargo, se enteró. Vaya que si se enteró. Luego se olvidó o hizo como que se le olvidaba, pero Metralla estaba delante cuando mi padre me vio a mí vestido de aquella manera y me parece que, después de aquel día, mi padre no se atrevía a mirarle a la cara cuando decía aquello de que yo había sacado sus cojones, los cojones de todos los hombres de su familia, y que iba a darles a los ricachones su merecido. Y la verdad es que mi padre, cuando me vio, se quedó sin saber qué decir. Yo me di cuenta perfectamente y lo recuerdo todo la mar de bien, y eso que no tenía ni seis años. Habíamos almorzado solos mi madre y yo, y mi madre luego se había liado con los pestiños y yo me fui a la habitación que teníamos en la casa para que sirviera de todo: de cuarto de estar, de comedor, de cuarto de costura de mi madre y de dormitorio mío, porque allí teníamos una cama turca que se abría de noche para que yo me acostase, y en esa cama estuve durmiendo hasta que me fui a Cádiz, incluso cuando empecé a irme con la Débora y la Gina a la Colonia vestidas como
Las chicas de la Cruz Roja
, que era una película que por entonces tuvo muchísimo éxito, y nos vestíamos y nos desvestíamos y nos pintábamos y despintábamos en casa de la Gina o, mejor dicho, en la casa grande de la finca donde los abuelos de la Gina vivían como guardeses, y la Gina vivía con ellos, y la casa grande estaba casi siempre cerrada, así que nosotras nos metíamos en la alcoba principal, con un armario de luna grandísimo, y de allí no salíamos hasta que nos encontrábamos idénticas a las artistas de la película, y cuando volvíamos, a las tantas, había que quitarse todo aquello, que muchas veces me daban ganas de quedarme allí a dormir, que la Gina y la Débora muchas veces se quedaban y me decían que no fuese tonta, que me quedase yo también, pero yo todas las noches, por tarde que fuese, volvía a casa, y más de una vez no era ya ni de noche, porque clareaba, pero no sé por qué, a lo mejor porque me daba miedo que algún día no me dejasen entrar, yo quería siempre dormir en mi cuarto, en mi cama turca, bien arropado, y no sólo por las sábanas y los cobertores, sino por mi madre, también por mi padre —aunque la verdad es que no recuerdo que mi padre me arropase alguna vez de verdad—, por todo lo que había dentro de aquella casa. Al cabo de muchos años, el día que volví a ver a mi madre, cuando entré en aquel cuarto y lo encontré igualito que lo dejé cuando me fui a Cádiz sin saber que no iba a volver hasta al cabo de muchísimo tiempo, me puse a recordar todo eso, las noches que volvía a las tantas después de los alternes en la Colonia con la Débora y la Gina, las noches que me pasé en vela y sin saber por dónde tirar, todas las pesadillas que tuve en aquella cama turca, las ganas de contarle a mi madre todo lo que no hacía ninguna falta que le contase porque seguro que mi madre lo sabía, las ganas de ponerme de nuevo delante de mi padre como aquella vez, cuando yo tenía cinco o seis años, cuando mi padre volvió con Metralla a las cuatro de la tarde, sin avisar, y los dos entraron en el cuarto y me encontraron con una tela negra liada al cuerpo, una tela negra como un vestido que me llegaba casi hasta los pies, una tela negra con la que mi madre se quería hacer una falda de vestir, y un pañuelo también negro en la cabeza, que ahora me da la risa cuando pienso en la pinta que un niño de cinco o seis años tendría con aquel trapajerío, pero también me da mucha lástima cuando me acuerdo de la cara que se le puso a mi padre. «Coño», fue lo único que acertó a decir. Era como si se hubiera dado un golpe en la boca del estómago y se hubiese quedado sin respiración. Yo creo que a lo mejor pensó que era cosa del vino.

Entonces Metralla quiso ayudar un poco, se puso en cuclillas a mi lado, me dio dos o tres puñetazos muy flojitos en la barbilla, como diciéndome machote, después vamos a echar una peleíta de entrenamiento, y me preguntó:

—¿De qué te has vestido, picha? ¿De capuchino?

A mí me hizo mucha gracia la tontería que había dicho Metralla.

—¿No te has vestido de capuchino?

Ahora comprendo que Metralla hizo todo lo posible para que yo dijese que sí, que de eso era de lo que me había vestido. Pero yo, con una sonrisa que sé que era nerviosa, dije que no con la cabeza.

—Entonces —insistió, y a mí me parece que sabía que estaba metiendo la pata—, ¿de qué vas vestido?

Yo dije:

—De Pasionaria.

Miré a mi padre, muy contento, y recuerdo que pensé que le había pasado algo, que le había dado un ataque a la cabeza y no se podía mover, ni hablar, ni siquiera cerrar la boca. Ahora comprendo que al pobre le daría un jamacuco, aunque a lo mejor lo que tuvo fue un grandísimo conflicto interior, a lo mejor se encontró en una tesitura muy dramática, sin saber si enfurecerse al descubrir que su hijo era maricón o si emocionarse porque su hijo quería ser como Pasionaria. Aquello sí que era un dilema. Mi padre era un fanático de Pasionaria, en cuanto se le calentaba la boca le echaba unos piropos exageradísimos, decía todo el tiempo aquello de que más vale morir de pie que vivir de rodillas y al pobre se le saltaban las lágrimas cuando llegaban noticias de Dolores, unas noticias que se cuchicheaban los hombres y las mujeres del Partido y que mi padre, en casa, nos contaba a voz en grito a mi madre y a mí, después de sacar del fondo de un cajón del ropero de su dormitorio una vieja foto en la que se veía a Pasionaria echando un discurso con mucho coraje, una foto recortada de un periódico, y mi padre entonces decía un montón de veces que era la mujer más guapa del mundo. Yo quería parecerme a ella.

 

Ahora quiero parecerme a santa Teresa y, bien mirado, viene a ser lo mismo. La una y la otra, cada cual en lo suyo, fueron las más importantes y las más ejemplares. El tiempo ha pasado y una no ha tenido más remedio que cambiar con la edad, una se ha ido ajustando lo mejor que ha podido a la revolera de este mundo, una, con dieciséis o diecisiete años, no iba a irse a la Colonia, a tontear con los camperitos, vestida de negro riguroso como Pasionaria, y eso que el negro riguroso es elegantísimo y Pasionaria lo llevaba como nadie, que veías una foto suya y al ver aquella sobriedad y aquel empaque de mujer del pueblo te entraban escalofríos, pero hay que reconocer que para ir a sacarles las bullas a los muchachitos de la parte de La Algaida y de Bonanza no era lo más adecuado, así que nunca hasta ahora, desde aquel día en que me descubrió mi padre cuando yo tenía cinco o seis años, me había vestido tan austera y tan estricta. Sin embargo, mis ganas de mejorar no han cambiado. El tiempo y la vida me han dado revolcones, como a todos, pero yo no me voy a conformar con ser una persona del montón, ni mucho menos un fantoche con pintura hasta en la vesícula. Me fui de casa, puse un cartel del Che Guevara en la cabecera de mi cama y al mismo tiempo empecé a vestirme con mucha gracia y mucha imaginación, me hice artista y me esmeré en mi arte, me operé porque me hacía falta para no morirme pegada a unas hechuras que no eran mías, llegué lo más arriba que podía llegar y ahora lo que quería era seguir subiendo, y nadie podía decirme que no tenía derecho a intentarlo. ¿Que iba a costarme trabajo? Más de lo que me había figurado, por lo visto. Pero nadie ni nada me iba a quitar las ganas y el merecimiento de encajarme en la séptima morada.

 

Decidí que no me iba a afectar el que Dany se pusiera antipático y, encima, sobrado de sí. Naturalmente, después de escuchar de mala gana los pormenores de mi batacazo espiritual, me dio a entender que su éxtasis, por el contrario, había sido verdadero y delicioso. No descendió al detalle, y eso que yo me puse a darle la murga en cuanto salimos del refectorio después de la primera refacción, o sea, el desayuno. Teníamos toda la mañana por delante y los dos estuvimos de acuerdo en que un paseo por los alrededores del monasterio, además de ventilarnos, nos ayudaría a matar el tiempo con sana deportividad hasta que el hermano Benedicto estuviera disponible. Dany le había dicho que quería hablar con él sobre los cilicios y otros instrumentos de penitencia que se hiciesen en el monasterio. El hermano Benedicto le dijo que a las diez en punto estaría en el recibidor de la hospedería, aunque le advertía ya que no tenían mucho surtido.

—¿Pero te has sentido verdaderamente transportado? —insistí yo, procurando combinar con acierto la ansiedad y la admiración, después de que él se refiriera a su éxtasis con la tranquilidad con la que una ricachona con solera se refiere a sus mansiones, sin darle mayor importancia.

—Ya te he dicho que sí, mujer —me contestó él, y la verdad es que lo hizo con bastante mansedumbre—. Pero no me pidas que te lo explique, porque no tiene explicación.

Y es que Dany había cambiado de táctica. Seguía distante, supongo que porque no es fácil salvar el abismo que media entre alguien que tiene fáciles y deliciosas levitaciones y alguien capaz de confundir en sueños al Esposo con el Che Guevara, pero tuvo que comprender que no iba a ganar nada poniéndose desabrido con una neófita, sobre todo si tenía en cuenta que, por ejemplo, el coche en el que viajábamos era precisamente de la neófita, y que a la neófita se le podía subir al moño el temperamento si recibía dos veces seguidas una mala contestación. Así que su nueva táctica consistía en seguir sin darme explicaciones de lo suyo y en encontrarle explicaciones crudamente terrenales a lo mío, pero haciéndolo con mucha suavidad y con la excusa de que el sublime descarrilamiento interior escapa a toda explicación posible. Ni que una fuese tonta.

Habíamos llegado en nuestro paseo hasta el borde del río. Allí, la tierra monda y lironda de los alrededores se aliviaba con manchas de yerba silvestre y algunos juncos un poco pálidos, pero duros y tirantes. El cielo estaba despejado, pero no era intensamente azul, tenía más bien una tonalidad grisácea que yo encontré en perfecta consonancia con el estado algo confuso de mi ánimo. A fin de cuentas, ilusa de mí, había previsto para mi alma una entrada fulgurante en el castillo interior, y todo se había reducido a tener un sueño calenturiento, con un mito muy pasado de moda haciéndome de galán. De ahí tanta avidez y tan santa envidia por conocer los pormenores de los deliquios que había tenido Dany la noche anterior, pero la mayor preocupación de Dany era que no se nos hiciese tarde para la entrevista que tenía concertada con el hermano Benedicto.

—¿Y tú te diste cuenta de cuándo empezaba ese transporte y de cuándo terminaba, y de lo que había durado, y recuerdas lo que sentiste mientras duró?

Yo estaba decidida a aprovechar todo lo que pudiera el pequeño detalle de que el coche en el que viajábamos era mío y la repentina paciencia de Dany.

—Mujer, algo siempre notas —dijo él—, pero luego no te acuerdas de mucho, y lo que recuerdas no lo puedes explicar.

Y de ahí no había manera de sacarlo.

Yo le dije que podía intentarlo por lo menos, que podía hacer un esfuerzo para consolarme de mi fracaso con el conocimiento de su experiencia gozosa, pero él me dijo que para eso estaban ya los libros de santa Teresa y los versos de san Juan de la Cruz y que si no me los hubiera dejado en Madrid ahora no estaría pidiéndole a él hazañas imposibles. Pero yo no había querido cargar con toda mi bibliografía mística por dos razones: primera, porque ya era hora de pasar de la teoría a la práctica y de emprender el vuelo por mi propia cuenta, y, segunda, porque había confiado en él, en Dany, porque había esperado que él fuese mi guía, mi consejero, mi ejemplo y, en las primeras y más difíciles moradas, mi estímulo y mi paño de lágrimas. Entonces dijo Dany:

—El recogimiento, de todos modos, siempre es recomendable.

Se sentó sobre la yerba, se recogió en sí mismo, dándome a entender que se entregaba a un ejercicio ligero pero muy útil de meditación —como quien hace un poco de gimnasia de mantenimiento—, y me dejó de paso la responsabilidad de avisarle cuando estuvieran a punto de ser las diez para ir al encuentro del hermano Benedicto.

Entonces ocurrió algo que, de haber estado yo menos atarugada por el empeño de pillar un éxtasis y por percatarme de que la cosa no era tan sencilla, me habría servido de pista segura de lo que al final del viaje acabaría por descubrir. Y es que empecé a escuchar voces y risas que bajaban por el camino que bordeaba el monasterio y terminaba en una rotonda allanada junto al río, a poco más de doscientos metros de donde estábamos Dany y yo. Como tampoco estaba tan confundida como para tomar cualquier sonido por música celestial, comprendí enseguida que era gente del pueblo que habíamos visto al otro lado de la carretera el día de nuestra llegada. Y, en efecto, por el camino bajaba alrededor de una decena de individuos, todos varones y que, en su mayor parte, parecían jóvenes y vigorosos, que sólo había que ver cómo se movían y alborotaban y con cuánta energía y buen humor se daban empellones y se gastaban bromas los unos a los otros.

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