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Authors: Eduardo Mendicutti

Tags: #Humor, #Erótico

Yo no tengo la culpa de haber nacido tan sexy (9 page)

BOOK: Yo no tengo la culpa de haber nacido tan sexy
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Me decidí por una ajustada y elegantísima combinación de grises. Una falda plisada en marengo clásico, a juego con un jersey de cuello vuelto en un gris tormenta, y una chaqueta de entretiempo de ojo de perdiz resultaban, con unas medias de malla muy fina virando al pizarra y unos zapatos negros de tacón bajo pero nada toscos, francamente inmejorables. Es cierto que Dany casi se descose de los nervios por el tiempo que yo eché en quedar como en un retrato en blanco y negro de un fotógrafo de postín, pero mereció la pena. En el funeral de don Rodrigo González de Aguirre podía haber alguna más compungida que yo, pero no más conjuntada.

En realidad, compungida yo no lo estaba en absoluto. Primero, porque el difunto me tocaba tanto como el cuñado del primo del mozo de comedor de una amiga de la infancia de la reina de Inglaterra, y segundo porque un benefactor tan generoso de la abadía seguro que iba a encontrarse abiertas de par en par las puertas del cielo. Por consiguiente, lo suyo era que compungido no estuviese allí absolutamente nadie, aunque tampoco me esperaba lo que me encontré, la verdad. Al final resultó que la única que iba discreta, pero inconfundiblemente funeraria, era yo.

La iglesia de la abadía de San Esteban de los Patios, el día del funeral de don Rodrigo González de Aguirre, era prácticamente una explosión de color. Estaba de bote en bote, de manera que el padre hospedero no había exagerado nada al decirnos que los deudos de aquel señor eran multitud y habían colapsado la hospedería, y todos los asistentes iban vestidos con colores alegres. Como, además, casi todo el mundo resultaba muy chic, o por lo menos se había esmerado en parecerlo, aquello no parecía un funeral, aquello parecía un cóctel. Un cóctel de mañana, desde luego. En los primeros bancos estaban las fuerzas vivas y sus señoras, o las fuerzas vivas y sus maridos, porque gracias a las feministas las mujeres ya no hacen sólo de acompañantes. A la derecha del altar mayor, un numeroso grupo de niños y niñas, seguramente de la escuela de la localidad, ponían la nota entrañable vestidos con los trajes populares. A la izquierda, en reclinatorios con mucho golpe de caoba y terciopelos, el abad —al que yo encontré parecidísimo a Rainiero de Mónaco— y otros frailes principales de la abadía no se habían puesto encima nada de colorines, pero sonreían todo el rato con mucha naturalidad, como si la muerte del benefactor no les hubiera supuesto ningún trastorno, sino todo lo contrario. Vi, hacia la mitad de la nave, a la pareja con buena pinta —él, cincuentón y canoso y con una clara predilección por vestir como si estuviera a punto de salir de cacería; ella, más joven y más bajita, pero bien formada, con un conjunto tal vez poco luminoso en comparación con el vestuario dominante— que se estaba registrando en la hospedería cuando Dany y yo llegamos por primera vez. También estaban, aunque en un lugar muy discreto —en los bancos de una de las naves laterales—, las dos parejas que guardaban entre sí una simetría invertida y con las que nos cruzamos en el tercer patio de la abadía, cuando el padre Gregorio nos permitió que la visitáramos: la mujer alta y el hombre bajito llevaban chaqueta azul y pantalón crema, y el hombre grande y la muchacha pequeña habían optado por algo mucho más informal, vaqueros blancos y unas sudaderas a rayas multicolores que en sí tenían gracia, pero que en un funeral tipo cóctel quedaban completamente fuera de lugar. A la viuda del difunto —si es que había viuda— y a los huérfanos —si es que había huérfanos— no se les veía por ningún sitio, o al menos yo era incapaz de distinguirlos. Frente al altar, sobre un catafalco muy historiado y adornado, y dentro de un ataúd que tenía que haber costado una fortuna, al difunto, amortajado con el uniforme de una de esas órdenes antiquísimas a las que sólo puede pertenecer gente de mucho pedigrí, y a pesar de que sobre el pecho le habían puesto el gorro del uniforme con un montón de plumas de escándalo, yo le encontré cara de mal humor.

—Usted ha venido por devoción, ¿verdad? —me dijo alguien al oído.

Era una voz muy femenina y muy sensual. Giré un poco la cabeza a la derecha, a ver quién era. Di un respingo. Quedé atónita. Me dije: no puede ser. Le di un codazo a Dany, que estaba a mi izquierda, arrodilladísimo. El codazo le dio a Dany en el hombro, pero él ni se inmutó. Acababa de empezar la misa de Réquiem, en latín. Me arrodillé. La mujer que me había hablado se arrodilló a mi lado, a mi derecha. Volví a mirarla. La mujer que me había hablado no era lo que se dice guapa, pero tenía una cara con mucha personalidad, e iba vestida exactamente igual que Marlene Dietrich en
El expreso de Shanghai
.

Volví a darle un codazo a Dany, esta vez en las costillas, pero la mujer vestida como Marlene Dietrich me dijo:

—No se esfuerce. Esto es algo entre usted y yo.

Yo me dije: ya está, aunque parezca mentira esta señora es la viuda, y como me ha visto tan sobria y de un color tan sufrido se ha pensado lo peor, que yo era la querida del muerto. Le di otro codazo a Dany. Ni caso. La mujer vestida como Marlene Dietrich sonreía como se sonríe cuando una sabe que tiene la sartén por el mango. Sonreía, además, sin mirarme, con los ojos entrecerrados, muy en plan lagarta fina, con estilo. Me dije: juega conmigo, pretende que yo misma me eche la soga al cuello. Tenía que aclarar enseguida aquel malentendido. Así que tragué saliva, carraspeé un poco, procuré que en la cara se me notase que yo era la inocencia personificada, me incliné un poco hacia ella, aunque sin mirarla abiertamente, y susurré:

—No se confunda, señora. Yo a su difunto esposo ni lo conocía.

La mujer vestida como Marlene rió entonces exactamente igual que Marlene en
El expreso de Shanghai
. Me horroricé, claro. Pero, por lo visto, todo el mundo estaba tan abstraído que nadie oyó o nadie quiso dar por oída la risa desinhibida y desenfadada de la mujer. La mujer dijo:

—Lo sé perfectamente, querida. Y usted debe saber que yo no soy la viuda de ese señor.

Qué alivio. Y qué curiosidad. Porque había que tener valor para presentarse en un funeral, aunque fuese en un funeral tipo cóctel, con aquellas pintas. Y no lo pude remediar, no pude contener la espontaneidad innata en mí, no tuve tiempo de considerar que la santidad y la curiosidad mundana se llevan pésimo. De modo que me salió el lado sociable, esa facilidad para las relaciones públicas que siempre he tenido, me puse en plan amiga instantánea y le pregunté:

—¿Entonces quién es usted?

Ella no es que se pusiera solemne, pero sí un poco más formal —aunque sin perder del todo aquella sonrisa de mujer de mundo—, y me dijo:

—Yo soy su alma.

—¿Que eres qué? —la tuteé sin darme cuenta.

Ella entonces, sin necesidad de levantar la voz, sacó a relucir su indudable y atractivo carácter.

—Su alma —dijo, achulándose un poco—. El alma del finado. El alma de ese señor que está ahí, de cuerpo presente. Yo soy el alma de don Rodrigo González de Aguirre.

Me quedé estupefacta. Primero, porque poquísima gente tiene la oportunidad de hablar con el alma de alguien de tú a tú; segundo, porque el alma de aquel muerto parecía muchísimo más joven que el propio muerto, de hecho cualquiera la habría tomado por el alma del hijo del muerto; y tercero, porque para ser el alma de un señor, y además de un señor tan empingorotado y de tanta alcurnia como aquél, tenía una pinta de aventurera alocada que, la verdad, era para quedarse como me quedé, pasmadísima.

Eso sí, el pasmo fue la mar de intenso, pero no me duró mucho. Quiero decir que fue un golpe de pasmo, un golpe que me dejó indiscutiblemente aturdida, pero me recuperé casi al instante, como esos futbolistas que caen de una forma muy dramática y una cree que han entrado en coma, y se levantan a los dos minutos, tan campantes. Bueno, los futbolistas a lo mejor le echan a su descalabro un teatro grandísimo, y en cambio el mío fue un pasmo auténtico, de manera que la rapidez de mi recuperación quizás haya que tomarla como milagrosa. O quizá fuera normal a más no poder. A fin de cuentas, yo llevaba más de tres semanas —entre la preparación y el viaje— volcada casi por entero en las cosas del espíritu y tampoco parecía ilógico que, una vez superado el choque inicial, confraternizase con cuantas almas me salieran al paso como si las conociese de toda la vida. De momento, allí estaba el alma de don Rodrigo, y con unas ganas locas de cháchara.

—Hija, te conservas estupendamente —le dije—. Se ve que el difunto te trató a lo largo de toda su vida la mar de bien.

El alma del muerto me miró y, como no decía nada, yo también la miré. Tenía cara de guasa.

—Tú no sabes lo que yo he tenido que pasar —me dijo.

Tenía clase. Cuando una mujer tiene clase es capaz de confesarte que las ha pasado canutas y, sin embargo, parecer que se ha pasado la vida de crucero en crucero, sin parar de beber champán. El alma del muerto no se estaba tirando un farol. Lo cual hacía mucho más asombroso y meritorio aquel aspecto de locatis peliculera que tenía, vestida de aquella forma. No dije nada, entre otras cosas porque ya me daba un poco de apuro aquel parloteo que nos traíamos en medio de la misa de Réquiem, pero hice un gesto muy expresivo que quería decir: nadie lo diría, hija, tienes aspecto de haber sido una mujer muy mimada.

Un curita jovencito y muy mono salió a leer unos salmos en los que el alma corría por un prado muy verde en busca del Esposo. Pensé: será el alma de algún otro, porque lo que es el alma del muerto que nos ocupa lo que tiene es unas ganas de desquitarse que salta a la vista. El salmo era una preciosidad, pero al alma del muerto no le pegaba nada. Claro que eso sólo lo sabía yo, los demás seguro que estaban convencidos de que el alma de don Rodrigo González de Aguirre triscaba ya por valles y laderas, con una tuniquita muy sencilla y el pelo suelto, y con la cara lavada naturalmente, impaciente por arrojarse en los brazos del Amado. En cambio, el alma de don Rodrigo seguía arrodillada junto a mí, vestida como Marlene Dietrich camino de Shanghai, maquillada con bastante atrevimiento pero con muchísimo gusto y dispuesta a realizarse un poquito antes de quedar transida por los siglos de los siglos en el regazo del Esposo. Para mí, que hubiese almas tan decididas y tan independientes no dejaba de ser una novedad.

Como si me leyese el pensamiento, el alma de don Rodrigo dijo:

—El Esposo seguro que no se lo toma a mal. Y si se lo toma a mal, mira, ya es hora de que se vaya acostumbrando. También las almas tenemos derecho a una vida propia.

—Qué alma tan reivindicativa eres, hija —exclamé, sinceramente impresionada.

Ella sonrió. Supe que sonrió porque en la misa tocaba levantarse y las dos nos levantamos al mismo tiempo y aprovechamos para mirarnos. Era, quizás, el alma más estrafalaria que una podía echarse a la cara, pero, aparte de mucho estilo, tenía fuerza en la mirada, tenía mucho carácter en la expresión, se veía que estaba dispuesta a llegar hasta el final. Me caía bien. Así que yo también sonreí y creo que ella comprendió que había encontrado una amiga.

—Puedes creerme, querida —se sinceró, siempre sin perder el estilazo—: no ha resultado nada sencillo ser el alma de ese señor durante setenta y cinco años.

Me imaginé lo peor, de modo que le pregunté:

—¿Te maltrató?

Ella hizo un gesto de gran dama ahuyentando un mal recuerdo y dijo:

—Me reprimió.

Nos sentamos, como todo el mundo. Había llegado el momento del sermón y el cura que celebraba la misa empezó a elogiar muchísimo al muerto. A mí me dio un escalofrío, y Dany lo tuvo que notar, pero yo prefería ya que él no se diese cuenta de nada: me llevaría mucha ventaja en la subida al Monte Carmelo, pero seguro que no estaba preparado para un encuentro tan atípico como el que yo estaba teniendo con el alma de aquel difunto. Me dio otro escalofrío. Era impresionante escuchar el diluvio de alabanzas que don Rodrigo González de Aguirre, de cuerpo presente, estaba recibiendo en el sermón, y tener sentada al lado a su alma confesándote que aquel supuesto dechado de virtudes, en realidad, se había pasado la vida reprimiéndola.

—¿Qué quieres decir —le pregunté, con el corazón medio encogido— cuando dices que te reprimió?

Nos pusimos cómodas. Cómodas dentro de lo posible, porque el banco era durísimo, pero nos apretamos la una contra la otra, supongo que para crear un clima de confidencia y para reforzar la intimidad, y el alma de don Rodrigo me dijo:

—El siempre fue muy estricto, muy severo, muy señor. Pero desde que tuvo uso de razón, yo, su alma, quise ser como Marlene Dietrich en
El expreso de Shanghai
. Figúrate el drama.

Me lo figuré. Me costó trabajo, porque no era fácil imaginarse a un prohombre admirado y seguramente temido por todos, a un clásico protector de viudas y huérfanos, a un benefactor de abadías, a un padre de familia ejemplar, a un cristiano viejo, a un español intachable en permanente conflicto con su alma, deseosa de ser mujer fatal. No era fácil, pero me lo figuré: una lucha interior desgarradora.

—Pobrecito —dije yo.

—Pobrecita yo, guapa —dijo el alma—. Tú no sabes lo que es morirte de ganas de ir por ahí hecha una lagarta de alto copete, arregladísima, con unas pestañas interminables, con una caída de ojos de gran efecto, con una voz ronca, muy turbadora, para decirle a un pretendiente íntegro pero con poco mundo: «Han hecho falta muchos hombres para llamarme Shanghai Lily»; eso, por si no lo sabes, es lo que le decía la Dietrich al galán de la película, que se llamaba Clive Brook. Tú no sabes lo que es soñar día y noche con ir por ahí en ese plan, y que te repriman sin contemplaciones.

Ahora la que sonrió con una mezcla de guasa y lástima fui yo. Pero no le dije que de algo de eso, precisamente, sí que sabe una servidora. Y no se lo dije por que no era cosa de ponerse allí, en plena misa de difuntos, a comparar fatigas que, después de todo, eran minucias comparadas con la fatiga máxima de morirse, y porque, a fin de cuentas, lo suyo había sido peor que lo mío, o por lo menos había sido más largo. Toda la vida de un señor que había llegado a los setenta y cinco, sin que el alma del señor pudiera ser lo que quería: una tragedia. De todos modos, si lo del alma era tremendo, el señor a mí también me daba mucha pena.

—Pero ese hombre —dije yo—, en su intimidad, sufriría muchísimo.

—Muchísimo —admitió el alma del señor—. Yo creo que por eso dejó en su testamento orden estricta de que a sus funerales no viniese nadie vestido de negro. En sus funerales quería mucho color. Seguro que ha querido tomarse la revancha por lo gris que fue toda su vida.

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