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Authors: Eduardo Mendicutti

Tags: #Humor, #Erótico

Yo no tengo la culpa de haber nacido tan sexy (4 page)

BOOK: Yo no tengo la culpa de haber nacido tan sexy
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Creo que el trance estuve a punto de tenerlo cuatro o cinco horas después, mientras dormía. A lo mejor no es muy reglamentario mezclar el sueño con el deliquio, pero hay que tener un poco de manga ancha con las principiantas, me parece, tampoco iba a pretender ni yo ni el Amado que pasara directamente de mi suciedad a su limpieza por arte de birlibirloque. Supongo que es mucho más natural, para una aprendiza, quedarse traspuesta y luego ir entrando con suavidad en el trance. Puede que a una mística ya veterana y con muchas horas de vuelo —y nunca mejor dicho— el trance la pille de sopetón y en cualquier parte, pero una pobre novicia supongo que tiene bula para ayudarse un poco con el estado onírico. Lo malo fue que, aunque creo que estuve a punto, ni siquiera con la ayuda del estado onírico conseguí que el trance cuajara.

Cuando, a la mañana siguiente, se lo conté a Dany, él me dijo:

—La cena no te sentó bien.

Qué brusco, por Dios. Yo pensaba que quien se halla en escalones más elevados y más próximos al tálamo del Esposo tenía una delicadeza, un tacto a la hora de orientarte, de señalarte las equivocaciones, de mostrarte el camino por el que ir tú también subiendo escalones y aproximándote al tálamo en cuestión. Pues, por lo visto, estaba equivocadísima. Es verdad que, nada más ponernos en camino en mi coche, después de pasar por la estación de Chamartín para recoger sus cosas en consigna, yo me había dado cuenta de que Dany era una criatura de poco hablar, que no era nada comunicativo ni nada adulador, pero comprendía que con la mística corres el riesgo de volverte un poco rancia, o al menos de parecerlo a ojos frívolos o simplemente profanos, porque hay mucho contraste entre la tremenda vida interior del místico y la horrorosa superficialidad de la vida del resto de los mortales. El contraste no se nota tanto si el místico o la mística es de natural jacarandoso y dicharachero como santa Teresa, y si logra hacerlo compatible con el misticismo. Tengo que reconocer que yo esperaba lograrlo. Incluso esperaba lograr el más difícil todavía: ser la más mística de todas sin dejar de ser expresiva y locuaz, sexy y vistosa. En lo último, Dany podía servirme de ejemplo, porque a sexy y a vistoso pocos le podían ganar. Lástima que el misticismo no le dejara ser un poco más simpático. Claro que yo no me lo guardé y se lo dije:

—Que el Amado me perdone, Dany, pero eres un cardo.

El se limitó a encogerse de hombros y a poner una cara semiborde que, sin duda, quería decir: los místicos somos así, bonita, lo tomas o lo dejas.

Y decidí que lo tomaba, a pesar de todo. Nunca he soportado no ya que me desprecien —siempre he sabido ponerme en mi lugar y nunca he permitido que los demás me coman ni un centímetro de mi terreno—, sino ni siquiera que se den ínfulas conmigo, pero la mística, según los libros que leí, tiene una primera fase que incluye no sólo el desapego de los bienes y los halagos terrenales, sino el aguantarse los ramalazos del temperamento, así que me guardé el genio en el revoltillo de la perdición y me dispuse a analizar lo que pudo haber fallado en aquel amago de arrobo místico que tuve la noche anterior.

Pudo haber sido la digestión, de acuerdo. Dany no fue amable, pero a lo mejor dio en el clavo. La dichosa tercera refacción, como se le llamaba a la cena en aquel sitio, consistió, de primer plato, en una menestra de verduras a base fundamentalmente de calabacines y puerros bastante bravíos, no sé si por haber sido recogidos prematuramente o porque les faltaba más de un hervor, manchada aquí y allá por trocitos de zanahoria que, por el contrario, estaban demasiado cocidos, como si hubieran ido a parar a la menestra procedentes de algún guiso del día anterior; porque el viaje me había abierto el apetito, pero en circunstancias normales no me habría importado nada guardar aquella noche un ayuno parcial. Claro que, en circunstancias normales, el ayuno habría sido casi absoluto si se tiene en cuenta que, de segundo plato, nos sirvieron una tortilla de pan, que yo no me lo podía creer, aunque al principio pensé que era tortilla de patatas, porque tenía la misma forma circular y la misma pinta que la tortilla española de toda la vida, pero el sabor enseguida se lo encontré curioso, y no desde luego por el perejil y la cebolla, sino porque la miga de pan frita es muy poco consistente y da algo de grima. Con cosas así, o eres ya muy mística, o el estómago se resiente. Sobre todo si se tiene en cuenta que, a las siete de la tarde, en aquellas primeras semanas de marzo, los días se alargaban ya lo suficiente como para que lo que de verdad te apeteciera fuese entretener la inquietud estomacal —una mística nunca debe tener hambre, supongo— con un té con pastas, y no con aquel comistrajo excesivo para merienda y raquítico, además de bastante grimoso, para cena. La verdad, es posible que se me descompusiese la digestión. Y con la digestión descompuesta no es fácil que un trance espiritual llegue a buen fin, eso hay que admitirlo. Dany podía tener toda la razón. Porque incluso lo único realmente comestible de toda la cena, unos pastelitos de manteca rellenos de cidra —cien por cien caseros o, mejor dicho, monacales—, tenía la santa virtud de engolliparte, con lo cual no había forma de caer en el exceso, aunque del ardor de estómago no te librabas. Y entrar en trance con ardor de estómago no parece viable.

De todos modos, aquel primer chasco también podía deberse a que, en la primera morada —que así lo había leído yo y me acordaba divinamente—, mi alma estaba aún tan metida en cosas del mundo, y tan preocupada por la hacienda o la honra o los negocios, que por mucho que el alma lo deseara no podía gozar de la hermosura del Amado, ya que no conseguía escabullirse de tantísimos impedimentos. Por descontado, eso era peor que un simple problema digestivo, pero menos ordinario. Era un inconveniente más estructural, como se dice ahora, pero siempre queda más fino luchar contra eso que contra una ardentía. De todos modos, hay que reconocer que lo que cuenta es el resultado, y el resultado fue que yo creía estar viviendo a tope mi primer encuentro con el Amado y, en realidad, la muchacha fogosa y comprometida que yo fui me jugó una mala pasada.

Después de la cena, en el refectorio, hubo un rato de recogimiento y tengo que admitir que se me cerraban los ojos de puro cansancio. Toda mi vida me ha pasado igual: a eso de las siete o las ocho de la tarde —y sea invierno o verano, otoño o primavera—, como esté en un sitio cerrado y sin moverme, y no digamos ya si estoy sentada o recostada y todo está en silencio, me entra un sueño superpesado. En general, el único modo de espabilarme un poco es dar una vuelta, hacer algo de ejercicio, tomar el aire, zascandilear. Pero en el monasterio de Santa María de Bobia, después de la cena y de la media hora de meditación que le sigue, toda la comunidad se retira a sus celdas y Dany me dijo que, aunque a los clientes de la hospedería no se les exige seguir el reglamento al pie de la letra, él no pensaba ser una excepción. A mí también me pareció una buena idea para empezar la subida al Monte Carmelo con buen pie. De modo que pasé directamente del sopor sin duda placentero del refectorio al sopor más placentero aún de mi celda, y al cabo de un tiempo que no sé calcular, pero que desde luego no creo que fuese larguísimo, me encontré sumida en ese estado que a una misma no acaba de convencerle ni como sueño ni como vigilia, porque todo te parece a la vez muy real y muy ficticio. Entonces ocurrió.

Me vi en la puerta de un pajar, monísima, muy fresca, recién bañada en una cascada de agua pura de montaña, perfumada con lavanda simplemente, vestida con un modelito adlib que me había comprado en Ibiza hacía siglos y que ya no usaba para no ser llamada antigua, aunque seguía favoreciéndome una barbaridad, y estaba apoyada en el tronco de un magnolio. Respiraba yo de manera muy sensual cuando, de pronto, como un fulgor, moreno, sonriente, apareció él. La mañana, ya de por sí luminosa, se puso más luminosa todavía.

Venía solo por el camino que llevaba derecho al pajar. No se movía como un junco porque eso es una mariquitada: se movía como un hombre se tiene que mover. Una vaca soñadora le salió al encuentro y él la saludó como si la conociera de toda la vida. Qué porte, me dije. Qué aura desprende. Cómo me mira. Cómo le ríen los ojos y cómo sabe que yo lo noto desde la distancia. Qué magnetismo derrama. Y cómo me desea. Porque yo me sentía muy deseada. Yo empecé a temblar como un pez que sabe que el gusano que baila frente a él está clavado en un anzuelo que será su perdición, pero no sabe ni quiere resistirse y, en el pajar, a mis espaldas, la paja empezó a crujir reclamando nuestros cuerpos, o sea, la unión del Amado con la amada.

Cuando llegó a dos metros de mi piel, su piel ya me quemaba. Mi respiración se hizo el doble de sensual. Un hormigueo apasionado me fue creciendo por mis bien torneados muslos hasta el pórtico de la gloria. Empezaron a sonar campanas en el aljibe secreto, allá donde las aguas se desbordan y te inundan con su gozo. El amplió su sonrisa. Cada paso que daba hacia mí era como si me desabrochara un corchete del vestido. Yo no quería moverme: sabía que aquella postura, apoyada en el magnolio, me favorecía. Tampoco quería desmayarme. Me llegaba, como un tigre de Bengala, el olor que desprendía. Su mirada era caliente y temeraria como el jefe de un comando palestino. Su aliento era tan dulce como el aroma de un melón de Murcia. Sus ojos tenían un brillo reconcentrado y espeso, como el oro de ley. Cuando alzó su mano, la acercó a mi cara y acarició con la parte de fuera de sus dedos mis mejillas, a mí me dio un calambre y traté de incorporarme ágil como una gacela, rápida como un lince, instantánea como un muelle, para que él pudiese ponerme la mano donde quisiera. Pero no conseguí despegarme ni un centímetro del tronco del magnolio. Inmediatamente pensé: el lumbago. Entonces él, cariñoso y socarrón, me susurró al oído:

—Tranquila. Déjame a mí.

Yo gemí:

—Por Dios, que me pierdes.

—Tú no sabes —me dijo— lo perdida que estás.

La paja del pajar ya no crujía: pegaba gritos. Yo llevaba en el pelo jazmines recién cortados; a mordisquitos, me los fue quitando uno por uno. Una cascada de agua pura de montaña empezó a caerme a mí en el monte del gozo. El modelito adlib era de escote bañera; con los dientes me lo fue despegando hasta dejar libres mis esculpidas bóvedas pectorales, que temblaban como tórtolas asustadas por los disparos de un cazador en una mañana de otoño. Por un esguince mental se me coló el sentido común que me dijo: «Niña, que estamos a principios de marzo, a ver si vas a resfriarte». De modo que, dulcemente, yo fui a protestar, pero él cortó de cuajo mis protestas con un beso de tornillo. Sus labios eran firmes como grilletes y suaves como brevas de Mazagón. Su mano derecha se hizo un hueco entre el magnolio y mi cintura y yo creí que se me quebraba el talle. Artritis, pensé. ¿Acaso estaba yo tan achacosa —me dije, horrorizada— que iba a echar a perder aquel momento tan sublime? Pero él ya me apretaba contra su cuerpo con mucha fuerza y entonces sentí toda su hermosura. Yo nunca había sentido tan cerca una hermosura tan grandísima. Me dislocó. Me volví pantera, todo el cuerpo se me hizo garra, sus ropas terminaron hechas jirones en un santiamén, el vestido adlib también acabó enseguida hecho trizas, porque los dos éramos de pronto de lo más felinos, aunque él más fuerte, así que me cogió en brazos, una ráfaga de viento terminó de desnudarnos, era imposible que la mañana se volviera más luminosa, la paja del pajar cantaba a voz en grito el Aleluya de Haendel, la mañana reventaba de tanta luminosidad, un coro de serafines vestidos de verde oliva salmodiaba melodías misteriosas aunque algo marciales y, en el momento en que él buscaba mi puerta de los suspiros, se produjo aquella revelación brutal y entonces, cuando yo esperaba ver por fin el rostro del Amado, le reconocí: no era el Amado, era ¡el Che Guevara!

Dany sin duda tenía razón. Una digestión difícil es capaz de, en lugar de ponerte mística, ponerte revolucionaria.

 

Pero no tengo ningún derecho a renegar de la muchacha fogosa y peleona que fui. Después de todo, lo que me había pasado tenía su lógica. Hubo un tiempo en que mi ídolo era el Che Guevara, aunque ahora estoy recicladísima, como todos. Comprendo que resulta llamativo el haber tenido unos gustos tan guerrilleros y acabar empeñada en alcanzar el misticismo, pero más vale eso, digo yo, que terminar como otros, haciéndose chalés cada vez más grandes a costa de pisarle el cuello a quien haga falta. Si el viejo Vinagre estuviera vivo, y si pusiera a un lado los pros y a otro lado los contras, a lo mejor el pobrecito mío no acababa de entenderlo, pero no se avergonzaría de mí.

Todavía era noche cerrada cuando volví a mis cabales de sopetón y comprendí que había dado el gatillazo místico. A las cinco, la comunidad se levantaba para rezar maitines, pero aún no eran ni las cuatro y a mí me dio por pensar que, en aquel instante, no había despierto ningún ser humano a quien poder contarle lo que me había pasado, lo desanimada que me sentía y la falta que me hacía un poco de consuelo y de orientación. Dany seguro que estaba a dos metros del suelo y en delicioso coloquio con el Altísimo. El hermano Benedicto quizá tuviera un sueño agitado, porque una pareja como la que formábamos Dany y yo era capaz de agitarle el sueño a cualquiera, pero seguro que ya tenía mucha práctica en la tarea de resistir las tentaciones, buscar en la tormenta y la oscuridad el rostro del Esposo y perseverar en el afán de perfección a pesar de los pesares. Yo, en cambio, estaba desvelada, sofocada, deprimida, desorientada y sola. Y sabía que no era bueno para el proyecto que tenía de salirme de mí ponerme a recordar, porque los recuerdos te amarran a lo que fuiste y no te dejan volar libre y sin peso ni pesares, pero la memoria no es tan fácil de sujetar, así que allí estaba yo, a oscuras, en la celda, tumbada boca arriba y con los ojos abiertos, recordando.

A mí siempre me había hecho tilín el Che Guevara. Nadie lo comprendía, claro. A las otras niñas —quiero decir a la Sarita y a la Marilín, con las que compartí casa durante algún tiempo en Cádiz, y a la Débora, que era uno de los chaveas de mi pueblo que se venía conmigo a la Colonia, los sábados por la noche, a cancanear en la Venta El Colorao— las volvía locas el Troy Donahue o el Alain Delon y otros artistas de ese estilo, y ponían sus fotos pegadas por todas partes, pero yo tenía un cartel grandísimo del Che en la cabecera de mi cama, un cartel que me había regalado Metralla, el mejor amigo de mi padre, cuando fue a París con otros hombres de la provincia, en autobús, para no sé qué cosa del Partido. A mí me gustaba aquella cara como de campo, pero con una cosa espiritual por dentro, y aquella barba medio a la virulé, como si le sobraran pelos por unas partes y le faltaran por otras, que a mí me parecía una señal clarísima de coraje y de personalidad. Y no es que yo le hubiera hecho ningún asco al Troy Donahue y al Alain Delon, pero con ellos habría sido una cosa de capricho, una relación sin profundidad, un pasar el rato y ponerme morada, desde luego, pero sin que por eso fuera a cambiar mi vida. En cambio, estoy convencida de que, de haberme tropezado bien y a gusto y largo y tendido con el Che, yo me habría convertido en otra mujer. Para empezar, seguro que me habría vestido de otra manera. Más sobria, con menos floripondios, incluso puede que con camisola y bombachos de guerrillera, porque naturalmente yo me habría echado con él al monte, pero como no se me presentó la oportunidad, como ninguno de los hombres que me caían cerca se parecía ni por el forro al Che Guevara, tuve que acomodarme a los gustos del común de los mortales y fui acumulando un vestuario selecto, lujosito y con muchas dosis de creatividad. Vestirme bien y cada vez mejor era, al fin y al cabo, una manera de irme perfeccionando, de no quedarme estancada, de no conformarme con cualquier cosa, de ir cada vez a más y llegar lo más lejos posible. Durante mucho tiempo, no tuve otra manera de conseguir eso. Los niños se convierten en hombres hechos y derechos y pueden ser médicos, científicos, escritores, alcaldes, actores o astronautas, y las niñas se convierten en mujeres hechas y derechas y pueden, aunque casi siempre con más fatiguita, ser médicas, científicas, escritoras, alcaldesas, actrices o astronautas; pero yo era un niño para todo el mundo y, sin embargo, quería ser una médica conocidísima, una científica famosísima, una escritora fenomenal, una alcaldesa queridísima por el pueblo, una actriz divina, una astronauta muy lista y muy valiente y, además, guapa de morir. También quería ser Miss España y casarme con un millonario americano. No era fácil precisamente conseguir todo eso, y ni siquiera una sola de esas cosas, cuando te llamas Jesús, acabas de hacer la primera comunión vestido de recluta de Marina y tu padre, en cuanto se ajumaba un poquito —y eso ocurría casi a diario— se liaba a decirle a todo el mundo que su hijo había sacado los cojones de Vinagre y acabaría sacándoles con sus propias manos las asaduras a los ricachones para que por fin tuvieran justicia los obreros y los campesinos. Mi padre era muy buena gente y trabajó desde chico en lo que pudo y cuando pudo, y en el trabajo era siempre muy formal y apagadito, pero con el vino toda la fuerza se le amontonaba en la boca y se le calentaban las fatigas de toda una vida y soltaba los disparates por arrobas, aunque nunca pasaba de ser un triquitraque. Eso sí, siempre tenía público y la gente lo jaleaba, seguramente porque todo el mundo sabía que era más inofensivo que un gorrión disecado y que si aquel hijo tan mirajazmín que tenía era el que iba a traer la revolución, aviada estaba la revolución. Y es que yo creo que mi padre, cuando hablaba de mí, en realidad no hablaba de mí, del hijo que tenía, sino del hijo que le habría gustado tener, y eso desde muy temprano, desde que yo era un renacuajo, porque yo era un renacuajo la primera vez que mi padre me pilló con el paso cambiado, vestido de una manera que el pobre se quedó sin respiración.

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