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Authors: Eduardo Mendicutti

Tags: #Humor, #Erótico

Yo no tengo la culpa de haber nacido tan sexy (3 page)

BOOK: Yo no tengo la culpa de haber nacido tan sexy
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Primera morada

El monasterio de Santa María de Bobia es gigantesco, pero muy sobrio, nada llamativo. Tiene forma de cruz, un color pardo casi idéntico al de los montes que lo rodean y, cuando lo ves desde la carretera comarcal y accidentadísima que pasa a menos de un kilómetro, te parece que aquello está abandonado desde hace un montón de tiempo. De la carretera sale un camino que, sin duda, está como está para que el cuerpo se te acostumbre enseguida a la penitencia y entres en ese lugar de recogimiento y oración perfectamente sacudida de molicie, modorra, melindres y medrosidades. De hecho, cuando aparcas frente a la hospedería, te bajas del coche, aspiras hondo para que se te ventilen los pulmones con el aire transparente de la sierra, te llevas las manos a las caderas y haces un poco de estiramiento de cintura, notas tanta ligereza interior que comprendes que todas las curvas y todos los baches del camino sirven para que te dejes en ellos todas las miserias de tu carne mortal.

—¿Habrá alguien aquí? —me preguntó Dany.

—¿Es que no notas —le pregunté yo, algo escandalizada— la presencia inconfundible del Amado?

Dany enseguida rectificó y dijo que sí, que la notaba estupendamente.

—De todas maneras —añadió—, no hay ni un solo coche. Me parece que vamos a ser los únicos huéspedes.

—Estupendo —dije yo—. Así tenemos al Amado para nosotros solos.

Junto a la puerta de la hospedería había una argolla de la que Dany tiró con tanta fuerza, tres veces seguidas, que yo temí que terminase armando un estropicio. Desde el interior del monasterio llegó el sonido escandalizadísimo de una campana que, por lo mucho que desafinó, no estaba nada acostumbrada a aquellos ímpetus. Y es que cuando Dany aplica su corpachón a tareas terrenales es que no calcula, así que puede causar estragos y, si andas cerca, te llevas unos sustos de muerte. Y si no que se lo pregunten al fraile que se asomó por la mirilla alarmadísimo y censurando, con una mirada entre atónita y descompuesta, tamañas brusquedades.

—Ave María Purísima —dije, con toda la dulzura de la que es capaz cualquiera que sepa que va camino de ser santa.

—Ave María Purísima —contestó el fraile, algo desencajado.

En realidad, el fraile no conseguía apartar la vista de Dany y la verdad es que no tuve nada claro si su invocación a María Santísima era una piadosa respuesta a la mía, o una incontrolada exclamación de asombro por lo que tenía delante y a lo cual no daba crédito. Y eso que Dany iba sencillo.

Llevaba Dany un pantalón de loneta tipo safari, con un montón de bolsillos no sólo en el delantero y en el trasero sino en los laterales y hasta media pierna, con lo que abultaban todavía más sus muchos abultamientos, porque, si bien todos aquellos bolsillos estaban reventones, no era porque los llevara llenos de cosas, sino por servir de desahogo a tantísima musculatura como Dany tenía por todas partes. Llevaba también un niqui blanco que, aunque le marcaba salvajemente los pezones, le daba a su torso una cierta serenidad, incluso cierto candor que convertía en piadosos sus suculentos pectorales, hasta el punto de resultar perfectamente compatibles con el arrobamiento. Una cazadora de color tabaco y tela de gabardina y hechuras generosas lograba dulcificarle mucho los hombros y los brazos. Pues bien: a pesar de todo, era evidente que el fraile estaba en ascuas.

—Este es un lugar de retiro y meditación —dijo, pero con la voz tan encogida que no me quedó nada claro si era una advertencia para nosotros o un recordatorio para sí mismo, sumido, como yo creo que estaba, en la debilidad y la vacilación.

—A eso venimos precisamente, padre —dije yo al momento, modesta pero decidida, y procurando que la ansiedad de mi corazón quedara patente.

Entonces él nos aclaró que no era padre, sino hermano lego, que su lugar estaba por designio del Altísimo en el ala del monasterio dedicada a hospedería, y que en el cuidado y vigilancia de las humildes pero escamondadas celdas en las que no cabían ambiciones ni pejigueras terrenales, sino sólo plegarias y otras selectas labores del espíritu y la inteligencia dirigidas al enriquecimiento exclusivamente interior, hallaba él consuelo para su poquedad humana y estímulo para su anhelo de perfección. Y que, si era cierto que buscábamos la paz de nuestras almas y el acercamiento a nuestro destino inmortal, habíamos estado acertadísimos al elegir aquella austera pero contrastada y prestigiosa posada del Señor, muy recomendable además por su relación calidad-precio.

—Son —dijo— tres mil pesetas por persona y noche en celda individual, cinco mil por dos personas en celda doble, y cuatro mil por persona en celda doble con uso individual. Pueden elegir cualquiera de las tres opciones, estamos en temporada baja.

—¿Comidas incluidas? —preguntó Dany, dejando por un momento de pensar en su alma para pensar en su corpachón.

—Por supuesto —dijo el hermano lego—. Aunque las refacciones estarán siempre caracterizadas por la sencillez y moderación que se les supone a la dieta monástica.

—Convencida estoy —me apresuré a decirle— de que las refacciones esas sobrarán para el mantenimiento de mi carne mortal. Alimento espiritual es lo que yo ansío, padre.

Dany me dio un codazo. Como no calcula, yo creí que me había roto una costilla. Y, después de todo, llamarle padre en lugar de hermano lego no era hacerle de menos, sino hacerle de más. Claro que también el que te hagan de más, cuando tú estás cultivando tu humildad como un huertecillo de modestas aunque delicadas verduras, no deja de ser una faena. De manera que, no sé si porque el hermano lego dejó que entrase en su alma un ramalazo de resentimiento y se puso farruco, o porque tampoco una puede dejar de ser una mujer de bandera de la noche a la mañana, aquellos ojos monásticos me dirigieron una mirada mitad compasiva, mitad incrédula. Claro que si con eso el hermano lego pensaba desanimarme y hacerme desfallecer, aviado estaba. Rebecca de Windsor no se desanima ni desfallece por tan poca cosa. Cierto que, como digo, yo no había tenido tiempo material para quedarme como una sílfide, pero desde luego había realizado un meritorio esfuerzo de sobriedad en el vestir que afectaba tanto al corte como al color de las prendas que había elegido para el viaje, y la prueba estaba en que, en aquel momento, a la puerta de la hospedería de Santa María de Bobia, llevaba puesto un camisero muy simple de color cobalto, de cuello cerrado por delante y tímidamente desbocado por detrás —y no sólo para no sofocar el airoso arranque de mi espalda, que es una de las cosas más bonitas y refinadas que tengo, sino para que el vestido no pareciese del todo un hábito y a mí me entrase la depresión—, las mangas en ranglán y hasta dos centímetros por debajo de los codos —lo que siempre queda discreto y favorecedor, sin caer indecentemente en la coquetería—, el talle alto y en suave desnivel de arriba abajo y de delante atrás, lo que permitía, a pesar de la inevitable salud de mi pechera durante tantos años bien apuntalada, difuminar bastante las redondeces que una dieta estricta, aunque equilibrada, aún no había logrado domesticar. No tengo que decir que el largo era estrictamente chanel, que es de una elegancia a la par prudente y combativa, y el calzado estrictamente cómodo, unos botines planos y con cordones, cerrados hasta el tobillo y que, sin ser estrictamente deportivos, tampoco eran estrictamente formales. Un prodigio de mesura, armonía y camuflaje era yo, vamos. Así que no había razones objetivas para que el hermano lego me mirase de aquella forma, como si la intuición le bastase para descalificarme como mística en ciernes, cuando cualquiera sin prejuicios de curilla interrupto podía apreciar en todo su valor la transformación que se había operado en mí, que, por las pintas, iba derecha a la quietud y el sosiego del alma, de donde después se parte para el éxtasis sin vuelta de hoja. Debo añadir, para más inri, que me había cortado el pelo en plan lesbiana con buen gusto, muy corto pero con volumen suficiente para conservar un aire de simpática feminidad, que tampoco era cosa de que el Amado confundiera a la Amada con un bombero. Pues bien: a pesar de todo, el hermano lego o me encontraba más falsa que un lacoste de Bangkok, o me consideraba todavía demasiado sexy.

—El alimento espiritual no está hecho para todas las bocas ni todos los estómagos —dijo el hermano, que ya empezaba a resultarme un poco sieso—, pero también es cierto que el hambre espiritual es una buena penitencia, y toda penitencia nos mejora.

A él, desde luego, parecía difícil mejorarle. Cuando abrió la puerta y lo vimos de la cabeza a los pies, resultó que era casi tan alto como Dany y nadie habría dicho que estuviese precisamente delgado, pero daba la impresión de tener las carnes sueltas, despegadas del esqueleto, como si el metabolismo lo tuviese tan descacharrado que ni poniéndose a pan y agua podía el pobre adelgazar, todo lo que conseguía era que las carnes se le fueran por un lado y los huesos por otro. En tiempos seguramente tuvo la cara redonda y los labios gordos y colorados, pero ahora lo llevaba todo descolgado y descolorido, casi tanto como el hábito entre beige y verdoso y que daba la impresión de estar demasiado planchado y muy poco lavado. Tenía los ojos grises y desconfiados y me miró como los peristas miran las alhajas que compran, como si estuviera calculándome los quilates o buscándome el contraste para confirmar que yo era de verdad lo que se temía: una mujer de rompe y rasga. En cambio, no conseguía sostenerle la mirada a Dany. Enseguida bajaba los ojos, como si entonces fueran los quilates los que le estuvieran escudriñando a él.

—La caridad —dijo, después de apartar por tercera vez consecutiva la vista del pectoral despampanante de Dany, y clavándome una mirada de experto en hostelería— se paga por adelantado.

Por nuestra parte, le aseguré, ni el menor inconveniente. Entonces se hizo a un lado con mucha ceremonia y dejó la puerta libre para que entrásemos en el recibidor de la hospedería. Era una habitación grande y casi desamueblada y allí se palpaba ya —me dije yo— la placidez y el recogimiento, para que las almas destempladas como las nuestras —al menos, como la mía— se fueran aclimatando, primero, a los inevitables escalofríos que acompañan al trance del desprendimiento y, más adelante, a las tórridas temperaturas del éxtasis. Y es que la mística, según yo había podido colegir, es como las Canarias: tierra de vivos contrastes. Por tanto, la tibieza que reinaba en el recibidor había que entenderla como aperitivo de sacudidas más extremas en el termómetro del alma una vez que el alma se aventurase al otro lado de aquellos muros.

—¿Celda doble, celdas individuales, o celdas dobles para uso individual? —preguntó el hermano lego, con mansedumbre, pero manejando con mucho desparpajo el teclado del ordenador.

El ordenador, como un arcángel punk, parecía fuera de lugar en aquella antesala de la experiencia mística. Allí el ordenador pegaba menos que un condón en un bautizo, las cosas como son. Estaba sobre el mostrador de madera oscura y línea severa, en uno de los extremos, y formaba con el mueble una especie de monstruo de cuerpo seco y formal y cabeza mecánica y estrafalaria, como si el guardián de aquella primera morada hubiera decidido de repente modernizarse de cabeza para arriba. Sacaba un poco de situación ver aquel chisme allí. Todo estaba en penumbra, aunque no sé decir si por falta de verdadera luz o por defecto de mis ojos, mayormente los interiores. Que bien pudiera ser que en la estancia hubiera luz más que suficiente, y el problema estaba en que yo llegaba con la firme determinación de ser santa por la vía del éxtasis, pero con los ojos todavía enturbiados por los achaques terrenales, entre los que sería tonto no reconocer una incorregible curiosidad, cierta tendencia a ponerme criticona y un poquito de miopía. Claro que, por otro lado, el ordenador lo veía estupendamente. Y no podía evitar que me pareciese un pegote y que se me notase mucho que me lo parecía.

Se me notaba tanto, que el hermano dijo, con una severidad muy poco caritativa:

—Dios también está entre los ordenadores.

Me ruboricé. Ya sé que puede parecer incongruente con mi temperamento y mi ánimo decidido y hecho a plantarle cara al lucero del alba, pero es que, aparte de lo antipático que era aquel señor, comprendí que mis humores aún se hallaban lejos de estar domesticados, que mi carácter extravertido seguía jugándome malas pasadas, y que me encontraba todavía lejísimos de alcanzar la divina dejadez que no se altera porque un monje lego te mire mal, los huéspedes de todas y cada una de las siete moradas figuren en un ordenador como los de cualquier hotel playero de tres estrellas, o haya que pagar la celda por adelantado. En eso, desde luego, también me llevaba Dany muchísima ventaja. Dany seguía impertérrito. Y eso fue precisamente —el que yo no interrumpiera su desarrollo místico con mis torpezas— lo que me llevó a decidirme por celdas separadas, aunque las preferí de capacidad doble, más que nada porque si nos llegaba el momento de levitar siempre agradeceríamos un poco de desahogo.

Las celdas estaban en el primer piso de aquella ala del monasterio y el hermano —o el ordenador— nos las asignó la una frente a la otra, separadas por el pasillo. La de Dany daba a una alameda alargada que bajaba hasta un río bastante raquítico que pasaba por allí, como un hormiguero verde y sombreado en medio de la solana. Desde la mía, por una ventana tan estrecha que daba hasta fatiga mirar por ella, apenas se veían un par de arcos del claustro y el patio interior de tierra en el que crecían algunos cipreses. Las celdas no tenían más de seis metros cuadrados, y eso que eran dobles, pero en cambio los techos eran altísimos, de manera que Dany no tendría problemas si, propulsado por el deseo de gozar cuanto antes de las gracias del Amado, se ponía a levitar como un helicóptero. El hermano, agobiado de pronto por una modestia tan estricta que le impedía levantar la mirada del suelo, nos dio a cada uno nuestra llave y dijo, en un susurro:

—Mi nombre es hermano Benedicto. Aquí no se necesita nada, salvo el gusto por la meditación y la oración. Son las seis y cuarto, a las siete es la cena, en el refectorio. A las siete menos cinco estaré en el recibidor. No se retrasen.

El hermano Benedicto se dio media vuelta, sin mayores protocolos, pero se tomó su tiempo para llegar a las escaleras y dejarnos a solas en aquel lugar en el que yo esperaba que empezase mi subida al Monte Carmelo. Claro que el secreto estaba en saber por dónde empezar. Miré a Dany como supongo que mira un náufrago a quien puede sacarle del apuro. Pero me percaté al segundo de que a Dany lo consumía el ansia de estar tan embebido, tan absorto y de todo su sentido tan privado que no estaba dispuesto a perder el tiempo en auparme un poco a mí. Sublime egoísmo, supongo. De modo que enseguida se encerró en su celda y me dejó sola en la oscuridad, como la pobre Audrey Hepburn en aquella película en la que hacía de ciega, aunque es verdad que a ella la asediaba un asesino y a mí mi lamentable vida por mis pecados detenida, lo cual me hacía estar a punto de romper en coplas del alma que pena por ver a Dios y con un mal tan entero que muere porque no muere. Cierto que tenía cuarenta minutos por delante. Y que cuarenta minutos pueden ser una eternidad, sobre todo si una no tiene sus pinturas y sus potinguitos para ordenarlos en el tocador —en el caso, y ésa es otra, que hubiera tocador—, ni un equipaje abundante y variado que haya que disponer en el ropero. Lo único que yo tenía allí era a mí misma, sexy y pecadora Rebecca de Windsor, y unas ganas locas de entrar en trance. Pero, claro, hay que ser ya muy santa para entrar en trance en cuarenta minutos.

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