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Authors: Eduardo Mendicutti

Tags: #Humor, #Erótico

Yo no tengo la culpa de haber nacido tan sexy (10 page)

BOOK: Yo no tengo la culpa de haber nacido tan sexy
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—Lo siento —dije, muy sincera—. No lo sabía.

De pronto, aquel hombre que se había muerto sin darse jamás el gusto de hacer lo que su alma le pedía me caía bien. Era como uno de esos antepasados que una tiene y a los que acaba cogiéndoles cariño cuando descubre que tenían el mismo defecto, la misma enfermedad, el mismo fario o la misma pena que una. Es verdad que le había hecho bien hecha la puñeta a su alma, pero seguro que no fue por su gusto, sino porque no pudo ser de otra manera. Las cosas, por suerte, han cambiado una barbaridad, aunque lo que es sufrir, se sigue sufriendo. Aquel hombre tuvo la mala fortuna de que el alma le saliera
drag-queen
fuera de temporada: lo pasaría fatal. Aunque no se le notase. Aunque en toda su vida no se permitiera otro desahogo que aquel de pedir mucho color en su entierro. Bien mirado, me dije yo, no dejaba de ser un entierro como muy a lo Marlene Dietrich.

El funeral estaba terminando. De nuevo nos habíamos puesto todos de pie y la ceremonia había tomado un aire específicamente fúnebre: después de todo, aunque para cualquier cristiano el encuentro con el Señor es motivo de júbilo, aquello no dejaba de ser un funeral, y seguro que había personas muy afectadas. Yo seguía sin distinguir a la viuda y a los hijos, pero me dio apuro preguntárselo al alma del finado, me parecía de tan mal gusto como preguntarle a la segunda mujer de cualquier mortal por la primera mujer del susodicho. Lo que sí le pregunté al alma del muerto fue:

—¿Tienes planes?

—Viajar —dijo ella—. Conocer hombres. Jugar con sus sentimientos. Y cuando alguno se me ponga a lloriquear, diciéndome que por mi culpa se fue a la guerra y que ha cambiado horrores desde que le dejé, le contestaré, como le contestaba la loca de la Marlene a Clive Brook, que yo también he cambiado: «De peinado, querido».

Le miré el peinado. Lo tenía cuidadísimo. Desde luego, para ser el alma de un caballero de Castilla había salido muy creativa y muy suelta.

El coro de la abadía entonó un
Réquiem
polifónico de mucha sonoridad y mucho virtuosismo. El abad dio la venia para que se cerrara el ataúd. Luego, seis seglares jóvenes y fornidos lo alzaron en hombros. La comitiva emprendió una marcha lenta y llena de recogimiento por el pasillo central de la iglesia, camino del patio. Muchas personas se santiguaban con devoción al paso del féretro, y algunas cabeceaban con pesadumbre en señal de despedida. Yo noté que el alma del difunto estaba emocionada, aunque trataba de disimularlo con aquel aire de artista de cine con fama de comehombres. Cuando el féretro pasó por delante de nosotras, ella tragó saliva, se humedeció los labios, tensó y destensó los músculos faciales para que el rostro le quedase limpio de tensiones emotivas, se volvió hacia mí y me preguntó:

—¿Vienes al cementerio? El panteón es una obra de arte.

A mi espalda, Dany, como si hubiera escuchado la pregunta, me dijo:

—Vámonos enseguida a la hospedería, no sea que nos quedemos de nuevo sin habitaciones.

No hizo falta que yo dijese nada. El alma del muerto sonrió, muy comprensiva.

—Ha sido un placer —dijo, y me dio dos besos muy estilosos.

—Mucha suerte —dije yo. Y no sé por qué me acordé en aquel momento de mí misma el día que dejé mi casa, el día que dejé a mi gente, para irme a Cádiz, a empezar a vivir como lo había soñado desde que tuve uso de razón.

 

En vela, pero con los pies en el suelo, me pasé las tres noches siguientes. Y es que la abadía de San Esteban de los Patios, de noche, era como yo me he imaginado siempre que tiene que ser el Purgatorio. De día no es que aquello fuese Disneylandia, pero había un cierto ajetreo de frailes y huéspedes que iban de un lado para otro, entregados a algún trabajo manual o a la lectura o a pasear tranquilamente sumidos en la meditación, y hasta eso, dar barzones por los patios con la mente ocupada en desentrañar los misterios espirituales, levanta su rumorcillo y distrae el oído de quien, como una servidora, todavía lo tiene muy sensible a los bullicios de este mundo. Sin embargo, en cuanto se ponía el sol —y en aquella época del año el sol se ponía allí a las seis de la tarde— sobrevenía una calma tan absoluta, pero tan melindrosa, que a un oído tan cogelotodo como el mío no había sonido que se le escapase. Y mientras los sonidos eran relajados y armoniosos, como en los rezos y las salmodias de vísperas y completas, una se podía ir poniendo en situación, pero cuando empezaban a salir de todas las celdas y todas las habitaciones aquellos ruidos de latigazos, y los ayes lastimeros —cuando no los gritos desgarradores de todos los que se flagelaban o se dejaban flagelar, yo me ponía mala y ya no podía ni pegar ojo ni sumergirme en la fuente que mana y corre. Bueno, la verdad es que ni siquiera daba con la susodicha fuente. Entonces me liaba a pensar en lo bien que se lo estaría pasando el alma decidida y liberada de don Rodrigo González de Aguirre.

Y pensaba con mucha aplicación en el alma de don Rodrigo para ver si de esa forma dejaba de pensar en lo otro. Porque ya no se trataba sólo de que oyese, como los oía, los lamentos y gritos de dolor, es que no podía quitármelos de la cabeza. Quiero decir que, el primer día, tardé mucho en reaccionar, pasó por lo menos una hora antes de que me pusiera en los oídos unos tapones de cera que siempre llevo conmigo porque desde renacuajo he sido de sueño ligero —aunque estaba convencida de que, en la placidez de los monasterios en los que planeábamos hospedarnos, no los iba a necesitar—, y quedó clarísimo que llegué tarde, porque era como si los ayes se me hubieran clavado en la memoria, y allí estaban, impertérritos, aunque los tapones de cera me dejasen, como me dejaban, sorda como una tapia. Y al día siguiente, y al otro, no sirvió de nada que me encajase los tapones a las cinco de la tarde, porque es cierto que dejé de escuchar todos los sonidos corrientes, los agradables y los desagradables, pero desde el momento en que todo el mundo, después de completas, se retiraba —a sus celdas, los monjes; a sus habitaciones, los huéspedes— empezaba yo a oír aquel concierto de gemidos, con algún alarido intercalado, que era exactamente el mismo que el que yo siempre me he imaginado como típico del Purgatorio.

Qué angustia. Me imaginaba yo los cuerpos retorciéndose, pero sin parar de castigarse, porque tenían que purgar sus culpas. Me imaginaba a aquella pareja que tenía una pinta tan fenomenal —el cincuentón canoso y la cuarentona bajita, pero bien formada— turnándose con el látigo, y la veía a ella desnuda y amarrada al sobrio cabecero de madera de la cama, con su media melena pringosa como una aljofifa después de fregar un quirófano, con todo el cuerpo en carne viva, con la voz ronca por el sufrimiento, pero sin dejar de pedir más latigazos porque estaba a punto, lo que se dice a punto de levitar; y lo veía a él, al principio él no iba completamente desnudo, llevaba un taparrabos de cuero que le sentaba como un guante, y desde luego se conservaba divinamente para la edad que tenía, se le marcaban bastante los músculos cada vez que pegaba el latigazo, y estaba empapado en sudor, a veces la sangre de ella le salpicaba y era como si a él se le acabara de reventar un grano, pero la verdad es que él no perdía el estilo en ningún momento, ni siquiera cuando perdía la cabeza y se ponía a chillar y a decirle a ella que ya estaba bien, que también él quería sufrir, que también él quería purgar sus culpas, que también quería estar completamente desnudo, amarrado a la cama, cosido a latigazos, y entonces él la desataba a ella y ella se resistía y pedía más y él la sacaba de la cama a empujones y se tumbaba y empezaba a pegarse latigazos —lo que, en aquella postura, resultaba complicadísimo— hasta que ella iba entrando en razón y comprendía que ni siquiera en la penitencia hay que ser agonías y cogía el látigo y él empezaba ya a pegar unos gritos que rompían el corazón. Claro que, para gritos, los que pegaba la muchacha pequeña y pálida mientras el hombretón rubio le daba latigazos. Yo los oía. Los oía como si ellos estuvieran dentro de mi habitación. El hombretón rubio, completamente en cueros, desde luego era un adonis. Pero daba miedo ver cómo pegaba a la chiquilla, y eso que la chiquilla estaba tan de acuerdo con que le pegase que, cuando el latigazo le acertaba en el estómago, ella se lo abrazaba para que el látigo —y, de paso, los trozos de las piedras que lapidaron a san Esteban— se le quedase clavado el mayor tiempo posible. Entonces el hombretón protestaba, como es lógico, porque él también quería ser flagelado, como quería ser flagelada la mujer alta cuando el hombre bajito ya era lo que se dice un guiñapo, y eso que el hombre bajito no gritaba como un réprobo, el hombre bajito gemía como un perrillo con calentura, y como el hombre bajito no estaba para nada y la muchacha pequeña tampoco, y sobre todo no estaban para liarse a latigazos con la mujer alta y el hombretón rubio, respectivamente, el hombretón rubio y la mujer alta cogían los látigos y salían al pasillo y se buscaban con verdadero frenesí, y allí mismo, en el pasillo, cuando se encontraban, se ponían a flagelarse como fieras el uno al otro, y toda la hospedería se llenaba de sus ayes desgarradores, y aquellos ayes se enredaban con los ayes de la pareja con una pinta fenomenal, y con los de Dany, que también salía de su habitación, a ver si alguien le daba con el látigo más fuerte de lo que se daba él, y yo me lo imaginaba todo con una claridad que se me ponía un cuerpo malísimo, y no servía de nada que me empujase como una fanática los tapones de cera que me había puesto en los oídos, al contrario, cuanto más me empujaba más ayes oía, y no sólo los de Dany y los del hombre cincuentón y la mujer cuarentona y el hombretón rubio y la muchacha pequeña y la mujer alta y el hombre bajito, no sólo ésos, sino muchos más, todos los que llenaban la abadía como llenan el Purgatorio, en cuanto se ponía el sol. Así durante tres días. Y el cuarto día me planté y me dije: Rebecca, esto no es lo tuyo.

También se lo dije a Dany, sin la menor contemplación:

—Hoy mismo nos vamos. A mí esto me bloquea la experiencia mística como no te puedes ni imaginar.

Dany intentó hacerse el remolón y se puso a explicarme los buenísimos resultados que da la vía punitiva durante las primeras moradas. Pero yo le dije que a mí la vía punitiva sólo me daba escalofríos y que yo me imaginaba la santidad, y especialmente la santidad mística, de una forma mucho más poética, sin aquella carnicería horrorosa, con mucha luz y un aire muy limpio, con una piel muy tersa, con unas posturas sencillas pero elegantes, con una música suave y con suspiros producto del embeleso, no con aquellos alaridos más propios de un aldea en tiempo de matanza que de un vergel frondoso donde la amada —enajenada, desde luego, pero dulcemente— retoza con el Amado.

—Rebecca —me dijo él—, el éxtasis no es una verbena. Tiene una primera fase muy dura, puesto que el alma debe liberarse de las miserias del cuerpo y para eso hace falta que el cuerpo sufra.

Pero yo no quería que mi cuerpo sufriera. Ya me privaba yo lo suficiente de las cosas que me pedía el cuerpo como para, además, darle una paliza. Mi cuerpo podía ponérseme farruco y decirme, con razón: ¿para esto querías el cuerpo que tienes, desgraciada? Bien estaba no darle emociones mundanas ni caprichos, pero de ahí a dejarlo para el arrastre había un trecho. Y mi alma seguro que tampoco era demasiado tiquismiquis. Como además mi alma ya tenía corrido todo lo que en esta vida se puede correr —y no como el alma de don Rodrigo González de Aguirre, que, en cuanto pudo volar por su cuenta, salió escopeteada a alternar y a conocer mundo—, tenía mucho ganado, o debería tenerlo si en aquello de la mística había justicia, para gozarse mutuamente con el Amado, adentrándose con él en la espesura sin necesidad de dejarse antes el cuerpo hecho una llaga.

—Tiene que haber un sitio —le dije a Dany— donde se pueda combinar el descanso honesto y sano, e incluso un poco de ejercicio de puro mantenimiento, con el cultivo intensivo de la espiritualidad.

Dany intentó protestarme, pero yo rebusqué en mi bolso las llaves del coche, comprobé ostensiblemente que las tarjetas de crédito estaban en su sitio, hice un comentario candoroso sobre lo urgente que era encontrar en alguna parte un cajero automático porque estábamos sin
cash
, y a Dany debió de iluminarle en aquel momento el Espíritu Santo sobre el camino a seguir, porque, con cristiana resignación y docilidad de chico de compañía, fue y dijo:

—Está bien. Yo conozco el sitio que buscas.

Claro que por lo visto había un inconveniente: los padres benedictinos del santuario de San Juan de La Jara, cuyas instalaciones contaban incluso con certificado de calidad de la Unión Europea, sólo admitían a hombres.

Tercera morada

Cuando por fin me vi instalada en una habitación preciosa con impresionantes vistas a la sierra de La Mortera y a las peñas de Armijo, me alegré de lo que había hecho. Lo que no podía imaginar era el desbarajuste interior, y sobre todo el reloqueo hormonal, que aquello iba a ocasionarme.

Es verdad que tuve muchas dudas, porque era como plantarse de sopetón en un pasado remotísimo, igual que en esas películas en las que el piloto de un avión supersónico y con todo el cacharrerío a la última se encuentra de repente en un paisaje prehistórico y empiezan a pasarle cosas que sucedieron hace millones de años. Por eso nada más tener la ocurrencia tuve también un reventón de remordimiento, y empecé a darle vueltas, a decirme que a lo mejor no tenía ningún derecho a mudarme a vivir a mi propia prehistoria, que también eran ganas de jugar con fuego, que a nadie con dos dedos de frente y una mijita de consideración consigo mismo se le ocurre, al cabo de los años, echarse al cuello la soga con la que estuvieron a punto de ahorcarlo, o embadurnarse de nuevo la cara con un potingue que casi le arruina el cutis para siempre por culpa de una reacción alérgica. Pues algo parecido a eso era quizá lo que yo estaba a punto de hacer.

En el otro plato de la balanza estaban los deleites incomparables que, según la propaganda del albergue de San Juan de La Jara, se llegan a establecer entre el amigo y el Amado. El folleto, profusamente ilustrado con fotografías muy artísticas y sugestivas de las instalaciones que el santuario ponía a disposición de los huéspedes —piscina, frontón, pista de tenis, gimnasio completísimo y sauna, además de salas de lectura y de un salón social destinado «a disfrutar de la mutua compañía sin menoscabo alguno de la virilidad»—, hablaba de los gozos de la divina camaradería, del delirio exclusivo que está reservado en el verde embeleso de la vida celestial al amor de los amigos, de los sublimes espasmos que proporciona la fraternidad bien entendida y mejor elevada hasta las cumbres del espíritu, y de los manjares que celosamente se guardan para el amigo en la alacena cuya llave sólo tiene el Amado. Leías tan embriagadora y espiritual provocación y, claro, se te ponían los dientes largos.

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