El que tenía detrás era enorme. Parecía imposible que un hombre de ese tamaño pudiera moverse. Vestía de negro, y una especie de red le cubría la cabeza, parecida a las que en otras épocas usaban los hombres para estirarse el pelo.
El menos grande le puso al padre McKean una mano en el pecho.
—¿Adónde vas, cuervo?
Presa de la ansiedad que le produjo el obstáculo, el sacerdote volvió la mirada hacia la derecha. El hombre de la chaqueta verde todavía estaba allí y observaba la escena sin ninguna expresión. Volvió a mirar a la persona que tenía delante.
—¿Qué quieres, Jonas? No me consta que hayas sido invitado.
—Iron-7 no necesita una invitación para meterse entre estos capullos. ¿No crees, Dude?
Impasible, el gigante hizo un simple gesto de asentimiento.
—Bien. Ya que has demostrado lo fuerte que eres, creo que puedes irte.
Jonas Manson sonrió, mostrando un pequeño diamante encastrado en un incisivo.
—¡Eh, eh!, un momento, cura, ¿qué prisa tienes? Soy el hermano de uno de los artistas, ¿no puedo admirar sus obras como el resto de la gente?
Echó un vistazo al interior y más allá del padre McKean entrevió a Jubilee, que estaba junto a sus cuadros y hablaba con algunas personas.
—Allí lo tienes: ése es mi muchacho.
El hombre que se hacía llamar Iron-7 apartó al sacerdote y se dirigió hacia Jubilee seguido por la impresionante figura de Dude. A su paso, los presentes se apartaban por puro instinto de conservación. El padre McKean los siguió para intentar tener la situación bajo control.
El supuesto rapero llegó junto a los cuadros y, sin siquiera saludar a su hermano, se colocó junto a las obras con una pose afectada. Cuando lo vio llegar, Jubilee había enmudecido dando un paso atrás y había empezado a temblar.
—Sí, sí. Mercadería fuerte. Muy fuerte. ¿Qué opinas, Dude?
Una vez más el coloso, sin abrir boca, confirmó las palabras de su jefe con un movimiento de la cabeza. John, que había captado la fragilidad de la situación, se acercó y trató de meter su cuerpo entre Jonas y Jubilee.
—Vosotros no podéis estar aquí.
—¿Ah, sí? ¿Y quién lo dice? ¿Tú, gilipollas?
El rapero se volvió hacia King Kong y sonrió.
—Dude, quítame a este tontainas de encima.
La enorme mano del gigantón aferró a John por el cuello de la camisa. Lo atrajo hacia sí como si no tuviera peso y lo arrojó hacia atrás, haciéndolo chocar contra la balaustrada. El padre McKean intervino para apaciguar los ánimos en previsión de consecuencias mucho más graves. Si se hubiera producido una pelea, alguien podría morir.
—Déjalo, John. Ya me ocupo yo.
A Jonas se le escapó una risotada grosera.
—Bien, sí, ocúpate tú.
Mientras tanto, alrededor de ellos se había hecho el vacío. Todas las personas que estaban cerca, aun ignorando qué ocurría, entendieron que lo mejor era apartarse de esos dos sujetos de modales rudos y caras de pocos amigos.
—Tú y yo tenemos que hablar de negocios, cura.
—Tú y yo no podemos tener ningún negocio en común, Jonas.
—Métete el orgullo en el culo. Sé que lo estáis pasando mal en ese lugar, tío. Yo os puedo echar una mano. Pensaba que veinte de los grandes no os vendrían pero que nada mal, ¿captas el sentido, curita?
El padre McKean se preguntó quién le había dicho a ese delincuente que Joy tenía dificultades económicas. Por supuesto que no había sido su hermano, que lo evitaba como a la peste y le tenía terror. Estaba claro que en ese momento veinte mil dólares serían un maná del cielo para las arcas exhaustas de la comunidad. Pero no podían provenir de ese hombre, con todo lo que cargaba a sus espaldas.
—Puedes quedarte con tu dinero, Jonas. Nos arreglaremos solos.
Jonas le hincó un dedo índice en el pecho y empezó a repiquetear como si quisiera perforarle el esternón.
—¿Rechazas mi pasta, tío? ¿Piensas que no vale?
Hizo una pausa, como si reflexionase sobre lo que acababa de decir. Levantó la mirada hacia el padre McKean.
—O sea que mi pasta no te va... —Y señaló a las personas presentes y su cólera explotó—. Pero la pasta de estas cagarrutas sí, ¿verdad? Estos tipos de traje y corbata, que se dan aires de integridad, son los que compran las putas y la porquería que vendo yo. Y estas tías con pinta de santurronas son las que van por ahí en busca de jodienda con todas las pollas negras que pueden comprar, ¿te enteras, tío?
Un rumor de agitación detrás del padre McKean. Sin necesidad de volverse, el clérigo comprendió que una de las señoras presentes se había desmayado. El rapero siguió esparciendo veneno y rencor.
—Yo solamente quería hacer el bien. Ayudar a mi hermano y a esa mierda de lugar donde estáis.
Jonas Manson se metió una mano en el bolsillo y la sacó empuñando una navaja automática. El padre McKean oyó un chasquido seco cuando se abría y vio la hoja brillar a la luz. El murmullo de la gente se hizo audible y se mezcló con el ruido de pasos en la terraza. Un par de mujeres emitieron chillidos nerviosos.
Jonas se volvió hacia Jubilee con la navaja en la mano. El chico lo miraba aterrorizado.
—¿Has oído, hermanito? La corneja se hace el héroe.
Jubilee retrocedió aún más, mientras Jonas se acercaba a los cuadros. El padre McKean intentó interponerse, pero Dude se movió con una agilidad insólita para un tipo de su envergadura. Le rodeó el pecho con el brazo y lo inmovilizó. Cuando apretó, el sacerdote notó que el dolor le recorría el cuerpo y los pulmones se le vaciaban.
—Tranquilo, cura, son asuntos de familia.
El vándalo se volvió de nuevo hacia Jubilee, que estaba a punto de desmayarse.
—Entonces... tú no dices nada y permites que este hijo de puta insulte a tu hermano.
Con un rápido movimiento hizo un tajo en diagonal en el cuadro que tenía más cerca. Estaba por hacer lo mismo con la siguiente pintura cuando una voz surgió desde un lugar a la derecha.
—Bien, muchachos, ya os habéis divertido, ahora tirad la navaja y echaos al suelo.
El padre McKean se dio la vuelta y vio a un agente uniformado. Estaba de pie sobre la hierba y apuntaba a Jonas con la pistola. El pseudo rapero lo miró con aire indiferente, como si el que lo apuntaran con un arma fuera para él un hecho como cualquier otro.
El policía hizo un gesto impaciente.
—¿Has escuchado lo que te he dicho? Échate al suelo con las manos en la cabeza. Y tú, orangután, suelta a ese hombre.
Cuando la presión disminuyó, el padre McKean inspiró todo el aire que pudo. Dude se separó y se puso junto a su jefe. Con lentitud, ambos se echaron al suelo con las manos en la cabeza. Lo hicieron como si fuera una amable concesión y no una orden.
Mientras el agente los tenía bajo control y pedía refuerzos por la radio, el sacerdote, libre al fin, volvió la mirada hacia el estanque. Con ojos ansiosos recorrió la orilla y la pista para ciclistas, a la búsqueda de alguien a quien no encontró.
Su pesadilla, el hombre de la chaqueta verde, había desaparecido.
Vivien escuchó con preocupación las variaciones del ruido del motor mientras el helicóptero bajaba.
No le gustaba volar. No le gustaba estar a merced de un medio desconocido sobre el que no tenía control, que hacía que se sacudiera con las turbulencias y la ponía en guardia ante cualquier vaivén en el rotor. Se asomó por la ventanilla para mirar el suelo que se acercaba. Bajo ellos estaban las luces del mundo, suspendidas en una negra masa de oscuridad que parecía invadir la tierra entera. Las luces triunfales propias de una gran ciudad, y las más pequeñas y separadas como satélites, de las pequeñas poblaciones que la rodeaban. El helicóptero se inclinó e hizo un ágil viraje a derecha. Abajo, enfilados por la proa del aparato, unas señales luminosas delimitaban la pista de un pequeño aeropuerto.
La voz del piloto le llegó por sorpresa a los auriculares. Durante todo el viaje no habían intercambiado una palabra.
—Aterrizaremos en un momento.
Vivien recibió el anuncio con placer. Esperaba hacer el viaje de vuelta con un resultado que le permitiera afrontar con otro estado de ánimo ese paréntesis en el oscuro vacío.
La oscuridad los había sorprendido a mitad del trayecto y Vivien había entendido la necesitad de contar con sofisticado instrumental de vuelo, aun cuando le asombraba que el piloto pudiese descifrar algo en el batiburrillo de colores que era el cuadro de mandos.
Junto a ella, apoyado en el vidrio de su lado, con la cabeza ligeramente inclinada hacia atrás, Russell se había quitado los auriculares y dormía con leves ronquidos. Vivien se quedó un rato mirándolo bajo la reverberación de las luces del cuadro de mandos. Recordó la cabeza de Russell apoyada en la almohada, su respiración regular en la penumbra la noche en que había abandonado la cama para dirigirse a la ventana.
La noche en que el mundo explotó, en todos los sentidos.
Como si aquella imagen fuese la inesperada y violenta proyección de un sueño, Russell abrió los ojos.
—Debo de haberme dormido.
—A menos que ronques estando despierto, yo diría que sí.
Él se volvió hacia la ventanilla. Bostezó.
—¿Dónde estamos?
—Estamos bajando, hemos llegado.
—Bien.
Vivien volvió a estudiar la superficie debajo de ellos. Después de esa breve ausencia, la tierra se preparaba para recibirlos otra vez, pero ahora a muchos kilómetros de distancia de donde habían partido. Sentía que la urgencia la chupaba hacia abajo como una vorágine y que la responsabilidad que tenía sobre su espalda era demasiado grande.
Después de su conversación con Jeremy Cortese, habían necesitado casi todo lo que quedaba del día para conseguir un resultado. Bellew se puso en contacto con Willard, el jefe de policía, que de inmediato proporcionó el soporte que se necesitaba para ese tipo de búsqueda. Un número no precisado de agentes se desplazó por los grandes y pequeños hospitales de Manhattan, el Bronx, Queens y Brooklyn
.
Código RFL
.
La indagación se extendió a Nueva Jersey, pidiendo apoyo a la policía local. Ellos tres se quedaron a la espera en el despacho de la segunda planta, cada uno atrapado por sus fantasmas personales y unos dudosos medios para exorcizarlos
.
Vivien compartimento su tiempo entre el deseo de que sonase el teléfono del capitán y el temor de que sonase el suyo, con malas noticias de la clínica donde estaba internada Greta. Russell se sentó en una butaca y tenía las piernas apoyadas en una mesilla. Miraba el vacío, demostrando un poder de abstraerse que Vivien no había sospechado que poseyera. Durante todo el tiempo, el capitán estuvo leyendo informes sin parar, pero Vivien estaba dispuesta a apostar que no asimilaba ni una palabra. El silencio se transformó en una telaraña que ninguno tenía ganas de romper. Las palabras llevarían a nuevas conjeturas y esperanzas, y en aquel momento lo único que servía era un mensaje concreto de la realidad
.
Cuando sonó el teléfono fijo, la luz más allá de las ventanas anunciaba la llegada del atardecer. El capitán se llevó el auricular al oído con una velocidad que, no obstante las circunstancias, Vivien logró definir como propia de dibujos animados
.
—
Bellew. —La expresión impasible del capitán no transmitía nada a las caras ansiosas de Russell y Vivien—. Espera. —Cogió bolígrafo y papel y Vivien lo vio escribir con rapidez lo que le dictaban—. Buen trabajo, chicos. Magnífico, os felicito
.
Todavía no había colgado cuando alzó la mirada hacia Vivien y le dio el papel que había escrito. Vivien lo cogió como un objeto candente
.
—
Tenemos un nombre, nos lo han dado en el Samaritan Faith Hospital de Brooklyn. Dos enfermeras de turno se acuerdan perfectamente de un tipo como ése. Dicen que era un verdadero monstruo, desfigurado de pies a cabeza. Murió hace poco más de seis meses
.
Vivien dirigió los ojos al papel que sostenía y leyó, escrito con la letra rápida e inclinada del capitán:
Wendell Johnson - Hornell NY 7 de junio de 1948
140 Broadway, Brooklyn
Le pareció increíble que una sombra a la cual habían dado caza sin resultado, de golpe resultara ser una persona, un ser humano con nombre, dirección y fecha de nacimiento. Pero era igualmente increíble el número de víctimas relacionadas con ese nombre, y la posibilidad de que otras se agregaran para que el número aumentara
.
Mientras ella leía, Bellew ya había entrado en acción. Su mente, como la de todos, en aquel momento era alimentada por las prisas y la angustia. Ya estaba hablando con la centralita
.
—
Ponme con la policía de Hornell, en el estado de Nueva York
.
Mientras esperaba, activó el altavoz, para que todos pudieran oír
.
Una voz oficinesca brotó del pequeño altavoz del aparato
.
—
Comisaría de policía de Hornell, ¿en qué puedo servirle?
—
Soy el capitán Alan Bellew, de la comisaría del Distrito Trece de Manhattan. ¿Con quién hablo?
—
Soy el agente Drew, señor
.
—
Quiero hablar con su jefe. Lo más rápido posible
.
—
Un momento, señor
.
La comunicación se puso en espera, con el fondo de una cancioncilla. Poco después, una voz profunda y con un tono mucho más maduro que la anterior, dijo:
—
Capitán Caldwell
—
Soy el capitán Alan Bellew de la policía de Nueva York
.
Del otro lado hubo un breve silencio. Nombrar a la Gran Manzana en aquellos días traía de inmediato a la mente unas imágenes de edificios en llamas y cadáveres cubiertos con plásticos
.
—
Buenas tardes, capitán, ¿qué puedo hacer por usted?
—
Necesito información sobre un tal Wendell Johnson. Según los datos de que dispongo nació en Hornell el siete de junio de 1948. ¿Tiene algo en sus archivos?
—
Un momento
.
Sólo se oía el sonido de dedos que trabajaban con velocidad sobre el teclado. Poco después regresó la voz del capitán Caldwell
.
—
Aquí lo tengo. Wendell Bruce Johnson. El único antecedente que consta es un arresto por conducir en estado de ebriedad en mayo de 1968. No hay nada más sobre él
.