Yo soy Dios (34 page)

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Authors: Giorgio Faletti

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: Yo soy Dios
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El Russell que Vivien había visto la primera vez estaba de regreso. Irónico y distante, aislado a la vez que amistoso. Concluyó que la noche pasada junto a él había sido un error que no se repetiría.

—Cuando esta historia termine, haré que te regalen un coche de policía.

Enseguida vieron el lugar que buscaban. Sobre la izquierda, de cara al parque, había un edificio en construcción, no tan alto como para ser considerado rascacielos, pero con la suficiente cantidad de plantas como para infundir respeto. La agitación de grúas y el movimiento constante sobre los andamios de hombres con cascos de colores, transmitía el fervor por terminar los trabajos.

Russell echó un vistazo a los alrededores.

—Es un número recurrente. Como si todo estuviese destinado a suceder en esta calle.

—¿Qué quieres decir?

Russell señaló un punto impreciso a sus espaldas.

—Estamos en la calle Veintitrés. El cuerpo de Sparrow fue encontrado a esta altura, sólo que hacia el este.

A Vivien le hubiera gustado decir que en su trabajo coincidencias como ésa se producían con más frecuencia que en las películas. Los caprichos del destino y lo previsibles que eran las personas eran la verdadera base de las investigaciones.

Aparcó el Volvo frente a las obras y se apearon. Un trabajador con casco amarillo se volvió hacia ellos para protestar.

—¡Eh! No se puede aparcar aquí.

Vivien se acercó y le mostró la placa.

—Estoy buscando al señor Newborn. Chuck Newborn.

El hombre señaló una caseta prefabricada levantada sobre el lado izquierdo del edificio, casi debajo de una gran terraza voladiza en la tercera planta.

—Lo encontrará en la oficina.

Vivien guió a Russell hacia la precaria construcción pintada de blanco. La puerta estaba abierta. Subieron unos escalones y se encontraron en una habitación despojada, cuyo único mobiliario consistía en un escritorio y una silla a la derecha de la entrada. Dos hombres, ambos inclinados, estudiaban un plano desplegado sobre la mesa.

Uno de los dos advirtió su presencia y levantó la cabeza.

—¿Puedo hacer algo por ustedes?

Vivien se acercó.

—¿El señor Chuck Newborn?

—Sí, soy yo.

Era un hombre alto y corpulento, de poco más de cuarenta años, cabello ralo, ojos claros y las manos de alguien habituado a hacer trabajos pesados. Vestía un chaleco refractante de obrero sobre una cazadora tejana.

La detective se identificó mostrando la placa.

—Me llamo Vivien Light, del Distrito Trece. Éste es Russell Wade. ¿Podemos hablar un momento?

—Está bien.

—En privado —añadió Vivien.

Chuck Newborn se dirigió al otro hombre, un negro con aire perezoso.

—Tom, ve a controlar la colada de cemento.

Tom cogió su casco y salió de la oficina sin saludar. Vivien pensó que veía a ella y Russell como un estorbo en su jornada de trabajo. Newborn dobló el plano sobre la mesa y se quedó de pie, a la espera.

Vivien encaró el motivo de su presencia en la obra.

—¿Hace mucho que trabaja para la Newborn Brothers?

—Desde que era un muchacho. Mi padre y mi tío crearon la empresa y yo empecé a trabajar con ellos a los dieciocho años. Mi primo se incorporó una vez que hubo terminado el
college
, y es el que se encarga de la administración. Los viejos se han retirado y ahora somos nosotros los que dirigimos la empresa.

—¿Estaba usted presente cuando se construyó la casa del comandante Mistnick, en Long Island?

En el cerebro de Chuck Newborn debió de sonar una señal de alarma. No tuvo que hacer esfuerzos para buscar en la memoria aquella casa.

—Sí. Una historia desagradable. Al cabo de un año...

—La casa explotó.

El hombre mostró sus manos.

—Hubo una investigación, incluso intervino la policía, pero nos exoneraron de todo cargo.

—Lo sé, señor Newborn. No lo estoy acusando de nada. Sólo quiero hacerle algunas preguntas sobre aquel período.

Concedió a Newborn unos instantes para que se tranquilizara y prosiguió con voz serena.

—¿Recuerda usted si un tal Mitch Sparrow trabajó en esa obra?

—El nombre me dice algo, pero no logro asociarlo con una cara.

Vivien le mostró la foto que le había dado Carmen Montesa. El recuerdo apareció en el rostro del hombre.

—Ah, él. Claro. Era un buen muchacho. Fanático de las motos pero buen trabajador.

—¿Está seguro?

El hombre se encogió de hombros.

—En aquella época la Newborn Brothers no era lo que es hoy día. Sobre todo nos ocupábamos de pequeñas construcciones y reestructuraciones. No había muchos obreros. Era una época heroica y los recuerdos de momentos así se fijan en la memoria.

Pero no hizo ninguna alusión a la desaparición de ese obrero en aquella época. Vivien pensó que no lo sabía y por el momento prefirió no incluir un elemento nuevo en la conversación.

—¿Recuerda si Sparrow tenía algún amigo, si se veía con algún colega?

—No; era un tipo tranquilo. Terminaba el trabajo y se iba a casa con su mujer y su hijo. No hablaba de otro tema.

—¿Sucedió algo raro durante las obras? Que usted pueda recordar, ¿hubo algún episodio en especial o personas que le hayan llamado la atención?

—No, no me parece. —El hombre sonrió—. Aparte del «fantasma de las obras», claro.

—¿Perdón?

—Había un tipo que tenía la cara, las manos y la cabeza desfiguradas por las cicatrices. Un verdadero monstruo. Parecían cicatrices de quemaduras.

Otras palabras afloraron a la mente de Russell y Vivien. Palabras escritas en una carta delirante destinada a prolongar su delirio. «Trotil y napalm, que para mi desgracia conocía demasiado bien...»

Newborn inclinó la cabeza y se miró las manos. Tal vez sentía vergüenza de lo que estaba por contar.

—Mi primo y yo, con la crueldad de los chicos, le pusimos el mote de «fantasma de las obras», inspirados en
El fantasma de la Ópera
.

—¿Recuerda cómo se llamaba?

—No.

—¿No tienen copias de los pagos a los trabajadores?

—Han pasado casi veinte años. No solemos conservar la documentación tanto tiempo.

Vivien utilizó el tono más tranquilizador que encontró dentro de sí.

—Señor Newborn, no soy un inspector de Hacienda. Estoy aquí por un asunto de suma importancia. Cualquier detalle, aun el más insignificante, puede ser esencial para nosotros.

Chuck Newborn cedió.

—En aquella época, para mitigar los costes, contratábamos trabajadores en negro. Hoy eso ya no sería posible porque tenemos un volumen de negocios que lo desaconseja, incluso no consienten ciertos subterfugios. Pero por entonces estábamos obligados a hacerlo si queríamos sobrevivir. A aquella gente se le pagaba en mano, sin demasiados papeles.

—¿Recuerda más detalles sobre ese tipo?

—Mi padre habló de él una noche, durante la cena. Se había presentado pidiendo una paga que tanto a él como a mi tío les pareció correcta. Además, había demostrado ser muy bueno en su oficio. Mientras hablaban, frente a las obras, el hombre calculó, a ojo y en un instante, la cantidad de hierro y cemento que se necesitaban para los cimientos.

—¿No volvió a trabajar con ustedes?

—No. Se fue apenas terminamos los trabajos en la casa Mistnick.

Vivien decidió no ser demasiado agobiante con la preguntas y concedió unos instantes de pausa a su interlocutor. A medida que avanzaba la conversación, el hombre parecía más preocupado.

—Y sobre el accidente, ¿qué puede decirme?

—Una noche la casa explotó. Murieron el comandante y toda su familia. Para ser más preciso, fue una especie de implosión: la casa se vino abajo sobre sí misma de un modo perfecto, sin provocar casi daños en el entorno.

Vivien miró a Russell. Los dos habían pensado lo mismo. Aquel tipo había demostrado una idéntica y diabólica habilidad en el cálculo de la cantidad de explosivo necesario para sus fines, la misma que tenía para calcular hierro y cemento.

—¿No hablaron ustedes de ese hombre con la policía?

Un sentimiento de culpa irrumpió como una sombra en el rostro de Chuck Newborn.

—Me temo que no.

Los motivos eran evidentes, acababa de exponerlos con claridad. Hablarlo habría significado ponerse en manos del fisco, con las inevitables consecuencias. Vivien sintió que un ramalazo de ira la invadía como el soplo de un viento caliente.

—¿Y no pensaron en que el comportamiento de ese individuo podía ser sospechoso, dadas las circunstancias?

Newborn agachó la cabeza, sin encontrar una explicación plausible para ofrecerles, la razón de esa ley del silencio de la que acababa de ser acusado.

Vivien suspiró. Tal como había hecho con Carmen Montesa, sacó una tarjeta, escribió su número de móvil y se la dio al hombre.

—Por ahora es todo. Le dejo mis números de teléfono. Si recordase algo más llámeme, no importa la hora.

El hombre cogió la tarjeta y se quedó mirándola, como si temiese encontrarse con una orden de detención.

—Lo haré, por supuesto.

—Hasta pronto, señor Newborn.

Newborn los despidió con un saludo casi inaudible. Se dirigieron a la puerta y salieron.

Ninguno de los dos tenía la certeza absoluta, pero en ambos cobraba forma la certeza de que el hombre de la cara quemada, el «fantasma de las obras», era la persona que buscaban. Bajaron los escalones y se dirigieron al coche, dejando a uno de los socios de la Newborn Brothers con la sensación de estar manchado por una grave culpa, aun sin saber de qué culpa se trataba. La explicación sería muy fácil, de haberla podido formular. Pero no sería tan fácil de aceptar.

Si en aquellos tiempos la Newborn Brothers no hubiese economizado en costes, aquel hombre habría sido capturado y, años más tarde, quizá se hubiesen podido ahorrar decenas de víctimas.

26

Russell y Vivien estaban otra vez en la calle.

El cielo se había vuelto azul y la ciudad había encajado la nueva afrenta de la noche precedente, escondiéndola entre el tráfico y mostrando el aspecto de estar en un día como otros. Ante sus ojos, el Madison Square Park tenía el mismo aspecto que en cualquier otro día radiante en esa estación. Jubilados que buscaban el sol junto a perros que buscaban plantas. Madres con niños demasiado pequeños como para ir a la escuela y adolescentes demasiado vagos como para tener ganas de asistir a clase. En el centro, un mimo maquillado como la estatua de la libertad esperaba inmóvil a que alguien arrojara una moneda en el recipiente que tenía en el suelo, para gratificarlo con un par de movimientos. Mientras contemplaba esa escena cotidiana, Vivien tuvo la sensación de que una de las personas que la componían se volvía hacia ella y le mostraba un rostro desfigurado por las cicatrices.

Paró a Russell, que se estaba acercando al coche.

—¿Tienes hambre?

—No mucha.

—Nos conviene comer algo ahora que podemos, antes de que la investigación ordenada por Bellew empiece a dar resultados. Después puede que no tengamos tiempo. Te lo digo por experiencia: un estómago que se queja no favorece la concentración.

En una esquina del parque, en la otra parte de la calle, había un quiosco gris de
hot dogs
y hamburguesas. Aun en su sencillez, tenía cierta elegancia y armonizaba con el entorno. Vivien señaló la cola de gente que esperaba.

—La guía pone que éste es el mejor de Nueva York. A la hora del almuerzo la cola llega hasta Union Square.

—De acuerdo. Una hamburguesa, pues.

Cruzaron la calle y se pusieron en la cola. Por fin, Vivien verbalizó el interrogante común.

—¿Qué piensas de lo que nos ha dicho Newborn? Hablo del hombre de las cicatrices.

Russell reflexionó un momento antes de exponer la conclusión a la que había llegado.

—Para mí, nuestro hombre es él.

—Para mí también.

Así pues, a partir de aquel momento ésa sería la pista que tendrían que seguir con todos los medios a su alcance. Si en algún momento se revelaba como equivocada tendrían para siempre, con o sin razón, la responsabilidad de la muerte de muchas personas. Las posibles víctimas estaban en sus manos y en las de un demente que combatía en una guerra heredada de un hombre que, durante años, había actuado impulsado por la misma locura.

En el nombre del Padre
...

Casi sin darse cuenta, Vivien se encontró ante el mostrador. Pagó por dos cheeseburguer y dos botellas de agua. A cambio recibió un pequeño chisme electrónico mediante el cual se les advertiría cuando su pedido estuviera listo.

Se alejaron del quiosco hasta un banco cercano. Russell se sentó con una sombra en la cara.

—Te prometo que ésta es la última vez.

—¿De qué?

—Que pagas por mí. Me olvidé el dinero...

Vivien lo miró. Estaba realmente disgustado. Ella sabía que él se sentía humillado por esa situación. En cierto sentido era una circunstancia sorprendente. Del hombre que Russell Wade había sido hasta pocos días antes, no quedaban trazas. Desaparecido como un maleficio ante una palabra mágica. Por desgracia, también parecía haberse esfumado la persona con que había compartido una experiencia en la que el tiempo se había detenido. Y que una explosión había puesto en marcha otra vez.

Se dijo que era una estúpida por añorar lo que en realidad nunca había tenido. Bajó la vista hacia aquel chisme, similar a un mando a distancia de los antiguos.

—Sí. Debe de ser algo como esto lo que utiliza.

—¿Quién y para hacer qué?

—El que hace explotar las bombas. Probablemente es con un aparato de este tipo que manda las señales al detonador.

Mientras observaban el inofensivo ingenio de plástico y plexiglás, que dependiendo del uso podía transformarse en un arma letal, la alarma del aparato casi los hizo saltar del banco.

Russell se levantó y cogió el aparato.

—Voy yo. Déjame hacer esto por lo menos.

Vivien lo vio acercarse al mostrador y retirar la bandeja con la comida y la bebida. Volvió hacia ella y colocó la bandeja de plástico en el banco, entre ambos.

Desenvolvieron las hamburguesas y empezaron a comer en silencio. La comida era la misma, pero la atmósfera era muy diferente de cuando habían compartido una comida en Coney Island, solos frente al mar. Cuando Russell se le confió, Vivien estuvo segura de comprenderlo.

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