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Authors: Giorgio Faletti

Tags: #Intriga, Policíaco

Yo soy Dios (31 page)

BOOK: Yo soy Dios
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Con sus dedos gordos LaMarr se acarició el pelo corto y crespo.

—¿Cómo nos plantearemos el pago del resto? —Y fingió reflexionar.

Russell pensó que estaba jugando al gato y el ratón, que con esa representación se ofrecía a sí mismo una nueva prueba de su poder.

—Quiero ser generoso. Dado que acabo de cobrar, quiero pagarte yo otros quinientos dólares.

Le hizo a Jimbo una seña con la cabeza. El puñetazo en el estómago llegó con una velocidad y una fuerza que quitó todo el aire de los pulmones de Russell y, quizá, de toda la estancia. Algo ácido le invadió la boca mientras se doblaba con el impulso del vómito. Un hilo de saliva le cayó por la comisura de los labios y se disolvió en el polvo del suelo. LaMarr lo miró satisfecho, como se mira a un niño que ha hecho sus deberes a conciencia.

—Bien. Ahora sólo quedan sesenta y cuatro mil.

—Por el momento yo diría que son suficientes. —La voz de Vivien llegó desde un lugar a espaldas de Russell. Palabras cortantes y seguras.

Tres cabezas se volvieron al mismo tiempo en esa dirección y vieron a la mujer que emergía de las sombras y se colocaba en el haz de luz de las bombillas. La respiración de Russell se expandió como por arte de magia.

El gordo miró a Jimbo, incrédulo.

—¿Y quién coño es esta mala puta?

Vivien levantó la mano y con la pistola apuntó a la cabeza de LaMarr.

—Esta mala puta está armada y si no os ponéis los dos de cara a la pared y con las piernas separadas, podría demostraros lo ofendida que está por vuestro lenguaje.

Lo siguiente sucedió sin que Russell tuviera tiempo de advertirle a Vivien. El hombre que estaba en el retrete salió de golpe y por detrás le rodeó el pecho con los brazos, inmovilizándola. La reacción de Vivien fue instantánea y Russell entendió por qué el capitán Bellew siempre la miraba con alta estima.

En vez de tratar de desasirse, Vivien apretó aún más su cuerpo contra el del hombre y clavó los tacones de sus botas en los zapatos de su agresor. Russell pudo oír con nitidez cómo los dedos de los pies del tipo se fracturaban. Un grito desgarrador y los brazos que apresaban a Vivien se soltaron como impulsados por un resorte. El hombre se derrumbó de lado, con las piernas encogidas, jurando y maldiciendo.

Vivien le apuntó con la pistola y dirigió una mirada de desafío a los otros dos.

—Muy bien. ¿Algún otro quiere probar? —Hizo un gesto a Jimbo—. ¿Vas armado?

—Sí.

—Bien. Ahora coge la pistola con dos dedos, ponía en el suelo y empújala hacia mí. Lentamente. Ahora estoy un poco nerviosa, ¿entiendes?

Sin quitarle ojo a Jimbo, se inclinó hacia el caído, lo cacheó con la mano izquierda y le quitó un gran revólver de la chaqueta. Se incorporó poco a poco. Con un roce metálico contra el suelo llegó hasta sus pies la automática del otro. Se metió en la cintura el revólver del primero y se agachó para coger el nuevo trofeo. Después se apartó y Russell vio cómo les daba indicaciones con el cañón de la pistola a Jimbo y al hombre caído.

—Perfecto. Ahora te moverás lentamente y te acostarás en el suelo, junto a éste.

Una vez que comprobó que los dos estaban bajo control, se acercó a Russell. Se dirigió a LaMarr, que no había tenido tiempo de obedecer la orden de ponerse cara a la pared.

—¿Llevas arma, gordinflón?

—No.

—Será mejor para ti que no estés mintiendo.

LaMarr lo confirmó mirando el cañón de la pistola de Vivien.

Ella se dirigió a Russell.

—¿Puedes levantarte?

Russell sentía que sus piernas eran independientes de su voluntad.

Se puso de pie con un gran esfuerzo y con el estómago contraído por los calambres. Se acercó a Vivien y ella le entregó una pistola. Con un gesto, Vivien le indicó a los dos que estaban en el suelo.

—Vigílame a éstos. Si se mueven, dispara.

—Con mucho gusto.

Russell no había usado un arma de fuego en su vida, pero los golpes de Jimbo eran un buen incentivo para empezar a hacerlo. Y a esa distancia nadie fallaba.

Vivien se dirigió a LaMarr, que había seguido la escena con aprensión, sentado a la mesa, inmóvil.

—¿Cómo te llamas?

El hombre dudó un instante y se pasó la lengua por los labios antes de contestar.

—LaMarr.

—Bien. Esta mala puta se llama Vivien Light y es detective del Distrito Trece. Esta mala puta acaba de ser testigo de un secuestro, que, como bien sabes, es un delito federal. Según tú, ¿qué precio puede tener el que no llame al FBI para que te cague encima?

LaMarr lo entendió perfectamente.

—No lo sé. Digamos ¿sesenta y cuatro mil dólares?

Vivien se inclinó hacia él y le quitó de la mano gorda y sudada los quinientos dólares de Russell.

—Digamos que sesenta y cuatro mil quinientos y acuerdo cerrado, definitivamente quiero decir. ¿Me he explicado bien?

Se incorporó y metió el dinero en el bolsillo de los vaqueros.

—Interpreto tu silencio como asentimiento. Vámonos, Russell. No tenemos nada más que hacer aquí.

Russell recogió los sobres y la cartera y se los metió en el bolsillo. También cogió el paquete de chicles, lo miró un instante y lo puso ante LaMarr con una gracia exagerada.

—Te dejo esto, por si quieres endulzarte la boca. —Le dedicó una sonrisa angelical—. Úsalos con prudencia. Valen sesenta y cuatro mil dólares.

En los ojos del gordo había cólera... cólera y muerte. Russell no se detuvo a adivinar muerte de quién. Se puso junto a Vivien y ambos retrocedieron en silencio, hombro con hombro, sin perder de vista al trío. Llegaron a la cortina metálica y Russell vio que Jimbo no la había bajado del todo. Por allí había entrado Vivien sin hacer ruido. Ahora, un sonido metálico en las guías les permitió salir sin demasiadas contorsiones.

Poco después estaban sentados en el coche de ella. Russell la miró y vio que le temblaban las manos, era el bajón de adrenalina. Él no estaba mejor. Se consoló viendo que ni siquiera una persona entrenada para ese tipo de cosas se acostumbraba. Nunca se volvía un automatismo.

Russell trató de tranquilizarse y reencontrarse con su propia voz:

—Gracias.

—Gracias y una mierda.

Se volvió y comprobó que Vivien sonreía. Le estaba tomando el pelo. Se metió la mano en el bolsillo y le entregó los quinientos dólares.

—Una parte servirá para pagar la lavandería. Y por la salud de tus finanzas espero no haberme estropeado la chaqueta arrastrándome por el suelo.

Russell aceptó ese convite a que disminuyera la tensión.

—Apenas pueda, te regalaré una boutique entera.

—Lo que se agrega a la cena.

Vivien puso en marcha el coche y se alejaron de aquella calle y de aquella horrible experiencia. Russell le miró el perfil mientras conducía. Era joven, decidida y guapa. Una mujer peligrosa, si se la miraba desde la parte equivocada de una pistola.

—Hay algo que quiero decirte.

—¿Qué? —repuso ella.

Russell se puso el cinturón de seguridad, para que el zumbador se callara.

—Cuando te vi aparecer...

—¿Sí?

Russell cerró los ojos y se dejó caer sobre el respaldo.

—De ahora en adelante seré devoto de tus apariciones como si de una Virgen se tratara.

La fresca carcajada de Vivien le hizo sentir que algo se disolvía y también sonrió.

24

La llave giró en la cerradura y el llavero volvió al bolsillo de Vivien. Entró directamente y pulsó el interruptor. La luz invadió el pasillo difundiéndose hasta la sala. Un paso, otro interruptor y la luz tomó posesión de todo el piso.

—Ven, pasa.

Russell entró. Sostenía una bolsa en cada mano. Echó un vistazo rápido.

—Bonita casa.

Vivien lo miró con los ojos entornados.

—¿Te repito lo que dijo Carmen Montesa cuando le comenté lo mismo sobre su casa?

—No. Lo digo de verdad.

Russell había esperado encontrarse con una vivienda donde el cuidado y el orden fueran sólo aproximados. En su mente, el carácter dinámico de Vivien no concordaba demasiado con el de un ama de casa paciente y escrupulosa. Para desmentir esa suposición, el pequeño apartamento era una joyita de buen gusto en el mobiliario, lleno de ejemplos poco comunes de atención a los detalles. En la atmósfera había algo que a él no le resultaba familiar. No el caos desatinado de su piso, ni el aséptico esplendor del piso de sus padres. En la persona que vivía en ese lugar había amor por lo que la rodeaba.

Depositó las bolsas en el suelo sin dejar de examinar el apartamento.

—¿Tienes una señora de la limpieza?

Vivien le respondió de espaldas y sin volverse, mientras abría la nevera y sacaba una botella de agua mineral.

—¿Bromeas?

—¿A qué te refieres?

—Para alguien que trabaja en la policía es difícil encontrar una señora de la limpieza. En Nueva York el servicio doméstico cuesta más o menos como un cirujano plástico, y además tienen el defecto de que su trabajo siempre necesita retoques, antes y después.

Russell se abstuvo de hacer un comentario. Durante el poco tiempo que había viajado con su hermano había conocido policías (tanto en Estados Unidos como en otros países) que con los sobornos podían permitirse ejércitos de señoras de la limpieza. Mientras se servía un vaso de agua, Vivien le señaló el sofá para dos que había frente al televisor.

—Siéntate. ¿Te apetece una cerveza?

—Gracias, sí.

Se acercó a la encimera y cogió el botellín que Vivien había abierto y empujado hacia él. Cuando sintió que el líquido fresco le bajaba al estómago, se dio cuenta de cuánta sed tenía y también que llevaría consigo la sensación de los bofetones de Jimbo durante varios días.

Se dirigió a echarse en el sofá. Al hacerlo pasó frente a un mueble sobre el que, en un portarretratos de diseño original, había una foto: una mujer y una chica de unos quince años. Seguramente madre e hija. Los rasgos físicos eran comunes a las dos y su belleza tenía la misma matriz.

—¿Quiénes son?

—Mi hermana y mi sobrina.

Vivien respondió con el tono de quien con pocas palabras da por concluido un tema. Russell entendió que había algún episodio no del todo feliz relacionado con esas personas y que ella no tenía ganas de comentarlo. No preguntó más y se sentó en el sofá. Pasó una mano por la piel clara del tapizado.

—Cómodo. También bonito.

—Estuve saliendo con un chico arquitecto. Me ayudó a elegir los muebles y a decorar el apartamento.

—Y ahora, él... ¿dónde está?

Vivien compuso una media sonrisa donde no faltaba la ironía.

—Digamos que, como buen arquitecto, tenía otros proyectos.

—¿Y tú?

—Mi anuncio suena más o menos así: «Joven, trabajo interesante, soltera, no busca a nadie.»

Tampoco ahora Russell comentó nada. De todos modos, no logró evitar cierta satisfacción por el hecho de que Vivien no compartiera su vida con alguien.

Ella terminó de beber el agua y llevó el vaso al fregadero.

—Creo que me daré una ducha. Tú ponte cómodo, mira la tele si quieres, bébete la cerveza. Cuando termine te cedo el baño, si quieres ducharte.

Russell se sentía depositario de la suciedad del siglo. La idea de que el agua caliente le corriera por el cuerpo, quitando los rastros de ese día, le dio un escalofrío de placer.

—Bien. Esperaré aquí.

Vivien entró en su dormitorio y poco más tarde salió con un albornoz, se metió en el baño y después Russell oyó el sonido de la ducha. No logró, o no quiso, impedirse el imaginar el cuerpo elástico y firme de Vivien, un cuerpo desnudo bajo la lluvia. De golpe sintió que la cerveza no estaba lo bastante fría como para apagar el pequeño fuego que le surgía de dentro.

Se levantó y fue a la ventana desde la que se veía un pequeño escorzo del Hudson. Era una noche clara, pero sin estrellas. Las luces de la ciudad, sedientas de protagonismo, tenían el poder de anular el cielo más luminoso.

Durante el viaje de regreso de Harlem, Vivien y él habían comentado los hechos vividos. Cuando ella lo vio desaparecer dentro de aquel gran coche, intuyó que algo no andaba bien. Y cuando el vehículo se puso en marcha, se dedicó a seguirlo, siempre tres vehículos por detrás, pero sin perderlo de vista. Cuando vio que el coche se metía en una calle sin salida, aparcó el XC60 junto a una acera. Se apeó rápidamente y tuvo tiempo de ver cómo la limusina oscura desaparecía dentro de un almacén. Se acercó y se alegró al comprobar que la cortina metálica no estaba del todo bajada: habían dejado un espacio que permitiría la entrada sin hacer ruidos que la delataran. Así pues, entró en el almacén arrastrándose por el suelo. Se guió por las voces que provenían del interior, detrás de una esquina, una parte no visible del almacén. Se asomó con cautela para ver qué ocurría. Vio a LaMarr sentado a la mesa y también al gorila, de pie junto a Russell. Antes, desde su punto de observación en Park Avenue, cuando Russell había sido secuestrado, por momentos había perdido la visual por culpa de los coches que pasaban. Había creído que Jimbo también era el chófer del coche, por lo que no supuso que hubiera un tercer hombre. Por suerte, a pesar de su súbita aparición improvisada, se las arregló muy bien
.

Se las arreglaron muy bien
.

Después, Russell le contó lo sucedido en el vestíbulo de su edificio cuando llegó a casa y provocó que Vivien sonriera por su condición de desheredado. Él también había reído. Y le había contado sobre la amabilidad de Zef y el préstamo de quinientos dólares
.


¿Y ahora qué harás?


Buscaré un hotel
.


¿Lo que te he restituido es todo cuánto tienes?


Me temo que sí, por el momento
.


Si quieres un lugar decente, ese dinero te alcanzará para dos noches, y soy optimista. Y yo no quiero estar en el mismo coche con un tipo que duerme en un hotelucho de ésos
.

Russell hizo un repaso de su penosa situación. Y no tuvo más remedio que aceptar la realidad
.


No puedo hacer otra cosa
.

Vivien hizo un gesto vago
.


En mi casa, en la sala de estar, hay un sofá cama. Creo que en los próximos días dormiremos poco. Si quieres seguir adelante con esta historia será mejor que te quedes conmigo. No quiero tener que atravesar la ciudad para ir a buscarte. Si te adaptas, el sofá es tuyo
.

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