Yo soy Dios (28 page)

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Authors: Giorgio Faletti

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: Yo soy Dios
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Pero el destino de su vida no incluía tener un hombre.

Elías también se había ido. Se lo había llevado una forma aguda de leucemia que lo consumió en poco tiempo. Todavía recordaba la expresión de desolación de la doctora Myra Collins, una médica general del hospital donde Carmen aún trabajaba, cuando la había apartado para explicarle qué significaban los resultados de los primeros análisis. Lo había hecho con palabras claras y corteses que a Carmen, ya entonces, le sonaron como un pésame.

Y otra vez se quedó sola. Y había decidido seguir así el resto de su vida. Sola con sus hijos, ellos tres y basta. Nick era un chico dulce y adorable, y Allison una muchachita con una personalidad muy destacada y vivaz. Un día Nick le confesó que era homosexual. Carmen ya lo sabía pero esperaba que fuese él quien afrontara el tema. Desde su punto de vista, no cambiaba nada. Nick era y seguiría siendo su hijo. Se consideraba una mujer bastante inteligente y una madre muy afectuosa como para permitir que la diversidad sexual influyese en el cariño que le profesaba a Nick. Hablaron una tarde entera sobre las humillaciones que el muchacho había sufrido y la turbación que lo había invadido antes de aceptarse, en una comunidad de chicos que hacían del machismo una regla de vida. Después Nick le dijo que se iría a vivir al West Village con su pareja.

Carmen se levantó y fue a la cocina a buscar papel del rollo. Se secó los ojos. Ahora que lo pensaba, la frase completa del muchacho de la película era que en Nueva York no es fácil vivir si eres pobre, hispano y gay.

Abrió la nevera y se sirvió un vaso de zumo de manzana.

«Basta de llorar», se dijo.

En su vida ya había derramado suficientes lágrimas. Y si al principio la vida de Nick no había sido fácil, ahora era vendedor en una boutique del Soho, estaba enamorado y era feliz. Ella también tenía un buen trabajo, no tenía muchos problemas de dinero y desde hacía años mantenía una relación discreta y sin compromisos con su jefe, el doctor Bronson. Podría considerar su vida como aceptable. Aunque Allison, la niña vivaz, se había convertido en una adolescente difícil que de vez en cuando, sin preaviso, pasaba fuera toda la noche. Carmen sabía que estaba con su chico, cuando no había nadie en su casa. De todos modos hubiera preferido que le avisara. Y estaba segura de que la relación, una vez superados los conflictos generacionales, mejoraría.

Con los años, Carmen había aprendido a conocer y comprender a las personas, pero no del todo a sí misma y a quienes estaban afectivamente relacionados con ella. A veces pensaba que todas las certezas que tenía sobre Allison no eran más que cortinas de humo que se ponía ante los ojos.

Estaba por volver a su sillón y a los números de su juego matemático cuando llamaron a la puerta. Se preguntó quién podría ser. Sus pocas amigas no la visitaban sin llamarla antes. Además, a esa hora todas estaban trabajando. Dejó la cocina y recorrió el pasillo hasta la puerta.

En la ventana de la puerta, tras la cortina, vio las siluetas de dos personas.

Cuando abrió se encontró ante una muchacha de aire enérgico y voluntarioso, una de esas chicas que están siempre muy ocupadas como para recordar que son guapas. El otro era un hombre de unos treinta y cinco años, alto, con el cabello oscuro y unos intensos ojos negros. No se había afeitado en los últimos días, lo que le confería un aspecto entre vagabundo y soñador. Carmen pensó que si ella hubiera sido todavía joven, la muchacha era tan atractiva como para ser una rival, y él tan excitante como para considerarlo una presa. Pero ésos sólo eran los fuegos fatuos de su memoria, un juego de identificación consigo misma que practicaba cada vez que conocía a alguien, fuera joven o viejo. A su edad ya no tenía ganas de bajar al ruedo; la vida le había enseñado cómo terminaba eso la mayoría de las veces. En resumen y una vez más, se trataba de una serie de números.

—¿La señora Carmen Montesa?

—Sí.

La muchacha le mostró la placa de plástico y metal. Brillaba.

—Soy Vivien Light, detective del Distrito Trece de Manhattan.

Le dio tiempo a que mirara la foto del carnet. Después señaló al hombre.

—Él es Russell Wade, mi compañero.

Carmen sintió que una ráfaga de ansiedad le atravesaba el corazón. Tuvo dos extrasístoles, como siempre le sucedía cuando se inquietaba.

—¿Qué sucede? ¿Se trata de Allison? ¿Le ha pasado algo a mi hija?

—No, señora, tranquila. Sólo necesito hablar un momento con usted.

El alivio llegó como un bálsamo. Era demasiado excitable, pero no podía hacer nada contra su propia naturaleza. En el trabajo era de una frialdad y una eficacia admirables, pero cuando regresaba a su papel de mujer y madre, volvía a ser vulnerable.

Se relajó.

—Dígame, pues...

Con una sonrisa, la mujer señaló el interior de la casa.

—Me temo que no será algo muy rápido. ¿Podemos entrar un momento?

Carmen se apartó con expresión de disgusto. Cuando el hombre pasó a su lado, pensó que usaba un buen perfume. Se corrigió: lo que tenía era un buen olor. En cambio, la chica olía a vainilla y cuero. Mientras cerraba la puerta se preguntó qué habrían pensado de ella de haber adivinado su pensamiento.

Los adelantó por el pasillo hacia la sala de estar. A su espalda oyó la voz amable de la mujer.

—Espero no haberla molestado.

A Carmen le sorprendió que un miembro de la policía se disculpase. Solían ser más bien rudos. Sobre todo si eran
gringos
y se dirigían a un hispano. En ese momento tuvo la certeza de que no estaban en su casa para darle buenas noticias.

En la sala, Carmen se volvió y miró a la mujer para que supiese que no le respondía palabras de circunstancia.

—Ninguna molestia. Hoy es mi día libre, estaba disfrutando de una tarde de ocio.

—¿De qué trabaja usted?

Antes de contestar se preguntó el porqué de la media sonrisa que apareció en la cara del hombre cuando oyó la pregunta.

—Soy enfermera. Primero estaba en el Bellevue Hospital, en Manhattan. Trabajé allí mucho tiempo. Ahora soy asistente de quirófano del doctor Bronson, un cirujano plástico.

Indicó el sofá que había detrás de ambos.

—Siéntense, por favor. ¿Les apetece algo? ¿Un café?

Se sentó en el sillón después de que ellos lo hicieran en el sofá.

—No, gracias, señora, estamos bien así.

La mujer le sonrió y Carmen tuvo la impresión de que era una persona que, cuando quería, hacía que los demás se sintieran cómodos. Tal vez porque ella también era así. El hombre parecía más rígido. No tenía aspecto de policía. Carecía de ese aire expeditivo que los representantes de la ley exhiben como muestra de su poder.

Advirtió que Vivien lo miraba todo. Había deslizado la mirada por las paredes, las cortinas, el banco de cocina que se veía a la derecha más allá de la puerta, en el pequeño comedor al otro lado del pasillo. Un vistazo rápido pero agudo. Carmen estaba segura de que cada detalle le había quedado impreso en la retina.

—Es una casa bonita.

Carmen le sonrió.

—Es usted muy amable y diplomática. Es la casa de una mujer que vive de un sueldo. Las casas bonitas son diferentes. Pero yo estoy bien como estoy.

No añadió nada. Miró a la mujer a los ojos y esperó. Vivien comprendió que las formalidades habían terminado y que debía hablar del motivo de su visita.

—Señora, hace dieciocho años usted denunció la desaparición de Mitch Sparrow, su marido.

Era una afirmación, no una pregunta.

Quedó estupefacta. Primero por la coincidencia de haber estado pensando en Mitch unos minutos antes. En segundo lugar porque no imaginaba que después de tanto tiempo aquella historia pudiera interesarle a nadie, aparte de a ella misma.

—Sí, así fue.

—¿Nos puede contar qué pasó?

—No tengo mucho que decir. Un día salió de casa y ya no volvió. Esperé hasta muy tarde y a la madrugada hice la denuncia en la policía.

—¿Y qué aclararon las investigaciones?

—Había estado en su trabajo, como siempre. Dejó la obra donde trabajaba a la hora acostumbrada, pero no volvió a casa. Mi marido era obrero de la construcción.

Carmen había aclarado ese hecho, pero tenía la impresión de que los dos ya lo sabían.

—¿Cómo era su marido?

—Una persona especial. Cuando lo conocí sólo pensaba en su moto. Y en las chicas. Pero nos encontramos y fue amor a primera vista.

—¿Ningún desacuerdo, disgusto o algo que diera lugar a pensar que...?

Carmen la interrumpió:

—¿Quiere decir si había otra mujer?

Había entendido adónde se dirigía la pregunta de la detective. Al mirarla tuvo la impresión de que lo había preguntado sin necesidad, sólo porque formaba parte de la rutina de su trabajo. Era como si ya supiera la respuesta.

De todos modos, explicó cuál era la verdadera situación entre ella y su marido, dado que había pensado que esos dos desenterrarían la historia.

—No, no, créame. Mitch y yo estábamos enamorados y él adoraba a su hijo. Soy una mujer y me doy cuenta cuando un hombre está distraído por otros pensamientos. El deseo es lo primero que se va. Mitch sólo pensaba en mí, de día y sobre todo de noche. Y yo sólo en él. Creo que me he explicado.

Carmen tenía ante sí a otra mujer. Sabía que entendería de qué estaba hablando. Y, en efecto, la detective se mostró satisfecha y cambió de tema.

—¿Puede confirmarme si su marido tenía un tatuaje en el hombro derecho?

—Sí, una bandera pirata. De ésas con una calavera y dos tibias cruzadas. También tenía una leyenda, pero ahora no recuerdo las palabras.

—¿Quizá
The only flag
?

—Sí, ésa. Era el símbolo de esos amigos insensatos que tenía, todos fanáticos de las motos. Al principio vivíamos en Coney Island y Mitch...

—Sí, señora. Sabemos lo de los Skullbusters.

La mujer la interrumpió con tono amable pero firme. Carmen recordaba que había hecho la denuncia en el Distrito 70. Se preguntó qué podía haber ocurrido para mover hasta allí a la policía de Manhattan.

La detective siguió hablando con su tono profesional, incisivo y tranquilizador al mismo tiempo.

—¿Recuerda si su marido tuvo fracturas?

—Sí, una caída de la moto. Húmero y tibia, creo recordar. Fue a raíz de eso que nos conocimos: lo ingresaron en el hospital donde yo trabajaba. Cuando le dieron el alta me obligó a que escribiera mi número de teléfono en el yeso. Hablamos bastantes veces y cuando volvió para que le quitaran la armadura, como decía él, me invitó a salir.

—Una última pregunta, señora: ¿dónde trabajaba su marido cuando desapareció?

Con esfuerzo, Carmen buscó en la memoria unos recuerdos que se habían refugiado en un lugar remoto.

—Su empresa estaba reestructurando un edificio en Manhattan, creo que cerca de la Tercera Avenida.

La mujer guardó silencio. Como alguien que busca las palabras con dificultad. Carmen pensó que hay discursos que son como operaciones aritméticas. Por más que se cambie el orden de las palabras, el resultado siempre es el mismo. Y lo que Vivien dijo a continuación confirmó lo que pensaba.

—Señora Sparrow, me temo que debo darle una mala noticia. Hemos encontrado un cuerpo en un intersticio entre dos paredes de un edificio, en la esquina de la calle Veintitrés con la Tercera Avenida. Considerando lo que nos acaba de decir, tenemos razones para creer que se trata de su marido.

Carmen sintió que algo llegaba y se iba al mismo tiempo, como una ola larga y malvada que hace que la barca se sacuda y balancee para desahogarse en mar abierto. No obstante su propósito de hacía un rato, después de tantos años de conjeturas, las lágrimas de la certeza comenzaron a correr por sus mejillas. Bajó la cabeza y se cubrió la cara con las manos. Cuando se calmó y volvió a mirar a Vivien, Carmen tuvo la sensación de que serían sus últimas lágrimas.

—Perdón.

Se levantó y fue a la cocina. Volvió con un paquete de pañuelos de papel. Mientras se sentaba formuló la pregunta que enseguida le surgió.

—¿Tienen idea de quién...?

La detective sacudió la cabeza.

—No, señora. Estamos aquí por eso. Para tratar de entender algo. Después de todo este tiempo la identificación no es fácil. Una prueba de ADN sería definitiva.

—Tengo su coleta.

—Perdón...

—Un segundo, por favor.

Carmen atravesó la sala de estar y salió del campo visual de sus visitantes. Unos pocos pasos y se encontró junto a la puertita bajo la escalera. Sabía dónde guardaba lo que estaba buscando. Recordaba todo lo que tenía que ver con su único marido.

Su único hombre.

Y cuando abrió la puerta, allí estaba el baúl, lleno de cosas de poco precio y gran valor. Movió el cerrojo y abrió la tapa. Lo que buscaba estaba arriba de todo, envuelto en una tela ligera. Lo cogió, le quitó la protección y se quedó mirándolo con el regusto amargo de la ternura que le producía ese extraño trofeo. También cogió una foto, más o menos de la época en que Mitch había desaparecido.

Volvió a la sala y les mostró lo que traía consigo. Era un portarretratos de madera oscura dentro del cual, sobre un paño verde y protegida por un cristal, había una trenza de cabello rubio.

Carmen sonrió con sus recuerdos.

Con palabras claras contó un episodio de su vida.

—Cuando Mitch empezó a trabajar se cortó el pelo. Lo llevaba recogido en una coleta. Antes de que lo hiciera, le hice una trenza. La enmarcamos como recuerdo. Pueden llevárselo, del cabello se extrae el ADN.

A continuación le ofreció la foto a la muchacha.

—Y ésta foto es de mi marido. Una de las últimas.

Carmen vio que en el rostro de la detective aparecía un tenue gesto de satisfacción. También notó que su compañero había permanecido en silencio todo el tiempo y la miraba con intensidad, con aquellos ojos oscuros que parecían penetrar en las personas. Se dijo que era la mujer quien llevaba las riendas de la relación entre ambos y con el mundo.

Vivien cogió el portarretratos y lo apoyó de canto en el sofá, a su lado.

—Un par de cosas más, si no le importa. —La mujer sacó un objeto del bolsillo de la chaqueta y se lo mostró a Carmen, que vio que era una cartera—. ¿Era de su marido este objeto?

Carmen lo cogió y lo examinó con atención.

—No, no lo creo. No era su estilo. Todas sus cosas tenían la marca de la Harley Davidson.

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