—¿Podría reconocerlo?
Russell advirtió la transformación de la mujer y su impresión fue muy favorable. De simple espectadora había tomado las riendas del asunto con la actitud de alguien que conoce su oficio.
—No creo. No le he visto la cara. Era de complexión común, podría parecerse a cualquiera.
—¿Y después qué hizo?
—La puerta de Ziggy estaba abierta. Cuando entré todavía estaba vivo, pero en medio de un charco de sangre. Había sangre por todas partes, en los pantalones y la camisa. También le salía por la boca. Trataba de levantarse para llegar a la impresora.
—¿La impresora?
Russell asintió con la cabeza.
—Y es lo que hizo. Me pregunté por qué lo hacía. Se agarró a mí y apretó un botón donde había un piloto anaranjado que se encendía y apagaba, como cuando se termina el papel y la máquina se pone en
stand by
.
—¿Y después?
—Con sus últimas fuerzas cogió la hoja impresa y me la puso en la mano. Después resbaló y cayó muerto. —Hizo una pausa antes de seguir. Los policías no hicieron nada para apremiarlo—. En ese momento me invadió el pánico. Me metí la hoja en el bolsillo y escapé. Sé que tendría que haber llamado a la policía, pero pudo más el miedo a las consecuencias, o el terror a que el asesino volviera. Cuando llegué a casa vi por la ventana la explosión del Lower East Side y me olvidé de la hoja. Después me calmé un poco y fue entonces cuando miré el papel. Era la fotocopia de parte de una carta más larga, porque comienza y termina en mitad de párrafos. Está manuscrita y tuve alguna dificultad para leerla, por las manchas de sangre.
Russell se detuvo de nuevo. Su tono cambió y se volvió el de un hombre que, a pesar de todo, no logra rendirse ante la evidencia.
—Tuve que leerla dos veces antes de entender el significado de las palabras. He de confesar que cuando lo entendí se me cayó el mundo encima. —Metió la mano en el bolsillo interior de la chaqueta y sacó una hoja doblada en cuatro que le tendió a la mujer—. Ésta es una fotocopia del original. Léala, por favor.
Vivien la desplegó y empezó a leer. Cuando llegó al final había palidecido y tenía los labios tensos. Sin decir nada, le pasó la hoja al capitán, que la leyó.
y por eso me fui. O sea que ahora ya sabes quién soy y de dónde vengo, al tiempo que sabes quién eres tú. Como habrás visto, mi historia no ha sido muy larga, porque a partir de un momento no sucedió mucho más. En cambio ha sido difícil contarla, porque fue difícil vivirla. En la vida no he podido dejarle nada a nadie. He preferido guardarme el odio y el rencor para mí solo. Ahora, cuando el cáncer ha hecho su trabajo y ya estoy del otro lado, puedo dejarte algo, como cada padre debería hacer con un hijo y como debería haber hecho yo hace tiempo sin tener la posibilidad de hacerlo. No es mucho dinero. Todo lo que tenía, menos los gastos de mi funeral, está en el sobre, en billetes de mil dólares. Estoy seguro de que sabrás utilizarlo. Durante toda mi vida, antes y después de la guerra, trabajé en la construcción. Aprendí de muchacho, cuando fui empleado por un hombre que fue para mí como un padre. Él me enseñó a usar los explosivos en las demoliciones. El ejército me enseñó el resto. Durante todos los años que trabajé en Nueva York, en muchos de los edificios que contribuía construir he ido escondiendo bombas. Trotil y napalm, que para mi desgracia conocía demasiado bien. Hubiera querido ser yo mismo quien las hiciera explotar, pero si estás leyendo estas palabras quiere decir que mi falta de decisión y la vida lo han dispuesto de otra manera. Junto a esta carta encontrarás las direcciones de los edificios minados y las instrucciones para hacerlos estallar. Si finalmente lo haces, me habrás vengado. De lo contrario quedaré como una de las tantas víctimas de la guerra que nunca tuvieron el consuelo de la justicia. Te aconsejo que aprendas las direcciones y los datos técnicos de memoria y después destruyas esta carta. El primer edificio está en el Lower East Side, en la calle Diez, en la esquina con la D Avenue. El segundo
La carta terminaba ahí. El capitán también estaba pálido al terminar de leerla. Puso la hoja sobre el escritorio. Apoyó los codos en la mesa y escondió el rostro entre las manos. Su voz llegó amortiguada mientras hacía un último y humano intento por creer que lo que había leído no era verdad.
—Señor Wade, esto bien podría haberlo escrito usted mismo. ¿Quién me asegura que no es otro de sus trucos?
—El trotil y el napalm. Lo he controlado y nadie habla de eso, ni la televisión ni los periódicos. Deduzco que es un detalle que no está al alcance de los medios. Si usted me confirma que la causa de las explosiones es ésa, me parece una prueba suficiente.
Russell se dirigió a la detective, que aún estaba pálida y parecía no haberse repuesto. En ese despacho, todos pensaban en lo mismo. Si lo que estaba escrito en la carta era cierto, significaba que había estallado una guerra. Y que el hombre que la había desencadenado, él solo, tenía la potencia de un pequeño ejército.
—Después, veamos, hay otra cosa que no sé si puede ser de utilidad. —Russell volvió a meter la mano en el bolsillo de la chaqueta. Extrajo una foto manchada de sangre y se la dio a la detective—. Ziggy me la dio, junto con la hoja.
Ella cogió la foto y se quedó mirando la imagen un instante. Después pareció recibir una descarga eléctrica.
—Un momento. Vuelvo enseguida.
Abandonó el despacho rápidamente, salió por la puerta y desapareció en el corredor. Casi no dejó al capitán y a Wade tiempo para explicarse ese comportamiento. Un momento después ya estaba de vuelta, con una carpeta amarilla en la mano. Cerró la puerta y se acercó al escritorio, antes de hablar.
—Hace una par de días, durante una demolición en unas obras en la calle Veintitrés, encontraron un cadáver emparedado en un intersticio. La autopsia revela que lleva allí más o menos unos quince años. No hemos encontrado ningún indicio significativo, salvo una cosa.
Russell pensaba que el capitán ya estaba al corriente de algunos detalles. Entendió que el modo en que la detective Light exponía los hechos le estaba dedicado. Eso significaba que estaba sopesando el pacto propuesto por él.
Ella continuó.
—En el suelo, junto al cadáver, encontramos un portadocumentos que contiene dos fotos. Éstas.
Le dio al capitán las ampliaciones en blanco y negro que guardaba en la carpeta. Bellew las miró un instante. Cuando Vivien estuvo segura de que las había asimilado, le pasó la que Russell le había mostrado.
—Y ésta es la que Ziggy le dio al señor Wade.
Cuando la vio, el capitán no pudo reprimir una exclamación.
—¡Santo cielo!
Durante un tiempo que pareció interminable, pasó la mirada de una foto a otra varias veces. Después se inclinó sobre el escritorio y se las dio a Russell. En una había un muchacho de uniforme ante un vehículo blindado, una imagen que podía reconocerse como de la guerra de Vietnam. En la otra el mismo muchacho vestido de civil tendía hacia el objetivo un gran gato negro al que parecía faltarle una pata.
Russell entendió ahora el motivo del comportamiento de la detective Light y la sorpresa de su superior. El muchacho con el gato que mostraba la foto encontrada junto a un cadáver de más de quince años, era el mismo de la foto que Ziggy Stardust le había dado antes de morir.
Soy Dios...
Desde que abrió los ojos esas palabras seguían resonando en la cabeza del reverendo Michael McKean como grabadas en una cinta que se repetía sin pausa. Hasta la noche anterior había albergado una pequeña esperanza de que todo fuera nada más que el desvarío de un perturbado, la inocua tendencia a la autolesión de una mente desequilibrada. Pero la razón y el instinto, tantas veces en conflicto, le dictaban que todo era verdad.
Y todo parecía más nítido y definitivo.
Recordaba el final de aquella absurda conversación en el confesionario, cuando el hombre, después de su terrible afirmación, cambió el tono de voz y se hizo persuasivo y confidencial Palabras amenazantes en una entonación imbuida de culpa e inocencia
.
—
Ahora me levantaré y me iré. Y usted no me seguirá ni tratará de detenerme. Si lo hiciera, las consecuencias serían muy desagradables. Para usted y para sus personas más queridas. Créame, como debe creer en todo lo que le he dicho
.
—
Espera. No te vayas. Al menos explícame el porqué
...
La voz volvió a interrumpirlo, precisa y monocorde
.
—
Creía haber sido claro. No tengo nada que explicar. Sólo cosas que enunciar. Y usted las conocerá antes que nadie
.
El hombre siguió con su delirio como si fuese lo más natural del mundo
.
—
Esta vez he juntado la luz con la oscuridad. La próxima vez lo haré con la tierra y el agua
.
—
¿Qué significa?
—
Con el tiempo lo entenderá
.
La voz llegaba cargada de una tranquila e inexorable amenaza. El padre McKean, temiendo verlo desaparecer de golpe, le formuló una última y desesperada pregunta
.
—
¿Por qué has venido a contármelo? ¿Por qué a mí?
—
Porque usted me necesita más que otros. Lo sé
.
Un momento de silencio en aquel hombre que se erigía en amo de la eternidad. Después, sus palabras definitivas. Su adiós al mundo, un adiós sin salvación
.
—Ego sum Alpha et Omega.
Y se incorporó para marcharse con sigilo. Un roce verde en la rejilla, un rostro sólo entrevisto en la penumbra. Se quedó solo, sin aire y sin miedo, porque lo que sentía era tan grande y carente de nombre que no dejaba lugar a ningún otro sentimiento
.
Salió del confesionario con una gran palidez, y cuando el párroco Paul vino a buscarlo, se quedó paralizado por su aspecto afligido
.
—
¿Qué pasa, Michael? ¿No te sientes bien?
Consideró inútil mentirle. Además, después de esa experiencia carecía de las fuerzas necesarias para oficiar la misa de mediodía. El rito era un momento de alegría y comunión y le parecía que contaminarlo con sus pensamientos sería un pecado
.
—
No. La verdad, no me siento nada bien
.
—
Bueno, vete a casa. Yo daré la misa
.
—
Te lo agradezco, Paul
.
El párroco acababa de atender una visita y les pidió que lo llevaran hasta Joy. Una persona a la que no conocía, y que se presentó como Willy Del Carmine, lo llevó en un gran coche del que el padre McKean no recordaba ni siquiera el color. Durante todo el trayecto permaneció en silencio, mirando por la ventanilla, saliendo de sus pensamientos sólo para darle indicaciones al chófer. Incluso le costó reconocer un camino que había recorrido miles de veces
.
Cuando se encontró en el patio, con el ruido de fondo del coche que se alejaba, se percató de que ni siquiera había saludado y dado las gracias a esa persona que había sido tan amable con él
.
John estaba en el jardín, y cuando vio el coche se acercó. Era un hombre con una sensibilidad poco común y con una aguda capacidad de descifrar la intimidad de las personas
.
El padre McKean sabía que se habría percatado de que algo no iba bien. Ya lo había advertido en el tono de su voz, cuando desde Saint Benedict le avisó que se disponía a volver. Confirmaba la opinión que tenía de John, cuando éste se acercó como si tuviese miedo de ser inoportuno
.
—
¿Todo bien?
—
Todo bien, John. Gracias
.
Su colaborador no insistió, confirmando así otra de sus cualidades, la discreción. Ya se conocían muy bien. Sabía que John tenía esperanzas de que su amigo Michael McKean terminaría por sincerarse en el momento oportuno. No podía saber que esta vez todo era diferente
.
El problema era insuperable
.
Y era la causa de una angustia que el cura sentía por primera vez en su vida. En el pasado había oído las confidencias de otros sacerdotes a los que les habían relatado crímenes en confesión. Ahora entendía la turbación de aquéllos, el sentirse humanamente en conflicto con su papel de ministros de la fe y de la Iglesia que habían escogido para sí
.
El secreto sacramental era inviolable. Por eso los confesores tenían prohibido traicionar a quien confiase en ellos dentro del confesionario
.
En ningún caso y de ninguna manera
.
La violación de ese secreto no estaba permitida ni siquiera en caso de amenaza de muerte al confesor u otros. El sacerdote que violaba el secreto confesional se arriesgaba a la excomunión automática
latae sententiae,
que sólo podía ser revocada por el Papa. En el curso del tiempo, rara vez un pontífice lo había hecho
.
Si el pecado era un acto criminal, el confesor podía sugerir o imponer al penitente, como condición indispensable para la absolución, que se entregara a las autoridades. Y hasta allí llegaba lo que podía hacer. Y, sobre todo, no podía informar directamente a la policía, ni siquiera en modo indirecto
.
Había casos en que una parte de la confesión podía ser revelada a otros, pero siempre con el permiso de la persona interesada y siempre que se ocultara su identidad. Esto era válido para algunos pecados, aquellos que no podían perdonarse sin la autorización del obispo o el Papa. De todos modos, todo esto requería una condición determinante: el pedido de absolución debía ser consecuencia del arrepentimiento, del deseo de liberar el alma de un peso insostenible. En este caso, el padre McKean no se encontraba frente a uno u otro
.
Aquel hombre le había declarado la guerra a la sociedad
.
Destruiría y cosecharía víctimas, haría derramar lágrimas, proporcionaría dolor y desesperación. Y lo haría con la determinación del dios que en sus ensoñaciones decía ser, el dios que destruía ciudades y aplastaba ejércitos, cuando la ley era todavía la del talión
.
Después de ese cambio de palabras con John en el patio, para no explayarse en difíciles explicaciones, el padre McKean se dirigió a la cocina. Hasta donde pudo, se puso la mejor máscara y entró en el refectorio para comer con los chicos, que se mostraron contentos de tenerlo con ellos para la pequeña fiesta dominical
.