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Authors: Giorgio Faletti

Tags: #Intriga, Policíaco

Yo soy Dios (10 page)

BOOK: Yo soy Dios
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Estaba al tanto de la difícil situación familiar de Vivien, y sabía de la carga que tenía que arrastrar pese a su juventud. Sus indiscutibles méritos en el trabajo lo habían llevado a tenerla en especial consideración. Entre ellos había crecido una relación de aprecio mutuo que les llevó a colaborar, siempre con óptimos resultados. Uno de los compañeros de Vivien la había definido como «la coca de Bellew», pero cuando llegó a oídos del capitán, éste se lo llevó aparte y le dijo algo. Nadie supo qué, pero desde ese momento habían desaparecido las alusiones.

Cuando la tuvo allí, según su estilo fue al grano.

—Tenemos un homicidio. Un cadáver que según dicen lleva años allí. Salió a la superficie en unas obras de demolición. Estaba emparedado entre los muros divisorios de un semisótano.

Hizo una pausa para darle tiempo a Vivien de hacerse una idea de la situación.

—Me gustaría que te ocuparas.

—¿Dónde es?

Bellew hizo un gesto con la cabeza en una dirección imprecisa.

—A dos manzanas de aquí, en la calle Veintitrés esquina Tercera Avenida. La Científica ya debe de estar allí. El juez de instrucción también está yendo. Bowman y Salinas ya están en el lugar y tendrán la situación bajo control hasta que llegues.

En ese momento Vivien comprendió adónde se dirigían los dos agentes que había visto salir cuando llegaba.

—¿No es un asunto que concierne a los del Cold Case?

El Cold Case Squad era el departamento policial que se ocupaba de los homicidios no resueltos después de años de haber sido cometidos. Fríos como pocos. Y, considerando las palabras del capitán, ése era un caso así.

—Por ahora nos ocuparemos nosotros. Después veremos si es oportuno pasárselo a ellos.

Vivien sabía que, debido a su carácter, el capitán Alan Bellew consideraba que el Distrito 13 era su territorio particular y que no soportaba la intromisión de polis que no dependiesen directamente de él.

La detective asintió con un gesto.

—De acuerdo, ya voy.

En ese momento dos hombres salieron de una puerta a la derecha del mostrador, al otro lado del vestíbulo. El de más edad tenía el cabello gris y un buen bronceado.

Golf, o navegación a vela. «O las dos cosas», pensó Vivien.

El traje oscuro, la cartera de cuero y el aire de gravedad eran tres elementos que le colgaban como un cartel: abogado.

El más joven, de unos treinta y cinco años, llevaba gafas oscuras y en el rostro demacrado le asomaba una barba de varios días. Su ropa era más informal y tenía trazas de una noche pasada en el calabozo. Y no sólo allí, ya que tenía un moretón en el labio y la manga izquierda de la chaqueta se veía arrancada desde el hombro.

Salieron sin mirar a nadie. Vivien y Bellew los siguieron con la mirada hasta que desaparecieron en el vaivén de la puerta de vidrio. El capitán insinuó una sonrisa.

—Anoche en el Plaza hemos tenido un huésped célebre.

Vivien conocía bien aquella frase. En la planta superior, al lado de una gran sala donde se alineaban los escritorios de los detectives, tan próximos que parecían una exposición de muebles de oficina, había un calabozo. Solía usarse para aparcar, a veces durante toda la noche, a los detenidos que esperaban ser liberados bajo fianza o ser transferidos a la cárcel cercana, en Chinatown. Lo habían bautizado como el «Plaza», en alusión al gran hotel, por la incomodidad de los largos bancos de madera adosados a la pared.

—¿Quién es ese tipo?

—Russell Wade —dijo el capitán.

—¿El que ganó el Pulitzer a los veinticinco años y se lo quitaron tres meses después?

El capitán hizo una mueca con los labios. La sonrisa había desaparecido.

—Sí, el mismo.

Vivien percibía cuando en la voz de su superior había huellas de amargura. Cualquier persona la habría sentido frente a un sistemático y complaciente sentido de autodestrucción. Por motivos personales, ella también conocía esa situación.

—Lo cogimos anoche en una redada en una timba clandestina, trompa perdido. Se resistió al arresto. Creo que hasta se ganó un guantazo de Tyler. —Bellew archivó ese breve paréntesis y retomó el tema principal—. Dejemos en paz a los vivos. Ahora tendrás que ocuparte de un muerto. Ha esperado mucho, tengamos la cortesía de no prolongarle la espera.

—Creo que tiene derecho.

Bellew se fue y de golpe Vivien estaba fuera, en el aire dulce de esa tarde del final de primavera. Mientras bajaba los pocos escalones de la entrada, por un momento tuvo a su derecha una visión fugaz de Russell Wade y el abogado; se alejaban en una limusina con chófer. El gran coche se movió y le pasó por delante. El huésped de una noche del Plaza se había quitado las gafas y miró hacia fuera, sus miradas se cruzaron. Por un instante Vivien penetró en esos dos intensos ojos azules y se sorprendió por la gran tristeza que reflejaban. Después el coche avanzó y aquel rostro desapareció con el movimiento y mientras subía la ventanilla. Durante un instante dos planetas de los extremos opuestos de la galaxia se habían rozado, pero la distancia había sido restablecida por la simple barrera de un cristal ahumado.

Sólo un instante y Vivien volvió a ser quien era y lo que el mundo esperaba de ella. El lugar donde habían encontrado el cuerpo estaba tan cerca que hubiera llegado antes andando. Mientras tanto ya estaba elaborando la poca información que tenía entre manos. Una obra en construcción era el lugar ideal para hacer que una persona indeseada desapareciera para siempre. Ésta no sería la primera vez, ni la última. Un asesinato, un cuerpo escondido en una viga de cemento, la vieja historia de locura y violencia.

«¿Y cuál gana?»

El combate entre lobos había comenzado en la noche de los tiempos. A lo largo de los siglos siempre hubo alguien que alimentó al lobo equivocado. Vivien se desplazó con la inevitable excitación que sentía cada vez que se acercaba a un nuevo caso. Y con la certeza de que, lo resolviera o no, como siempre todos saldrían derrotados.

9

Llegó a las obras subiendo por la Tercera Avenida.

Había caminado cruzando semáforos, escaparates de bares, mucha gente, siendo una persona normal entre personas normales. Ahora saldría del anonimato que hasta ese momento la había fundido con la humanidad que la rodeaba, para volver a ser quien era. La llegada de un detective a la escena del crimen era un momento especial, como cuando para un actor se abría el telón. Nadie habría tocado nada ni movido un dedo desde que le encargaron la investigación. Conocía las sensaciones que tendría. Y sabía que, como siempre, estaría contenta de no poder prescindir de ellas. El lugar donde se había cometido un homicidio, fuera reciente o del pasado, nunca carecía de un morboso atractivo. Algunos escenarios de catástrofes incluso se habían convertido en destinos turísticos. Para ella, era el lugar donde dejar de lado las emociones y desarrollar su trabajo. Todas las hipótesis que pudiera haberse formulado durante el breve trayecto pasarían ahora la prueba de los hechos.

El coche de la policía estaba aparcado junto a la acera, protegida por el cercado de plástico naranja que delimitaba la parte del área de las obras que invadía la calzada. Bowman y Salinas, los agentes enviados por Bellew, no estaban a la vista. Quizá se hallaran dentro, circunscribiendo con cintas amarillas la zona donde había sido descubierto el cadáver.

Los obreros estaban reunidos junto a la puerta de uno de los barracones que había a ambos lados de la obra. De pie, un poco separados del resto, había otros dos hombres. Uno era negro, alto y grande, el otro era blanco y llevaba una chaqueta azul de trabajo. En todos los presentes parecía que los nervios eran el único motor de sus movimientos. Vivien comprendía muy bien ese estado de ánimo. No todos los días sucede que al derribar una pared uno se encuentre con un cadáver.

Se acercó a esos dos y les mostró su placa.

—Buenos días. Creo que me están esperando, soy la detective Vivien Light.

Si les sorprendió ver que llegaba a pie, no lo demostraron. El alivio debido a su presencia, por tener al fin a alguien a quien referir los hechos, superaba otras consideraciones.

El blanco habló en nombre de los dos.

—Soy Jeremy Cortese, jefe de obras. El señor es Ronald Freeman, el segundo jefe.

Vivien abordó el asunto sin dilación, consciente de que los dos hombres esperaban que lo hiciera.

—¿Quién ha descubierto el cadáver?

Cortese señaló al grupo de obreros que estaba detrás.

—Jeff Sefakias. Estaba derribando la pared y...

—Está bien. Después hablaré con él. Ahora quiero hacer un reconocimiento.

Cortese dio un paso hacia la entrada de las obras.

—Venga por aquí. Yo le indico.

Freeman se quedó donde estaba.

—Si fuera posible quisiera evitar volver a ver ese... esa cosa.

A Vivien le costó disimular un gesto de simpatía. Lo hizo porque podía ser interpretado como una burla. No debía humillar a quien le parecía una buena persona. Una vez más pensó en lo impreciso que era siempre emparejar el cuerpo y la mente de una persona. La pinta de aquel hombre le habría dado miedo a cualquiera, en cambio era él quien estaba impresionado por una escena cruenta.

En ese momento un gran automóvil se detuvo a su lado. El chófer abrió la puerta trasera y salió una mujer. Era alta, rubia, y pudo haber sido guapa en el pasado. Ahora era la manifestación viviente de la inútil batalla de algunas mujeres contra la imparcialidad del tiempo. Aun cuando vestía de modo informal, toda su ropa era de marca. Delataba tiendas de la Quinta Avenida, Sacks, sesiones de masajes en
spa
exclusivos, perfume francés y gesto de desprecio por el prójimo. Se dirigió a Cortese sin dedicarle una mirada a Vivien.

—Jeremy, ¿qué está pasando aquí?

—Como ya le he dicho por teléfono, hemos encontrado el cuerpo de un hombre durante las excavaciones.

—De acuerdo, pero los trabajos no pueden pararse por eso. ¿Tiene idea de cuánto cuesta a la empresa cada día que se detienen los trabajos?

Cortese encogió los hombros y dirigió a Vivien un gesto espontáneo con las manos.

—Estábamos esperando la llegada de la policía.

En ese momento la mujer pareció advertir la presencia de Vivien. La miró de arriba abajo con una expresión que la detective decidió que no merecía ser descifrada. Cualquiera que fuera el tema del examen, ropa o aspecto o edad, sabía que no obtendría una buena nota.

—Agente, tratemos de resolver lo antes posible este desagradable accidente.

Vivien ladeó la cabeza y sonrió.

—¿Con quién tengo el gusto de hablar?

La mujer usó un tono de proclama:

—Elizabeth Brokens. Mi marido es Charles Brokens, propietario de la empresa.

—Bien, señora Elizabeth Brokens, mujer de Charles Brokens, propietario de la empresa: un desagradable accidente podría ser, por ejemplo, la nariz que su cirujano plástico le ha colocado en medio de la cara. Lo que ha sucedido en este lugar es lo que todo el mundo suele llamar homicidio, ¿le suena? Y como bien sabrá usted, es una práctica perseguida por la ley. Me permito recordarle que es la misma ley que investiga la contabilidad de la empresa de su marido, señora. —Abandonó la sonrisa y cambió de tono—. Y si usted no desaparece ya mismo, la hago arrestar por obstaculizar una investigación de la policía de Nueva York.

—¿Cómo se permite? Mi marido es amigo personal del jefe de policía y...

—Entonces vaya a quejarse a él, estimada señora Elizabeth Brokens, mujer de Charles Brokens, propietario de la empresa y amigo personal del jefe de policía. Y déjeme hacer mi trabajo de una puta vez.

Le dio la espalda, dejándola helada y quizás imaginando sanciones y terribles castigos para ella. Se dirigió hacia la abertura en el cercado que según intuyó daría acceso a las obras.

Jeremy Cortese se le puso al lado. Su expresión era de incredulidad.

—Señorita, si alguna vez tiene unas reformas para hacer, le haría el trabajo gratis con todo gusto. La cara de la señora Brokens después de su discurso me quedará como uno de los mejores recuerdos de mi vida.

Pero Vivien casi no oyó esas palabras. Ya tenía el pensamiento en otra parte. Apenas llegaron al lugar, de un vistazo se percató de cuál era la situación. Un poco más allá de sus pies, delimitado por una red de protección, se abría un agujero en el terreno. Era de unas tres cuartas partes de la medida total de la excavación y profundo como un sótano. El fondo eran los suelos de dos edificios diferentes y estaba dividido por la mitad mediante una línea de materiales desiguales. En la parte opuesta todavía había algo de la planta baja, pendiente de demolición, pero la mayor parte del trabajo había sido hecho. Abajo, los dos agentes estaban terminando de cercar el área en su parte izquierda. Un obrero estaba detrás de ellos, apoyado contra una pared, esperando.

Cortese le dio respuestas antes de que Vivien formulara preguntas.

—Había dos viejos edificios, uno pegado al otro. Los estamos derribando para construir un rascacielos.

—¿Qué había antes aquí?

—De este lado, apartamentos y un restaurante que daba a la calle, creo. Hemos encontrado muchos viejos utensilios. Del otro lado, un pequeño garaje. Creo que fue instalado después de la construcción del edificio, porque hemos encontrado trazas de reestructuración.

—¿Sabe quiénes eran los propietarios?

—No, pero seguro que la empresa tiene toda la documentación que necesita.

Cortese se movió y Vivien lo siguió. Llegaron a la esquina de la derecha, donde una escalera de cemento, los restos de una construcción precedente, conducía al nivel inferior. La excavación desierta daba sensación de desolación, con los martillos neumáticos en el suelo y la gran perforadora amarilla aparcada a un lado con el motor apagado. Imperaba el gris malestar de la destrucción sin la brillante promesa de una restauración.

Dos técnicos de la Científica aparecieron cuando ya estaban en la escalera. Traían un montón de instrumentos. Vivien les indicó que la siguieran.

La detective y Cortese bajaron por la escalera y llegaron en silencio a donde esperaban los dos agentes. Cortese se detuvo a dos pasos de la cinta amarilla. Víctor Salinas, un joven alto y moreno que tenía debilidad por Vivien, cuya mirada no lo disimulaba, esperó a que ella llegara y después levantó la cinta amarilla para dejarla pasar.

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