El muchacho hizo una pausa. Ben entendió que lo hacía para permitirle asimilar lo que le había contado. O para prepararlo para lo que seguía.
—Los del Vietcong nos usaron como escudos humanos. Y los del avión de reconocimiento nos habían visto. Sabían que estábamos allí y atacaron igual.
Ben se miró los zapatos. En ese momento habría sido inútil comentar nada sobre esa experiencia. Decidió volver al presente y sus incertidumbres.
—Y ahora ¿qué quieres hacer?
Little Boss encogió los hombros con desinterés.
—Sólo necesito apoyo durante unas horas. Debo ver a un par de personas. Después vendré a buscar a
Walzer
y me iré.
El minino, indiferente como buen gato, abandonó las rodillas de su amo y acomodó sus tres patas sobre la cama, en una posición más cómoda.
Ben separó la silla de la pared y la afirmó en el suelo.
—Intuyo que estás por meterte en líos.
El muchacho sacudió la cabeza, escondido detrás de su no sonrisa.
—Yo no puedo meterme en líos.
Se quitó los guantes de algodón y extendió hacia Ben unas manos llenas de cicatrices.
—¿Ves? No tengo impresiones digitales. Están borradas. Toque lo que toque no dejo huellas. —Pareció reflexionar un momento, como si de pronto hubiese encontrado una definición exacta para sí—. No existo. Soy un fantasma. —Miró a Ben con unos ojos que todo lo pedían, aun cuando estaban dispuestos a conceder poco—. Ben, dame tu palabra de honor de que no dirás a nadie que he estado aquí.
—¿Ni siquiera a...?
El muchacho lo interrumpió con determinación.
—A nadie, he dicho. Nunca.
—¿Y si lo hiciera?
Un segundo de silencio. Después, de aquella boca martirizada salieron unas palabras tan frías como las de los muertos.
—Te mataría.
Ben Shepard comprendió que el mundo había desaparecido para aquel muchacho. No sólo su mundo interior, sino también el mundo de fuera. Un escalofrío le recorrió la espalda. Se había ido, junto a otros hombres de su país, para combatir en una guerra contra otros hombres a los que les habían ordenado odiar y matar. Después de lo ocurrido, los papeles se habían invertido.
Había vuelto a casa pero, para todos, ahora el enemigo era él.
Aguardaba sentado en la oscuridad.
Había esperado ese momento durante tanto tiempo que, ahora que había llegado, la ansiedad y las prisas habían desaparecido. Le parecía que su presencia en ese lugar era algo normal y previsto. Como el amanecer o el ocaso, o cualquier otra cosa que debiera ser día tras día.
Tenía una pistola Colt M1911 sobre las rodillas, el arma de reglamento en el ejército. Su amigo Jeff Anderson, a quien le habían quitado las piernas pero no las mañas de traficante, se la había conseguido sin hacer preguntas. Y, quizá por primera vez en su vida, no le había pedido nada a cambio. La había llevado en el morral durante todo el viaje, envuelta en un trapo.
De todo lo que llevaba consigo, era lo único liviano.
Se encontraba en un salón con un sofá y dos sillones en el centro, dispuestos frente a un televisor contra la pared. La decoración común de una casa corriente estadounidense. Una casa en la que, estaba claro, vivía un hombre solo. Pocos cuadros en las paredes, una alfombra que no revelaba sentido de la limpieza, y en el fregadero algún plato sucio. Olor a tabaco por todas partes.
A la derecha, ante él, la puerta de la cocina. A la izquierda otra puerta a través de la cual, tras un pequeño recibidor, se entraba a la casa por la puerta del jardín. A sus espaldas, protegida por un sobretecho de obra, estaba la escalera que llevaba a la planta superior. Cuando llegó y se percató de que no había nadie en la casa, forzó la puerta de atrás y entró rápidamente.
Mientras lo hacía, podía oír en su interior la voz del sargento instructor de Fort Polk.
«Antes que nada, reconocimiento del lugar.»
Después de haber entendido cuál era la disposición de la habitación, había preferido esperar en el salón para tener controladas ambas entradas, la principal y la de servicio.
«Comprobar las armas.»
Y mientras esperaba, su pensamiento volvió a Ben.
Todavía veía la expresión de su amigo cuando él lo había amenazado. Sin trazas de miedo, sólo desilusión. En vano había buscado borrar aquellas dos palabras cambiando de tema. Y había preguntado lo que en realidad habría querido preguntarle desde el primer momento.
—¿Cómo está Karen?
—Bien. Ha tenido un niño. Te escribió. ¿Por qué no le respondiste nunca? —Tras una pausa siguió hablando en tono más bajo—. Cuando le dijeron que habías muerto, vertió todas las lágrimas que puedan llorarse.
Había algo de reproche en las palabras y en el tono. Él se levantó de golpe señalándose con las manos.
—¿Me ves, Ben? En el cuerpo tengo las mismas cicatrices que en la cara.
—Ella te amaba. —Y se corrigió—: Te ama.
Él sacudió la cabeza, como para quitarse un pensamiento importuno.
—Ama a un hombre que ya no existe.
—Estoy seguro de que...
Lo detuvo con un gesto de la mano.
—Las certezas no son para este mundo, Ben. Y las pocas que hay casi siempre son negativas.
Se volvió hacia la ventana para que Ben no le viese bien la cara. Pero sobre todo para no ver la de su amigo.
—Sí, sí, ya sé qué pasaría si voy a ella: me echaría los brazos al cuello. Pero ¿hasta cuándo?
Otra vez se volvió hacia Ben. Primero se había escondido un poco, por instinto. Pero ahora quería mirar la realidad de frente y dejar que la realidad le viese la cara.
—Digamos que todos los problemas, las barreras entre nosotros, pudieran resolverse, pero... su padre y el resto... ¿Cuánto tiempo duraría? Lo he pensado muchas veces, desde la primera vez que me dejaron mirarme en un espejo y supe en qué me había convertido.
Ben vio que en sus ojos asomaban lágrimas, diamantes de bajo precio, los únicos que podían comprarse con la paga del soldado. Y comprendió que el muchacho se había repetido esas palabras miles de veces, en silencio.
—¿Te imaginas qué puede significar despertarse cada mañana y ver mi cara, que eso sea lo primero que se vea? ¿Cuánto duraría, Ben, cuánto?
No esperó una respuesta. No porque no quisiera saberla, sino porque ya la sabía.
La sabían los dos.
Otra vez cambió de tema.
—¿Sabes por qué fui voluntario a Vietnam?
—No, nunca pude entender esa decisión.
Volvió a sentarse y acariciar a
Walzer
. Y le contó todo lo que había sucedido. Ben escuchó en silencio. Mientras hablaba sólo le miraba la cara, deslizando la vista por aquella piel martirizada. Cuando terminó, Ben se tapó la cara con las manos y su voz se filtró entre los dedos.
—Pero ¿no piensas que Karen...?
Se levantó de golpe para acercarse a la silla donde estaba sentado su antiguo patrón. Como para subrayar mejor sus palabras.
—Creía que te había quedado claro, Ben. Ella no sabe que estoy vivo y no debe saberlo.
En ese momento, Ben se levantó y lo abrazó de nuevo, en silencio, esta vez con más fuerza. Él no logró responder al abrazo. Se quedó con los brazos laxos a ambos lados del cuerpo, hasta que el otro se separó.
—Hay cosas que nadie tendría que probar en esta vida, querido muchacho. No sé si está bien que lo haga. Por ti, por Karen, por el niño. Pero, por lo que me concierne, yo no te he visto.
Cuando Little Boss se fue, Ben se quedó en la puerta de la nave. No le había preguntado adónde iba ni qué pensaba hacer, pero sus ojos delataban el amargo convencimiento de que pronto lo sabría. Mientras se alejaba, Wendell sentía la mirada de Ben, cómplice a pesar suyo.
En ese momento sólo dos cosas eran ciertas para ambos.
La primera era que Ben no lo traicionaría.
La segunda, que no se volverían a ver.
Había atravesado la ciudad y recorrido a pie la distancia hasta la casa, al fondo de Mechanic Street. Prefería caminar unos kilómetros antes que pedirle prestado el coche a Ben. Quería evitar involucrarlo en esa historia más de lo necesario. Y no tenía ninguna intención de dejarse pillar tratando de robar un coche.
Mientras caminaba, Chillicothe había desfilado inmóvil ante él, sin percatarse de su presencia, como siempre. Sólo era una localidad más de Estados Unidos. El lugar donde él se había conformado con unas migajas de esperanza cuando muchos chicos de su edad se movían despreocupados entre un montón de cosas seguras.
Había recorrido calles, evitado a personas y esquivado luces, y cada paso era un pensamiento y cada pensamiento...
El ruido de un coche en la entrada lo devolvió a la atención que por un momento había perdido. Se levantó del sofá y se acercó a la ventana. Apartó una cortina que olía a polvo y miró. Un Plymouth Barracuda último modelo estaba detenido con el morro apuntado a la cortina metálica del garaje. Las luces de los faros se extinguieron en el cemento y a continuación, primero uno y después el otro, Duane Westlake y Will Farland bajaron del vehículo.
Los dos iban de uniforme.
El sheriff estaba un poco más gordo que la última vez que lo había visto. Demasiada comida y demasiada cerveza. Cada vez más lleno de mierda. El otro seguía siendo el tipo enjuto, flaco y ruin que recordaba.
Los dos se acercaron a la entrada. Charlaban.
No daba crédito a su buena suerte.
Había creído que esa noche tendría que hacer dos visitas. Ahora el albur le estaba ofreciendo en bandeja de plata la posibilidad de ahorrarse una. Y de lograr que cada uno de los dos supiera...
La puerta se abrió y antes de que la claridad invadiera la habitación pudo ver ambas siluetas proyectadas en el recuadro que la luz recortaba en el suelo.
El claro y lo oscuro.
El grande y el pequeño.
Lo malo y lo peor.
Se dirigió hacia la escalera y se quedó allí, apoyado en la pared y oyendo las voces. Escuchando lo que decían. En su cabeza, el diálogo pasó como las páginas de un texto teatral que Karen le había hecho leer una vez.
Westlake: ¿Qué has hecho con esos chicos que detuvimos?
Farland: Cuatro vagabundos de paso. Lo de siempre. Pelo largo y guitarras. No tenemos nada contra ellos, pero a la espera de averiguaciones pasarán la noche a la sombra. —Una pausa—. Le he dicho a Rabowsky que los meta en el calabozo con alguno de los duros, si hay.
Oyó una risita que parecía el chillido de una rata, claramente emitida por el ayudante del sheriff.
Farland: Esta noche en vez del amor harán la guerra.
Westlake: Quién dice que no les vengan ganas de cortarse las melenas y buscar un trabajo.
En su escondite, sonrió con sabor amargo.
«El lobo pierde el pelo pero no las mañas.»
Pero ésos no eran lobos. Eran chacales, y de la peor especie.
Se desplazó con cuidado, protegido por la penumbra y el reparo de la pared. El sheriff encendió el televisor, lanzó el sombrero sobre la mesa y se hundió en un sillón. Poco a poco el brillo espasmódico de la pantalla se agregó a la luz de la habitación.
Y el comentario sobre un partido de baloncesto.
—¡Mierda! Ya estamos al final y perdemos. Ya lo sabía yo que jugar en California nos iba mal.
Se volvió hacia su ayudante.
—Hay cerveza en la nevera. Trae una para mí.
El sheriff era el jefe absoluto y le gustaba recordarlo, aun con las visitas. Little Boss se preguntó si se hubiera comportado con los mismos modales si en esa habitación, en vez de su ayudante, estuviera el juez Swanson.
Decidió que ése era el momento. Salió de su escondite apuntando con la pistola.
—La cerveza puede esperar. Manos arriba.
Will Farland, que estaba a su derecha, dio un respingo cuando oyó su voz. Y cuando le vio la cara, palideció.
Westlake se había vuelto de golpe. Y al verlo se quedó pasmado por un momento.
—¿Y tú quién carajo eres?
«Una pregunta equivocada, sheriff. ¿Estás seguro de querer saberlo?»
—Por el momento no tiene importancia. Levántate y ponte en el centro de la sala. Y tú ponte a su lado.
Mientras ambos obedecían, Farland intentó llevar la mano a la funda de su pistola.
Previsible.
Little Boss dio un par de pasos rápidos, de costado para encararlo directamente, y sacudió la cabeza.
—Ni lo intentes. Sé usar muy bien esta pistola. ¿Me crees o quieres que te lo demuestre?
El sheriff alzó las manos en gesto que pretendía ser tranquilizador.
—Escucha, amigo, no perdamos la calma. No sé quién eres ni qué buscas, pero te recuerdo que estás cometiendo un delito. Además, estás amenazando con un arma a dos representantes de la ley. ¿No crees que tu situación ya es lo suficientemente grave? Antes de hacer más tonterías te aconsejo que...
—Sus consejos atraen el mal, sheriff Westlake.
Sorprendido de oír su nombre, el sheriff arqueó las cejas y ladeó un poco su gran cabeza.
—¿Nos conocemos?
—Dejemos las presentaciones para después. Ahora, Will, siéntate en el suelo.
Farland estaba demasiado pasmado como para sentir curiosidad. Sin saber qué hacer, dirigió la mirada a su superior.
Sin embargo, Little Boss eliminó toda vacilación:
—Él ya no manda, mierda mal cagada, ahora mando yo. Si prefieres morir, puedo complacerte.
El hombre se agachó sobre sus largas piernas y se ayudó apoyando las manos en el suelo. En ese momento, el cabo señaló al sheriff con el cañón de la pistola.
—Ahora, con calma y sin movimientos bruscos ponle las esposas a la espalda.
Mientras obedecía doblado por la cintura, Westlake se puso rojo por el esfuerzo. El seco y doble clic de las esposas marcó el inicio del cautiverio del ayudante Will Farland.
—Ahora coge las tuyas y póntelas en la muñeca derecha. Después date la vuelta con los brazos a la espalda.
Los ojos del sheriff destilaban furia. Pero ante esos ojos había una pistola. Obedeció y enseguida una mano segura le colocó la otra esposa en la muñeca libre.
Y ése fue el inicio de su propio cautiverio.
—Ahora siéntate a su lado.
El sheriff no podía ayudarse con las manos. Dobló las rodillas y cayó torpemente, apoyando su corpachón con violencia contra la espalda de Farland. Por un momento pareció que ambos caerían.
—¿Quién eres?