No era
dat-nuoc
.
Una palabra que le reverberó en la cabeza, algo gutural cuando se pronunciaba bien. En la lengua que se hablaba en Vietnam quería decir «país», aun cuando una traducción literal sería «tierra-agua», un modo muy realista de denominar la esencia de aquel territorio. Para cualquiera era una imagen idílica, siempre que no se tuviera que trabajar con la espalda doblada o caminar cargando con una mochila y un MI6.
Ahora, la vegetación que lo rodeaba significaba «casa». Pero no sabía con exactitud qué lugar darle a ese nombre.
El cabo sonrió porque no encontraba otro modo de expresar su amargura. Sonrió porque era un gesto que ya no le causaba dolor. La morfina y las agujas hipodérmicas eran ya un recuerdo casi desteñido. Pero no el dolor, eso quedaría como una mancha blanca en la memoria cada vez que se desnudara ante un espejo o en vano intentara pasarse los dedos entre el cabello, encontrando sólo el áspero tacto de las cicatrices y marcas de quemadura.
Caminó por el sendero sintiendo el crujir de la grava bajo los pies, dejando a sus espaldas al coronel y todo lo que significaba. Se encontró con la cinta de asfalto de la calle principal y dobló a la derecha, dirigiéndose sin prisa a uno de los edificios blancos que destacaban en el parque. Allí se alojaba.
Desde el principio hasta el fin, ese lugar contenía toda la ironía de los hechos.
La historia se estaba cerrando donde había comenzado. Pocos kilómetros más allá estaba Fort Polk, el campo de adiestramiento superior antes de la partida hacia Vietnam. Al llegar encontrabas un grupo de muchachos que alguien había sustraído de su vida por la fuerza, con la pretensión de convertirlos en soldados. La mayoría de esos muchachos nunca había salido del estado donde vivían, y algunos ni siquiera del condado natal.
«No te preguntes lo que tu país puede hacer por ti...»
Nadie se lo preguntaba, pero tampoco estaba preparado para asumir lo que su país le pedía.
En el interior del cuartel, en la parte sur, habían reconstruido una aldea vietnamita en sus mínimos detalles. Techos de paja, madera, bambú y
ratán
. Herramientas y utensilios raros. Caras de instructores con aspecto asiático que eran, por nacimiento, más norteamericanos que él. No encontró ninguno de los objetos o materiales a los que estaba acostumbrado. Sin embargo, en aquellas construcciones, en esas expresiones metafísicas de un paraje lejano, a miles de kilómetros, había al mismo tiempo una amenaza y un aspecto cotidiano.
«Así son las casas de Charlie», le había dicho el sargento.
Charlie era el mote con que los soldados estadounidenses se referían al enemigo. El entrenamiento empezó y terminó. Les habían enseñado todo lo que debían saber. Pero lo habían hecho deprisa y sin demasiada convicción; claro, convicción había poca en aquellos tiempos. Cada uno tendría que haberse enseñado a sí mismo y por su cuenta, sobre todo a distinguir entre las caras idénticas que lo rodeaban quién era un vietcong y quién un campesino sudvietnamita amigo. La sonrisa con que se acercaban era la misma en ambos casos, pero lo que llevaban consigo podía ser muy diferente. Tal vez una granada.
Como en el caso del hombre negro que en ese momento se acercaba, empujando las ruedas de una silla con sus fuertes brazos. Entre los veteranos del hospital, a la espera de reconstrucción, era el único con quien Wendell había entablado amistad.
Jeff B. Anderson, de Atlanta. Había sido víctima de un atentado en Saigón cuando salía de un prostíbulo. A diferencia de quienes lo acompañaban, había sobrevivido, pero paralizado de la cintura hacia abajo. Ninguna gloria, ninguna medalla. Sólo curaciones y vergüenza. Pero en Vietnam la gloria era un hecho casual, y las medallas muchas veces no valían ni el metal con que estaban hechas.
Jeff detuvo la silla de ruedas apoyando las manos en el caucho.
—Hola, cabo. He oído cosas raras sobre ti.
—En este lugar, muchas de las cosas que se dicen suelen ser verdad.
—Entonces es cierto. ¿Vuelves a casa?
—Sí, vuelvo a casa.
La siguiente pregunta llegó tras una fracción de segundo, algo tan breve como interminable, porque era una pregunta que Jeff se había hecho a sí mismo muchas veces.
—¿Podrás?
—¿Y tú?
Ambos prefirieron no dar una respuesta y dejar al otro la facultad de imaginarla. El silencio entre ellos era el resumen de muchas conversaciones anteriores. Habían tenido muchas cosas de las que hablar, otras tantas que maldecir, y lo que ahora no decían era la síntesis.
—No sé si envidiarte —dijo Jeff.
—Si te interesa saberlo, yo tampoco lo sé.
El hombre de la silla de ruedas contrajo la expresión. Las palabras salieron de sus labios con la voz quebrada por una cólera tardía e inútil.
—Si sólo hubieran bombardeado esos malditos diques... —Jeff dejó la frase truncada. Sus palabras evocaban espectros que muchas veces ambos habían tratado de exorcizar sin lograrlo.
El cabo Wendell Johnson sacudió la cabeza.
Lo que se había hecho era parte de la historia, y lo que no se había hecho quedaba como una hipótesis sin posibilidad de ratificación. A pesar de los bombardeos masivos a que había sido sometido Vietnam del Norte, durante los cuales se había arrojado el triple de bombas que en la Segunda Guerra Mundial, nadie había ordenado machacar los diques del río Rojo. No pocos pensaban que hubiera sido un golpe decisivo, pues las aguas habrían anegado los valles, pero el mundo habría señalado como crimen contra la humanidad el genocidio resultante.
Pero tal vez la guerra hubiera terminado de otro modo.
Sólo tal vez.
—Habrían muerto centenares de miles de personas, Jeff.
El hombre de la silla de ruedas alzó una mirada fluctuante, imprecisa. Quizá fuera una última demanda a una compasión suspendida entre el remordimiento y la añoranza. Después se volvió y miró un punto lejano, más allá de la copa de los árboles.
—¿Sabes? Hay momentos en los que estoy despistado y apoyo las manos en la silla para levantarme. Después me acuerdo de mi estado y me maldigo. —Respiró profundamente, como si tuviera necesidad de mucho aire para decir lo que añadió—: Me maldigo por estar así, y sobre todo porque sacrificaría la vida de millones de aquellas personas si de ese modo pudiera recuperar mis piernas. —Volvió a mirarlo a los ojos—. ¿Qué ha ocurrido, Wen? Y, sobre todo, ¿por qué ha ocurrido?
—No lo sé. Y no creo que nadie llegue a saberlo nunca.
Jeff apoyó las manos en las ruedas y empezó a mover la silla adelante y atrás, como si con esa pantomima pudiera recordar que todavía estaba vivo. O quizá fuera sólo un gesto mecánico, de distracción, uno de esos instantes en los que pensaba que podía levantarse y salir caminando. Siguió pensando unos segundos antes de continuar.
—En cierta época decían que los comunistas se comían a los niños. —Miraba a Wendell sin verlo, como si estuviera visualizando las imágenes que evocaban sus palabras—. Nosotros combatimos a los comunistas. Quizá por eso no nos comieron.
Después de una nueva pausa su voz fue sólo un susurro.
—Sólo nos masticaron y nos escupieron.
Tomó aire y le tendió la mano. El cabo la estrechó, sintiéndola firme y seca.
—Que tengas suerte, Jeff.
—Que te den por culo, Wen. Y vete de una vez. Odio ponerme a lloriquear delante de un blanco. En mi piel hasta las lágrimas parecen negras.
Wendell se alejó con la clara sensación de que estaba perdiendo algo. Ambos lo estaban perdiendo. Además de lo que ya habían perdido. Había dado pocos pasos cuando la voz de Jeff lo hizo detenerse.
—Por cierto, Wen...
Se volvió y lo vio. Una sombra de hombre y máquina contra el atardecer.
—Fóllate una de mi parte. —E hizo un inequívoco gesto con las manos.
La respuesta de Wendell fue una sonrisa.
—Está bien. Cuando suceda, será en tu nombre.
El cabo Wendell Johnson se alejó, con un paso que todavía era el de un soldado, para su disgusto. Llegó al alojamiento sin saludar ni hablar con nadie. Entró en su cuarto. La puerta del baño estaba cerrada, siempre la mantenía así porque el espejo estaba colocado frente a la entrada. Quería evitar que su cara fuera la primera imagen que lo recibiera.
Se obligó a pensar que desde el día siguiente tendría que acostumbrarse. No existían los espejos benévolos, eran sólo superficies que reflejaban con exactitud lo que había. Sin piedad, con el involuntario sadismo de la indiferencia.
Se quitó la camisa y la lanzó sobre una silla, lejos de la seducción autoflagelante del otro espejo, el que había dentro del armario empotrado. Se quitó los zapatos y se echó en la cama con las manos bajo la nuca, piel áspera contra piel áspera, una sensación a la que ya estaba acostumbrado.
Desde la ventana, más allá de los batientes semicerrados, llegaba el golpeteo rítmico de un pájaro carpintero, atareado entre los árboles.
Tipi-tipi-tipi-tipi... Tipi-tipi-tipi-tipi...
Su memoria hizo una cabriola viciosa y ese sonido se transformó en la tos sorda de un AK-47, y después en una maraña de voces e imágenes.
—
Matty ¿dónde coño están esos hijos de puta? ¿De dónde disparan?
—
No lo sé. No veo nada
.
—
Lanza una granada entre esos matorrales a la derecha, con el M-79
.
—
¿Y Corsini dónde está?
Es la voz de Farrell. Una voz sucia de tierra y miedo. Viene de un punto impreciso, a la derecha
.
—
Corsini se ha ido. También Me
...
tipi-tipi-tipi-tipi
...
La voz de Farrell también se ha disuelto en el aire
.
—
Wen, muévete. Levantemos el culo de aquí, nos están haciendo papilla
.
tipi-tipi-tipi-tipi
...
—
No, por allí no. Hay un claro
.
—
Santo Dios. Están por todas partes
.
Abrió los ojos y dejó que volvieran las cosas que lo rodeaban. El armario, la silla, la mesa, la cama, las ventanas con sus cristales insólitamente limpios. También allí olor a óxido y desinfectante. Ese cuarto había sido su hogar durante meses, después de todo el tiempo pasado en un pasillo, con médicos y enfermeras que se esforzaban tratando de aliviarle los sufrimientos de las quemaduras. Allí había logrado que la mente volviera a entrar casi intacta en su cuerpo destrozado. Había recuperado la lucidez y se había hecho una promesa.
El pájaro carpintero dio tregua al árbol al que estaba torturando. A Wendell le pareció que ese fin de las hostilidades era un buen augurio. De algún modo podía dejar atrás una parte del pasado.
Debía dejarlo atrás.
Al día siguiente estaría fuera.
Ignoraba qué tipo de mundo encontraría tras los muros del hospital. Tampoco sabía cómo sería recibido. Aunque en realidad ninguna de las dos cosas le importaba demasiado, porque al final de ese viaje lo esperaba el encuentro con dos hombres. Lo mirarían con ojos de miedo y estupor, la mirada de quienes se encuentran ante lo increíble. Después, él le hablaría a ese miedo, le hablaría a ese estupor.
En resumen, los habría matado.
Una sonrisa. Otra vez sin dolor. Sin percatarse, se deslizó en el sueño. Esa noche durmió sin oír voces y por primera vez no soñó con árboles de caucho.
Durante el viaje lo sorprendió el trigo.
A partir de cierto momento, mientras iba hacia el norte y se acercaba a casa, el trigo se asomaba por trechos, suave, a ambos lados de la carretera, dócil bajo la sombra del autocar Greyhound que avanzaba recto, impulsado por la gasolina y la indiferencia. Estriado por el viento y a la sombra de las nubes el trigo cobraba vida, también en la memoria de las manos. Un inesperado compañero de viaje, cálido color de cerveza fresca, con su hospitalidad de henil.
Conocía esa sensación. En cierta época se había nutrido de ese pan.
Cada vez que pasaba las manos por el cabello de Karen, otras manos, y respiraba su delicioso perfume de mujer, que era el de todas las cosas y el de ningún otro lugar en el mundo. Lo había vivido como una punzada dolorosa cuando se fue, después de haber estado en casa con una licencia de un mes, una ilusión efímera de invulnerabilidad que el ejército concedía a sus hombres antes de la partida. Le habían regalado treinta días de paraíso y de sueños posibles, antes de que la Army Terminal de Oakland se transformase en Hawái y, finalmente en Bien-Hoa, el centro de clasificación de tropas a cuarenta kilómetros de Saigón.
Y después Xuan-Loc, el lugar donde todo había comenzado, donde se había ganado su pequeña parcela de infierno.
Apartó la mirada de la carretera y bajó la visera de la gorra de béisbol. Llevaba gafas de sol sostenidas con una goma, porque casi no le quedaban orejas donde apoyar las patillas. Cerró los ojos y se escondió en esa frágil penumbra. En cambio recibió nuevas imágenes.
En Vietnam no había trigo.
No había mujeres de pelo rubio. Sólo alguna enfermera del hospital era rubia, pero él ya casi no tenía sensibilidad en los dedos y tampoco sentía deseos de tocar. Y sobre todo, de esto estaba seguro, nunca más una mujer tendría deseos de tocarlo a él.
Nunca más.
Un muchacho que dormía a su derecha, en la otra parte del pasillo, se despertó. Llevaba una camisa floreada y el pelo largo. Se restregó los ojos y se permitió un bostezo con sabor a sudor, sueño y marihuana. Se volvió y empezó a revolver en un bolso que llevaba en el asiento desocupado. Sacó una radio portátil y la encendió. Después de algunos maullidos de búsqueda de emisora acertó y las notas de
Iron Maiden
, una canción de Barclay James Harvest, se unieron al ruido de las ruedas y el motor y al murmullo del viento contra las ventanillas.
Por puro instinto, el cabo se volvió y lo miró. Cuando los ojos del muchacho, que debía de tener los mismos años que él, se posaron en su rostro, la reacción fue la esperada; era la renuencia que todas las veces leía en la cara de la gente, una reacción que había tenido que descifrar y aprender enseguida, como los tacos y las obscenidades en una lengua extranjera. El joven, que tenía una vida y Una cara, fueran éstas feas o hermosas, volvió a zambullirse en su bolso, fingiendo que buscaba algo. Después permaneció en su asiento, apoyado sobre una sola nalga, mirando por la ventanilla y escuchando música. Mirar por la ventanilla, mirar para otro lado.