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Authors: Giorgio Faletti

Tags: #Intriga, Policíaco

Yo soy Dios (4 page)

BOOK: Yo soy Dios
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Él sólo había logrado balbucir unas palabras apresuradas, odiándose por haberlo hecho
.


Eso no es mío
.

El sheriff había enarcado una ceja
.


Ah, no es tuya, ¿y de quién es, entonces? ¿Es mágico este lugar? ¿Es el ratón Pérez el que te trae la marihuana?

Había alzado la cabeza para mirarlos con firmeza, lo que los policías interpretaron como un desafío
.


La pusisteis ahí vosotros, hijos de puta
.

El bofetón llegó veloz y violento. El sheriff era grande y tenía la mano pesada. Hasta parecía imposible que fuera tan rápido. Sintió en la boca el regusto dulzón de la sangre. Y también el otro, el sabor corrosivo de la furia. Instintivamente se lanzó hacia delante, tratando de golpear con la cabeza el estómago del sheriff Quizás el suyo fuera un movimiento previsible o tal vez el sheriff estaba dotado de una agilidad poco común en un hombre de su envergadura. Se encontró tirado en el suelo, con una terrible rabia unida a la frustración de no haber logrado nada
.

Encima de él se habían pronunciado otras palabras de escarnio
.


Nuestro joven amigo tiene la sangre caliente, Will. Quiere hacerse el héroe. A lo mejor le vendrá bien un sedante, ¿no?

Lo habían puesto en pie sin consideración. Después, mientras Farland lo sostenía, el sheriff le descargó un puñetazo en el estómago que lo dejó sin aire. Cayó como un saco de patatas sobre la cama deshecha, con la certeza de que no volvería a respirar
.

El sheriff se dirigió a su ayudante con el tono con que se pregunta a un niño si ha hecho los deberes
.


Will, ¿estás seguro de que has encontrado todo lo que había?


A lo mejor no, jefe. Voy a echar otro vistazo en esta ratonera
.

Farland había metido una mano en la chaqueta y sacado un objeto envuelto en una lámina de plástico transparente. Se había vuelto hacia el sheriff, mirando a los ojos al muchacho
.

Su mueca risueña se había ensanchado
.


Mire lo que he encontrado, jefe, ¿no le parece sospechoso?


¿Qué es?


Visto así, parecería un cuchillo
.


Déjame ver
.

El sheriff había sacado de su chaqueta un par de guantes de cuero y se los había puesto. Después había cogido el paquete que le mostraba el ayudante y había empezado a desenvolverlo, dejando ver el brillo de un largo cuchillo con mango de plástico negro
.


Vaya, Will, esto parece una espada. Visto así, bien podría ser el arma que acabó con esos dos hippies harapientos la otra noche, en el río
.


Sí, podría ser
.

Tirado sobre la cama, él había empezado a entender. Y había tenido un escalofrío, como si la temperatura del cuarto hubiese bajado de golpe. Con voz rota por el puñetazo, había insinuado una débil protesta
.

Todavía no sabía cu
á
n inútil sería
.

—No
es mío... nunca lo he visto
.

El sheriff lo miró con una expresión de ostentoso estupor
.


¿Ah, no? Pero si está lleno de tus huellas
.

Los policías se acercaron y lo pusieron boca abajo. Sosteniendo el cuchillo por la hoja, el sheriff lo obligó a coger el mango. La voz de Duane Westlake sonó tranquila mientras pronunciaba la sentencia:


Me he equivocado cuando te he dicho que te habías buscado problemas, chico. En realidad estás con la mierda al cuello
.

Al cabo, cuando lo arrastraban hacia el coche policial, había tenido la certeza de que su vida, tal como la había conocido hasta entonces, había terminado
.

«... de la Guerra de Vietnam. Sigue la polémica por la publicación en el
New York Times
de "Pentagon Papers". Está previsto un recurso ante la Corte Suprema, para ratificar el derecho a hacerlo por parte de...».

La voz impostada de un locutor de las
Daily News
, que un rótulo identificaba como Alfred Lindsay, lo sacó del sopor sin descanso en el cual había caído. El volumen del televisor se había elevado solo, como impulsado por una voluntad interna. Como si esa noticia fuese algo que él debía escuchar. El argumento era siempre el mismo: la guerra, el conflicto que todos querían esconder como una suciedad camuflada bajo la alfombra y que, reptando como una serpiente, siempre conseguía asomar la cabeza por los bordes.

El cabo conocía esa historia.

Los «Pentagon Papers» eran el resultado de una minuciosa investigación sobre las causas que habían llevado a Estados Unidos a verse envuelto en lo de Vietnam, y también sobre los modos en que se hizo. Era una investigación solicitada por el secretario de Defensa McNamara y realizada por un grupo de treinta y seis expertos, funcionarios civiles y militares, basándose en documentos del Gobierno que partían de la época de Truman. La verdad había salido como un conejo en la chistera de los periodistas: era evidente que la administración Johnson había mentido a conciencia a la opinión pública sobre la evolución y conducción del conflicto. Pocos días antes el
New York Times
, periódico al que de un modo u otro habían llegado los documentos, había empezado a publicarlos. Con consecuencias que no era difícil imaginar.

Pero al final se convertirían sólo en palabras, como solía suceder con estas cosas. Palabras dichas o escritas que tendrían siempre el mismo peso.

¿Qué sabían ésos de la guerra? ¿Qué sabían de qué significaba encontrarse a miles de kilómetros de casa, combatiendo contra un enemigo invisible e increíblemente obstinado?, un enemigo dispuesto a pagar el más alto precio para obtener tan poco. Un enemigo al que, en el fondo de sus pensamientos, todos respetaban, aunque nadie tuviera la valentía de reconocerlo.

Se necesitarían treinta y seis mil expertos calientasillas, civiles o militares. Y aun así no llegarían a una conclusión porque nunca habrían olido el tufo del napalm o del
agente naranja
, el exfoliante que usaban para destrozar la selva donde el enemigo se escondía. No habían oído el
tipi-tipi-tipi-tipi
de las ametralladoras, el golpe sordo de un proyectil al perforar un casco, los gritos de dolor de los heridos, que parecían tan fuertes como para oírse en Washington, aunque a duras penas eran oídos por los camilleros.

«Que tengas suerte, Wendell...»

Apartó la sábana y se sentó en el catre.

—Vete a tomar por culo, coronel Lensky. Tú y tus síndromes de mierda.

Ahora, todo había pasado.

Chillicothe, Karen, la guerra, el hospital.

El río seguía su curso y sólo la ribera mantenía el recuerdo del agua que había pasado.

Tenía veinticuatro años e ignoraba si lo que le esperaba podía llamarse futuro. Pero había alguien para quien esa palabra pronto perdería todo significado.

Descalzo, se acercó al televisor y lo apagó. El rostro amistoso del locutor fue absorbido por la oscuridad y se transformó en una bolita luminosa en el centro de la pantalla. Como todas las ilusiones, sólo duró un instante y desapareció.

4

—¿Seguro que no quieres que te lleve a la ciudad?

—No, aquí está bien. Muchas gracias, señor Terrance.

Abrió la puerta del vehículo. El conductor lo miró con una sonrisa en su rostro bronceado, y levantó las cejas componiendo un gesto de interrogación. A la luz del salpicadero, de pronto le recordó a un personaje de cómic de Don Martin.

—Quiero decir: muchas gracias, Lukas.

El hombre hizo un gesto levantando el pulgar.

—Así está mejor.

Se estrecharon la mano. Después, el cabo recogió su morral de detrás del asiento, salió del coche y cerró la puerta. La voz del conductor llegó a través de la ventanilla abierta.

—Sea lo que sea lo que busques, te deseo que lo encuentres. O que te encuentre a ti.

Las últimas palabras casi se perdieron entre el lamento del tubo de escape. En sólo un instante el vehículo en que había llegado se transformó en el ruido de un motor que se alejaba, el olor de gasolina esparcido por el viento y la distancia. La noche se tragó las luces traseras como si fueran su comida habitual.

Cargó el morral al hombro y echó a caminar. Un paso y otro. Como un animal, sentía la contigüidad, los aromas, los lugares. Pero no había ansiedad ni euforia por ese regreso.

Sólo determinación.

Unas horas antes, en la habitación del motel, había encontrado una caja de zapatos vacía en el armario, olvidada allí por otro huésped. La tapa tenía impreso el logotipo de los Famous Flag Shoes, un calzado que se compraba por correo. El que la caja todavía estuviera allí decía mucho sobre el cuidado en la limpieza del Open Inn. Había quitado las solapas de la tapa y escrito en la parte blanca interior CHILLICOTHE, en mayúsculas, repasándolo varias veces con un bolígrafo negro que guardaba en el saco. Había bajado a recepción con el morral al hombro y el cartel en la mano, una hipótesis de viaje. Detrás del mostrador había una muchacha anónima con los brazos demasiado delgados y el pelo largo y lacio recogido con una cinta roja. Era la sustituta del tipo de las patillas y el bigote. Cuando se acercó para devolver las llaves, la chica había perdido su expresión de ensoñación
flower power y
lo había mirado con trazas de miedo en sus ojos oscuros. Como si se hubiera acercado a ella con la intención de agredirla. Estaba aprendiendo a encajar ese tipo de actitud de la gente. Sospechaba que era una interrelación en la que él siempre sería el perdedor.

«Ahí tienes mi buena suerte, coronel.»

Por un instante había tenido la malévola tentación de darle a la chica un susto de muerte, de pagarle con la misma moneda la repulsión y la desconfianza instintiva que había sentido hacia él. Pero no eran ni el lugar ni el momento de buscarse problemas.

Con una delicadeza teatral había apoyado la llave en el cristal del mostrador, ante ella.

—Aquí están las llaves. La habitación da asco.

Su calma y sus palabras habían turbado aun más a la chica. Lo había mirado con expresión de alarma.

«Muérete, estúpida.»

—Lo siento.

Él había sacudido la cabeza de modo casi imperceptible. La había mirado fijamente dejándole imaginar sus ojos escondidos tras las gafas oscuras.

—¿De veras? Los dos sabemos que te importa un pimiento.

Y se había marchado del motel.

Fuera, se reencontró con el sol de la plaza. A su derecha estaba la gasolinera con el logo celeste y anaranjado de la Gulf. Un par de coches hacían cola para el túnel de lavado, donde el agua fluía de las bombas con fuerza suficiente para obtener buenos resultados. Se encaminó hacia un
coffee shop
guiado por un anuncio en forma de flecha que lo presentaba al mundo como Florence Bowl y ofrecía comida casera y desayunos a cualquier hora del día. Pasó de largo, deseando a los clientes que el café y la comida fueran mejores que la fantasía del que le había puesto nombre al local.

Pasó delante de las propuestas de Canada Dry, Tab y Bubble Up y las sugerencias de hamburguesas. Había ignorado las ofertas de neumáticos a mitad de precio con alineado y cambio de aceite rebajados y se había apostado a la salida del área de servicio, para que los coches que salían del aparcamiento o del restaurante, o los que venían de repostar combustible, pudieran verlo.

Había puesto el morral en el suelo y se había sentado encima. Había alargado el brazo para que el cartel con el destino fuera visible.

Y había esperado.

Algunos coches reducían la velocidad. Uno incluso había parado, pero cuando él se incorporó y el conductor le vio la cara, aceleró como si hubiese visto al diablo.

Todavía estaba sentado en el saco, mostrando su patético cartel, cuando la sombra de un hombre se había dibujado en el asfalto, frente a él. Había alzado la mirada y sus ojos habían encontrado a un tipo vestido con un mono negro con bordados rojos. En el pecho y las mangas tenía marcas de
sponsors
de muchos colores.

—¿Crees que lograrás llegar a Chillicothe?

Él había esbozado una leve sonrisa.

—Si las cosas siguen así, creo que no.

El hombre era alto, de unos cuarenta años, con un cuerpo enjuto y barba y pelo rojizos. Lo había mirado un instante antes de proseguir. Después había bajado la voz, para minimizar lo que estaba por decir.

—No sé quién te ha dejado así, y no es asunto mío. Sólo te pido una cosa, y si no me dices la verdad me daré cuenta. —Hizo una pausa para calibrar las palabras, o quizá para que tuviesen más peso—: ¿Tienes problemas con la ley?

Él se había quitado la gorra y las gafas y había mirado al hombre.

—No, señor. —A su pesar, el tono de aquel «no, señor» lo definió sin posibilidad de dudas.

—Eres un soldado.

La expresión del cabo fue una respuesta más que evidente. La palabra Vietnam no se había pronunciado pero gravitaba en él aire.

—¿Sorteo?

Había negado con la cabeza.

—Voluntario.

Por instinto había bajado la mirada al pronunciar esa palabra, como si conllevara una culpa. Y se había arrepentido. Levantó otra vez la cabeza y clavó la mirada en aquel hombre de pie frente a él.

—¿Cómo te llamas, muchacho?

Esa pregunta lo tomó por sorpresa. El hombre se percató de su titubeo y se encogió de hombros.

—Un nombre vale lo que otro. Es sólo para saber cómo dirigirme a ti. Yo soy Lukas Terrance.

Se levantó y estrechó la mano que Terrance le ofrecía.

—Wendell Johnson.

A Lukas Terrance no lo habían sorprendido los guantes de algodón. Con un gesto de la cabeza indicó una gran camioneta negra y roja que tenía pintadas a los lados los mismos distintivos que el mono. Estaba junto a uno de los surtidores y un empleado negro le ponía gasolina. En el remolque llevaba un monoplaza para competiciones en circuitos de tierra. Era un artefacto raro, con ruedas al aire y una cabina donde costaba imaginar que pudiera caber un hombre. Una vez había visto un coche así en la portada de
Hot Rod
, una publicación de motores.

Terrance había aclarado la situación.

—Estoy viajando hacia el norte, hacia Cleveland, al MidOhio Speedway. Chillicothe no me queda exactamente de camino pero podré desviarme un poco. Si estás de acuerdo en viajar sin prisas ni aire acondicionado puedo llevarte hasta allí.

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