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Authors: Giorgio Faletti

Tags: #Intriga, Policíaco

Yo soy Dios (6 page)

BOOK: Yo soy Dios
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La mano sobre la culata del Remington empezó a humedecerse más de lo debido. Enseguida escudriñó con la mirada.

No vio ningún coche aparcado por allí, y esto le dio que pensar. La nave estaba llena de materiales y herramientas. No eran cosas de gran valor, y todas más bien pesadas, pero de todos modos podían tentar a un ladrón. No obstante, le parecía raro que alguien hubiera ido a pie a limpiarle el taller.

Cruzó la valla y llegó a la puerta de entrada, junto al paso de vehículos. Fue a abrirla pero la encontró abierta. Al tacto, sintió la llave en la cerradura y la poca luz de los focos, que rebotaba en el muro claro, le mostraron que el sitio del extintor estaba abierto.

Raro. Muy raro.

Él era el único que sabía de la existencia de aquella llave de reserva.

Tan curioso como circunspecto, fue hasta la habitación y abrió la puerta de una patada. Encañonó el interior.

Una figura de hombre apareció bajo el marco con las manos alzadas, dio un par de pasos y se detuvo. En respuesta, Ben se movió hacia la mole rechoncha y sin gracia de la hormigonera, como para protegerse. Desde allí podía tener bien apuntadas las piernas del tipo. Si hacía algún movimiento raro, lo ayudaría a perder treinta centímetros de estatura.

—¿Estás solo?

La respuesta llegó rápida, pero calma y sosegada, aparentemente franca:

—Sí.

—Bien. Ahora saldré. Si tú o algún amigo tuyo os proponéis hacerme una broma pesada, te hago un agujero en el estómago, del tamaño de un túnel ferroviario. ¿Entendido?

Ben esperó un momento y después salió con cautela de su refugio. Tenía el fusil a la altura de la cadera y apuntaba directamente al estómago del hombre. Dio un par de pasos hacia el intruso, hasta verle la cara.

Y lo que vio le puso la carne de gallina. Aquel hombre tenía la cara y la cabeza totalmente desfiguradas por lo que parecían cicatrices de tremendas quemaduras. Bajaban hasta el cuello y se perdían dentro de la camisa. No tenía oreja derecha, y de la otra sólo quedaba un trozo, pegado como una burla a un cráneo donde un áspero cuero cabelludo había sustituido el pelo.

Sólo la zona que circundaba los ojos estaba intacta. Y ahora esos ojos lo miraban mientras se acercaba, con un repaso más irónico que preocupado.

—¿Y tú quién coño eres?

El hombre sonrió, si lo que aparecía en su rostro podía considerarse una sonrisa.

—Gracias, Ben. Por lo menos no me has preguntado «qué» soy.

El intruso bajó los brazos sin pedir permiso, y en ese momento Ben se dio cuenta de que llevaba las manos enguantadas.

—Sé que no es fácil reconocerme. Esperaba que por lo menos mi voz fuera la misma de antes.

Ben Shepard desencajó los ojos. El cañón del fusil bajó sin que él se lo propusiera, como si de golpe los brazos se le hubieran vuelto tan débiles que no pudieran sostener el arma. Después le llegó la palabra, como si antes no hubiera sabido hablar.

—Dios santo, Jesús bendito, Little Boss. Eres tú. Todos creíamos que habías...

La frase quedó suspendida, como habían quedado sus vidas durante todo ese tiempo. El otro hizo un gesto impreciso con la mano.

—¿Muerto? —La siguiente frase la profirió como un pensamiento en voz alta, o una esperanza enterrada—. Y, según tú, ¿no lo estoy?

De pronto, Ben se sintió viejo. E intuyó que la persona que tenía frente a sí se sentía más vieja que él. Todavía confundido por aquel encuentro inesperado, sin saber bien qué hacer o decir, se acercó a la pared y tendió la mano hacia el interruptor. Una insuficiente luz de servicio se expandió en el recinto. Cuando hizo el gesto de encender otra, Little Boss lo detuvo con un gesto.

—No te preocupes. Te aseguro que con más luz no mejoro.

Ben se dio cuenta de que tenía los ojos húmedos y se sintió inútil y estúpido. Por fin, hizo lo único que le dictaba el instinto. Dejó el Remington sobre unas cajas, se acercó y abrazó con delicadeza a ese soldado cuyos ojos sólo mostraban destrucción.

—Mierda, Little Boss. Me alegro mucho de verte vivo.

Notó cómo los brazos del muchacho le rodeaban la espalda.

—Little Boss no existe más, Ben. Pero es bueno estar aquí contigo.

Se quedaron así un momento, envueltos en un afecto que era el de padre e hijo. Con la esperanza absurda de que cuando deshicieran el abrazo estarían otra vez en un momento del pasado, que todo sería normal y que Ben Shepard, pequeño empresario de la construcción, había entrado en la nave para darle a su ayudante instrucciones para la próxima jornada.

Se separaron y volvieron a ser los de ahora, uno frente al otro.

Ben hizo un gesto con la cabeza.

—Ven conmigo. Habrá quedado alguna cerveza, si te apetece.

El muchacho sonrió y respondió arropado por la antigua confianza.

—Nunca hay que rechazar una cerveza de Ben Shepard. Podría cabrearse y no es un buen espectáculo verlo así.

Entraron en la habitación. Little Boss se sentó en la cama, hizo un gesto de llamada y
Walzer
salió de su escondite y se sentó en sus rodillas.

—Lo has dejado todo como estaba. ¿Por qué?

Ben se dirigió a la nevera y ocultó la cara mientras respondía.

—Premoniciones de vidente o las esperanzas indestructibles de un viejo. Lo que prefieras.

Cerró la nevera y se volvió con dos cervezas en la mano. Señaló al gato con una botella. El felino estaba encantado con las caricias de su recuperado amo.

—Periódicamente he encargado que limpiaran tu cuarto, y cada día le he dado de comer a esa sabandija que tienes en las rodillas.

Le tendió la cerveza al muchacho, que permanecía sentado en la cama. Buscó una silla y se sentó frente a él. Bebieron en silencio. Los dos estaban llenos de preguntas a las que sería difícil dar respuesta.

Ben entendió que debía ser el primero.

Haciendo el esfuerzo de no desviar la mirada, preguntó:

—¿Qué te ocurrió? ¿Quién te dejó en este estado?

Antes de responder, el muchacho se tomó su tiempo, un tiempo largo como una guerra.

—No es una historia breve, Ben. Y es más bien fea. ¿Estás seguro de querer oírla?

Ben se apoyó en el respaldo de la silla y la inclinó hasta llegar a la pared.

—Tengo tiempo. Todo el tiempo...


... y todos los hombres que necesito, soldado. Mientras tú y tus compañeros no comprendáis que en este país seréis derrotados
.

Estaba sentado en el suelo, contra el tronco de un árbol sin ramas, con las manos atadas a la espalda, en un terreno surcado por raíces muertas. Comenzaba a amanecer. A su espalda sentía la presencia de su compañero, inmovilizado de la misma manera que él; hacía rato que no hablaba ni se movía. Quizá se había dormido. O tal vez estuviera muerto. Ambas opciones eran posibles. Hacía dos días que estaban así, inmóviles. Dos días de escasa comida, de sueño interrumpido por los dolores en las articulaciones y los calambres en las posaderas. Ahora tenía mucha sed y hambre, y el uniforme se le adhería al cuerpo por el sudor y la suciedad. El hombre de la cinta roja en la cabeza se había agachado frente a él y sostenía ante sus ojos las placas de identificación. Las había dejado oscilar con un efecto casi hipnótico. Después las había vuelto hacia sí, como para comprobar los nombres, aunque los conocía perfectamente
.


Wendell Johnson y Matt Corey
.
¿Qué hacen dos buenos chicos norteamericanos en medio de estos arrozales? ¿Es que en vuestra casa no tenéis nada que hacer?

«Claro que tenemos cosas que hacer, baboso hijo de puta», había aullado mentalmente. Ya había aprendido qué precio había que pagarle a aquella gente por expresar ciertas cosas
.

El vietcong era un tipo seco, de edad indefinible, con unos ojos pequeños y hundidos. Algo más alto que el promedio de sus compatriotas, hablaba un buen inglés, algo manchado con pinceladas guturales. Había pasado un tiempo

¿Cuánto?

desde que su pelotón había caído, aplastado por un ataque sorpresa del Vietcong. Todos habían muerto, menos ellos dos. Y enseguida había comenzado un calvario de desplazamientos continuos, de mosquitos, de marchas forzadas hechas de pasos guiados por la voluntad, uno y otro y otro más
...

Y de golpes
.

De vez en cuando se encontraban con otros grupos de combatientes. Caras todas iguales de hombres que transportaban armas y suministros en bicicleta, por senderos casi invisibles trazados en la vegetación
.

Ésos eran los únicos momentos de alivio
.

«¿Adónde nos llevan, Matt?»

«No lo sé.»

«¿Tienes idea de dónde estamos?»

«No, pero saldremos de ésta Wen, tranquilízate.»

Y de descanso
.

El agua. La bendita agua que en otros lugares llegaba con el simple gesto de abrir un grifo, era un instante de paraíso en la tierra, un instante que sus guardianes parecían administrar con sádico placer
.

Su carcelero no había esperado una respuesta. Sabía que no llegaría
.


Lamento que el resto de tus compañeros hayan muerto
.


No lo creo —se le escapó
.

Enseguida tensó el cuello, a la espera de un guantazo. Pero no llegó; en cambio, en la cara del vietcong apareció una sonrisa en la que sólo el brillo burlón de sus ojos traslucía crueldad. En silencio, encendió un cigarrillo
.

Después respondió con un tono neutro que parecía extrañamente sincero
.


Te equivocas. La verdad es que me hubiese gustado teneros vivos. A todos, se entiende
.

El mismo tono con el que había dicho:

«No te preocupes cabo. Ahora se te curará...»

Y de inmediato le había descerrajado un balazo en la cabeza a Sid Margolin, que estaba en el suelo y se quejaba de una herida en el hombro
.

Desde un lugar a sus espaldas llegó el rumor crepitante de una radio. Después, otro vietcong, un muchacho muy joven, se había acercado a su comandante. Los dos mantuvieron un diálogo apresurado en esa lengua incomprensible de un país que Wendell nunca llegaría a entender
.

Después, el jefe volvió a dirigirle la palabra
.


Para el día de hoy se pronostica una situación más bien divertida
.

Se puso en cuclillas frente a él. Quería verle la cara de cerca
.


Habrá un ataque aéreo. Hay un ataque todos los días, pero el próximo será justamente en esta zona
.

En ese momento lo entendió. Había hombres que iban a la guerra porque debían hacerlo. Otros sentían que hacerlo era su deber. Pero el hombre de la cinta roja estaba en la guerra porque le gustaba. Era probable que cuando la guerra terminara, ese hombre se inventara otra, tal vez sólo suya, para seguir combatiendo
.

Y matando
.

Ese pensamiento le dibujó una expresión que el otro captó
.


¿Qué pasa? ¿Te sorprende, soldado? ¿Crees que los monos amarillos, o Charlie, como nos llamáis, no estamos capacitados para las operaciones de inteligencia?

Con la palma de la mano le dio un cachete en la mejilla. La burla estuvo en la suavidad absoluta del golpe, una especie de caricia
.


Pues sí que somos capaces. Y hoy podrás descubrir para quién combates
.

Se levantó de golpe e hizo un gesto. De inmediato cuatro hombres armados con AK-47 y fusiles los rodearon apuntándoles. Un quinto hombre les desató las muñecas. Con un gesto brusco les indicó que se levantaran
.

El comandante señaló un sendero, delante de ellos
.


Por allí. Deprisa y en silencio, por favor
.

Los empujó en aquella dirección, sin amabilidad alguna. Después de unos minutos de caminata a marcha veloz llegaron a un gran claro arenoso, rodeado a la derecha por lo que parecía una plantación de árboles de caucho, colocados a una distancia tan regular entre ellos que parecían una puntilla de la naturaleza en medio del caos de la vegetación circundante
.

Los separaron y ataron a dos troncos en los extremos del claro, de modo que entre ellos hubiera una larga hilera de árboles. Después de ajustarle las ataduras a las muñecas, les pusieron mordazas bien apretadas. La misma suerte para los dos, pero por un arranque de rebeldía su compañero se ganó un golpe en la espalda con la culata de un fusil
.

El hombre de la cinta roja se acercó con aire burlón
.


Vosotros, que lo usáis con tanta facilidad, debéis saber qué efectos tiene el napalm. Mi gente lo sabe desde hace mucho. —Y señaló un punto impreciso en el cielo—. Los aviones llegarán desde allí, soldado norteamericano
.

Volvió a colgarles la placa de identificación. Luego se fue, seguido por sus hombres, en silencio como sólo ellos sabían andar. Se quedaron solos, mirándose desde lejos y preguntándose cuándo, cómo y por qué. Después, ante ellos y desde un punto en el cielo, llegó el ruido de un motor. El Cessna L-19 Bird Dog surgió del borde de la vegetación como el fruto de un sortilegio. Era una misión de reconocimiento y estaba volando a baja cota. Casi había pasado de largo cuando el piloto hizo un viraje, haciendo que el aparato bajara un poco más, tanto como para que pudiera verse con claridad la silueta de dos hombres en la cabina. Poco después, terminado ese juego de habilidad, el aeroplano enfiló otra vez el cielo, hacia el lugar del que había llegado. El tiempo había pasado en el silencio y el sudor, en cantidades indefinibles. Después, un silbido y una pareja de Phantom llegó a una velocidad que su miedo fragmentó en fotogramas y trajo consigo el trueno. Sólo después, como una extravagancia, el relámpago. Vio crecer el resplandor y cómo se transformaba en un reguero de fuego que avanzaba como en una danza después de haberlo devorado todo en su camino, y el reguero llegó a ellos y los embistió
...

—… le dio de lleno a mi compañero, Ben. Fue literalmente incinerado. Yo estaba más lejos y sólo me llegó una oleada de calor, lo que me redujo a este estado. No sé cómo me salvé. Tampoco sé cuánto tiempo estuve allí hasta que llegó la asistencia sanitaria. Tengo recuerdos muy confusos, Ben. Sé que me desperté en un hospital, todo vendado y con las venas llenas de agujas. Y creo que se necesitan las vidas de muchos hombres para sentir el dolor que sentí en esos pocos meses.

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