Yo soy Dios (27 page)

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Authors: Giorgio Faletti

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: Yo soy Dios
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Vivien se percató de que, no obstante el hambre que había admitido tener, su invitado no había terminado ni el primer cheeseburguer. Por experiencia personal, sabía que ciertos recuerdos tenían el don de quitar el apetito.

Russell siguió hablando y ella tuvo la impresión de que era la primera vez que confiaba a alguien esas cosas. Se preguntó por qué con ella.

—Quería ser como él. Quería demostrarles a mis padres y a todos sus amigos que también yo valía algo. Así, cuando Robert viajó a Kosovo, le pedí que me llevase con él a Europa.

Después de haber mirado todo el tiempo a otro lado, ahora se volvió hacia Vivien, con una mayor empatía.

—¿Recuerdas la historia de la guerra de los Balcanes?

Vivien no sabía mucho de eso. Por un instante sintió vergüenza por su ignorancia.

—Más o menos.

—A finales de los años noventa, Kosovo era una provincia confederada de la ex Yugoslavia, con mayoría albanesa de religión musulmana, gobernada con mano de hierro por una minoría serbia que se oponía a las aspiraciones separatistas y de unión con Albania.

Vivien estaba fascinada con la voz de Russell y su capacidad para relatar los hechos, para compartirlos hasta que su interlocutor se involucraba. Pensó que ése era, probablemente, su verdadero talento. Estaba segura de que cuando todo terminara encontraría el modo de contar una gran historia.

Su gran historia.

—Todo comenzó mucho tiempo antes. Siglos antes. Al norte de la capital, Pristina, hay un lugar que se llama Kosovo Polje. El nombre significa «La llanura de los mirlos». A fines del siglo catorce se libró allí una batalla donde un ejército cristiano, compuesto por una coalición serbobosnia conducida por un tal Lazar Hrebeljanovic, fue destruido por el ejército otomano. Los serbios tuvieron unas pérdidas enormes. Después de la derrota erigieron en ese lugar un monumento único en el mundo, creo yo. Es una estela que representa un anatema perpetuo contra los enemigos del pueblo serbio, a quienes pronostica la pérdida violenta y cruel de todos sus bienes, en este y en el otro mundo. He estado allí y ante ese monumento he comprendido algo.

Hizo una breve pausa como para buscar las palabras exactas que le permitieran expresar su pensamiento.

—Las guerras terminan. El odio dura para siempre.

Vivien se preguntó si él también tenía de nuevo en la cabeza las palabras de la carta y la idea que expresaban.

«Durante toda mi vida, antes y después de la guerra, trabajé en la construcción...»

—Robert me explicó que en 1987 Milosevic juró que nadie volvería a alzarle la mano a un serbio. Esa declaración de intenciones de repente lo convirtió en el hombre fuerte de Serbia y fue nombrado presidente. En 1989, exactamente seiscientos años después de la batalla de Kosovo Polje, al pie de ese monumento, dio un discurso belicoso ante quinientas mil personas. Ese día todos los albaneses se quedaron en casa.

Russell hizo un movimiento con las manos, como si quisiera encerrar el tiempo con su gesto.

—Nosotros llegamos a principios de 1999, cuando la represión y los combates contra los rebeldes del UCK, el Ejército de Liberación de Kosovo, estaban convenciendo a la comunidad internacional de que debía intervenir. Vi cosas que nunca olvidaré. Cosas que por costumbre y actitud Robert podía atravesar como si fuera impermeable.

Vivien se preguntó si Russell llegaría alguna vez a liberarse del fantasma de Robert Wade.

—Una noche, poco antes de que comenzaran los bombardeos de la OTAN, fueron expulsados todos los periodistas y fotógrafos. Los motivos no se explicitaron, pero la sospecha general era que los serbios estaban organizando una limpieza étnica a fondo. El gobernador de Pristina dijo, de modo sucinto y claro, que a quien se fuera le deseaba buen viaje, pero al que optara por quedarse no se le garantizaba nada. Algunos no se fueron. Entre ellos nosotros.

Vivien arriesgó una pregunta.

—¿Estás seguro de que Robert era realmente un hombre valiente?

—En una época lo creía. Ahora no estoy tan seguro.

Con una voz que era al mismo tiempo de alivio y cansancio, Russell siguió con su relato.

—Robert tenía un amigo llamado Tahir Bajraktari, creo, un maestro de escuela que vivía en las afueras de Pristina con su mujer, Lindita. Robert le dio dinero y él, antes de abandonar la ciudad, nos escondió en su casa, en una habitación en el sótano a la que se accedía a través de una trampilla oculta bajo una alfombra, en la parte de atrás del edificio. Desde fuera nos llegaba el eco de los combates. Los del UCK atacaban, daban en el blanco y desaparecían en la nada.

Vivien pensó que si miraba a Russell a los ojos podría ver las imágenes que estaba relatando en ese momento.

—Yo estaba aterrorizado. Robert hacía lo imposible para tranquilizarme. Se quedó un poco conmigo, pero el reclamo de lo que sucedía fuera era más fuerte que él. Después de dos días salió de nuestro escondite con los bolsillos llenos de carretes, mientras en la calle sonaban las ráfagas de ametralladora. No lo volví a ver.

Russell cogió la botella y bebió un gran trago de agua.

—Como no regresaba, salí a buscarlo. Todavía hoy no sé qué tipo de arrojo me alentó. Caminé por las calles desiertas. Pristina era una ciudad fantasma. La gente había escapado, en algún caso dejando abierta la puerta de casa. Bajé en dirección al centro y en un momento lo encontré. Robert estaba en el suelo, en la acera de una plazoleta arbolada donde había más cadáveres. Tenía la cámara en la mano y el pecho devastado por una ráfaga de metralleta. Cogí la máquina y volví corriendo al escondite. Lloré por Robert y por mí, hasta que encontré fuerzas para dejar de hacerlo. Después empezaron los bombardeos de la OTAN. No sé cuánto tiempo estuve escondido allí, oyendo caer las bombas, sin lavarme, administrando la comida de reserva, hasta que oí unas voces que se acercaban y hablaban en inglés. Entonces comprendí que estaba a salvo y salí.

Volvió a beber con avidez, como si el recuerdo de las lágrimas de entonces lo hubiese deshidratado a fondo.

—Cuando logré revelar las fotos de la cámara de Robert, cuando pude verlas, fui fulminado por una de ellas, una en especial. Enseguida comprendí que era una fotografía extraordinaria, una imagen de las que un fotógrafo persigue toda la vida.

Vivien recordaba esa imagen con claridad. La conocía todo el mundo. Se había convertido en una de las fotos más famosas del planeta.

Aparecía un hombre en el momento que un proyectil le daba en el corazón. Llevaba pantalones oscuros e iba descalzo y con el torso desnudo. El impacto de la bala lo había levantado del suelo esparciendo una rociadura de sangre. Por una de esas casualidades que son la fortuna del reportero de guerra, había sido fotografiado con los brazos extendidos mientras se elevaba del suelo, con el cuerpo en una pose que recordaba la representación de Jesús en la cruz. El rostro del hombre, descarnado, con el pelo largo y algo de barba, coincidía con el de la iconografía tradicional de Cristo. El título de la foto,
La segunda Pasión
, había surgido casi solo.

—Me invadió algo que no sé explicar. Envidia, rabia por esa capacidad de captar el momento, ambición. Quizás avidez. La presenté en el
New York Times
y dije que la había hecho yo. Lo que sigue ya lo conoces. Con esa foto gané un Pulitzer. Por desgracia, un pariente del hombre muerto por la bala había visto a Robert sacar la foto y reveló la verdad a los periódicos. Y así todos supieron que no era obra mía.

Hizo una pausa antes de llegar a una conclusión que le había costado años de vida.

—Y, si te soy sincero, no estoy del todo seguro de que no me gustara.

Con espontaneidad, Vivien había apoyado una mano en el brazo de Russell. Cuando se dio cuenta la retiró, esperando que él no lo advirtiera.

—¿Qué hiciste después?

—Sobreviví aceptando cualquier trabajo. Retratos de moda, fotos técnicas, hasta de bodas. Pero sobre todo recurrí, quizá más de lo que debía, al dinero de mi familia.

Vivien estaba buscando las palabras apropiadas para aligerar el peso de la confidencia, pero el sonido del teléfono le cortó la intención. En la pantallita aparecía el nombre de Bellew.

Atendió.

—Sí, Alan...

—Un verdadero golpe de la fortuna. He llamado al responsable del Distrito 70 y le solicité que ordenase una búsqueda. Cuando le pedí que utilizara a todos los hombres de que dispusiera me tomó por chiflado.

—Te creo. ¿Encontraron algo?

—La mujer se llama Carmen Montesa. Cuando se mudó tuvo el escrúpulo de dirigirse a la policía y comunicar el cambio de domicilio. He mandado a verificarlo y todavía tiene el mismo número de teléfono en la misma dirección, en Queens. Enseguida te lo envío con un mensaje.

—Alan, eres de los grandes.

—Muchacha, eres la primera mujer que me lo dice después de la comadrona que me trajo al mundo. Ponte en la cola. Buen trabajo y mantenme al corriente.

Vivien se levantó y Russell la imitó. Había comprendido que la pausa terminaba y que había que ponerse en marcha.

—¿Novedades?

—Esperemos que sí. De momento hemos encontrado a la mujer, después veremos qué pasa.

La detective se limpió la boca, tiró la servilleta de papel sobre la mesa y enfiló hacia el coche. Russell dedicó una mirada melancólica a la comida que apenas había probado. Después siguió a Vivien, llevando consigo la carga de una historia que, hiciese lo que hiciese, sospechaba que no terminaría nunca.

22

A Carmen Montesa le gustaban los números.

Siempre le habían gustado, desde que era una niña. En la escuela primaria era la mejor de la clase. Trabajar con números le daba una sensación de orden, de paz. Le gustaba encerrarlos en los cuadritos de las hojas del cuaderno, cada uno con su significado cuantitativo enunciado en un signo gráfico, colocados uno junto a otro y en columnas, todos expresados con una caligrafía infantil pero precisa. Y, al contrario que muchos de sus compañeros de colegio, encontraba muy divertidas esas operaciones. Su mente infantil había llegado a atribuir a cada número un color. El cuatro era amarillo y el cinco, azul. El tres era verde y el nueve, marrón. El cero era de un blanco diáfano, no contaminado.

Incluso ahora, sentada en su viejo sillón de piel, tenía una revista de sudokus en el regazo. Lamentablemente, de aquellas fantasías infantiles había quedado poco. Los números se habían convertido en signos negros sobre el papel blanco de una revista, nada más. Los colores se habían esfumado con el tiempo y había descubierto que el cero, aplicado a la vida de las personas, no tenía una bella tonalidad.

Le hubiera gustado para sí un camino diferente, poder estudiar, asistir a un
college
, escoger una universidad relacionada con los números, una carrera que le habría permitido crear su propia esfera de trabajo. Las circunstancias habían indicado otro camino.

En una película que había visto, uno de los protagonistas decía que en Nueva York la vida es muy difícil si eres pobre e hispano. Cuando escuchó esa frase, no pudo dejar de confirmarla para sí. Comparada con las otras muchachas en su situación, Carmen había tenido la ventaja de ser guapa. Y eso la había ayudado mucho. No había aceptado compromisos serios, aun cuando había tenido que soportar toqueteos e insinuaciones de toda clase. Sólo una vez, para asegurarse la entrada en la escuela de enfermería, le había hecho una mamada al director. Cuando vio las caras de sus compañeras de curso, entre las que había una buena proporción de chicas agraciadas, se dio cuenta de que ese examen de ingreso era algo que tenía en común con muchas otras.

Después llegó Mitch...

Apartó la revista cuando se dio cuenta de que una lágrima caída sobre la tinta de boli había manchado el esquema del sudoku. El número que acababa de escribir, el cinco, había ensanchado su panza y ahora estaba rodeado por una aureola azulina, redonda y demasiado parecida a un cero.

«No es posible que después de tantos años siga llorando.»

Se dijo que era una estúpida y puso la revista sobre la mesita auxiliar. Pero dejó vía libre a las lágrimas y los recuerdos. Era todo lo que le quedaba de una época feliz, quizás el único terreno fértil en toda su existencia. Desde el momento en que lo conoció, Mitch cambió su vida en todos los sentidos.

Antes y después.

Con él había descubierto la pasión y lo que podía ser y hacer el amor. Él le había hecho el regalo más grande del mundo, lograr que se sintiera amada y deseada, como mujer y como madre. Cosas que le había vuelto a pedir, inútilmente, cuando de un día para el otro desapareció dejándola sola en la crianza de un hijo pequeño. La madre de Carmen siempre había detestado a Mitch. Cuando ya estaba claro que su marido no volvería, aun sin comentarlo abiertamente, la madre se presentó y en la cara tenía escritas las palabras «te lo dije». Carmen soportó las alusiones de su madre porque tenía necesidad de ella para el cuidado del niño en las horas de trabajo, pero nunca aceptó volver a casa de los suyos. Por la noche estaba en su apartamento, en el de ellos, con Nick leyendo cuentos, mirando dibujos animados u hojeando revistas de motos. Nick era el vivo retrato de su padre.

Después, un día conoció a Elías. Como ella, era hispano, un muchacho serio que trabajaba como cocinero en un restaurante del East Village. Durante un tiempo se vieron, sólo como amigos. Elías estaba al tanto de su situación, era un hombre amable y respetuoso y se veía claramente que estaba enamorado de ella. No le había pedido nada ni había tratado de tocarla, ni siquiera con un dedo.

Ella se sentía bien, hablaban mucho, y a Nick le gustaba Elías. Carmen no estaba enamorada, pero cuando le propuso que fueran a vivir juntos, después de muchas dudas aceptó. Les concedieron una hipoteca y compraron una casita en un barrio de clase trabajadora de Queens. Elías insistió en que estuviera a nombre de Carmen.

Entre las lágrimas, sonrió con el recuerdo de aquel hombre tierno e indefenso.

Pobre Elías. Hicieron el amor por primera vez en esa casa. Él era tímido, delicado e inexperto, y ella tuvo que cogerlo de la mano como a un niño y conducirlo a través de sus emociones. Un mes después descubrió que estaba embarazada. Exactamente nueve meses después de aquella primera noche nació Allison.

Llegó a tener una familia. Un hijo, una hija y un compañero que la quería, todos juntos sentados a la misma mesa. Frente a ella no estaba el hombre que aún deseaba que volviera. No había la felicidad fastuosa de los días con Mitch. Pero sí había serenidad, que cuando se ganaba debía considerársela un buen resultado. Era el inicio de la vejez.

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