Yo soy Dios (25 page)

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Authors: Giorgio Faletti

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: Yo soy Dios
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Vivien se fue con una sonrisa en los labios. Después se encontró con Russell Wade en la sala donde había esperado antes, de pie y con las manos en los bolsillos
.


Aquí estoy
.


Dígame, detective
.


Como pasaremos un tiempo en compañía, puedes llamarme Vivien
.


De acuerdo, Vivien, ¿y ahora qué?


Dame tu móvil
.

Russell lo hizo. Vivien se sorprendió de que no fuera un iPhone. En Nueva York todos los VIP tenían uno de esos aparatos. Quizá Wade no se consideraba VIP, o tal vez lo había lanzado como ficha sobre un tapete verde
.

La detective marcó el número de su propio móvil. Cuando sonó bajo su escritorio, cortó y se lo devolvió a Wade
.


Bien. Tienes mi número en la memoria. Fuera, a la izquierda del edificio, hay un Volvo metalizado: es mi coche. Ve allí y espérame. —Y añadió con ironía—; Tengo cosas que hacer y no sé cuánto me llevarán. Lo siento, pero has de tener paciencia
.

Russell la miró y por sus ojos pasó un velo de esa tristeza que Vivien descubriera con sorpresa unos días antes
.


He esperado más de diez años. Puedo esperar un poco más
.

Se dio la vuelta para irse. En pie, al borde de las escaleras, Vivien se quedó un momento mirándolo bajar y desaparecer en la planta baja. Después volvió a su mesa. Junto a la excitación por la importancia del caso que tenía entre manos, le había quedado la angustia transmitida por las palabras de la carta. Palabras delirantes transportadas por el viento como semillas venenosas. Palabras que no se sabía dónde habían encontrado terreno abonado para germinar. Vivien se preguntó qué tipo de sufrimiento habría padecido el hombre que había dejado aquel mensaje, y qué enfermedad padecería su destinatario si había aceptado la herencia de poner en práctica esa demencial venganza póstuma
.

«Las fronteras de la locura se han flexibilizado...»

Tal vez cabría decir que, en este caso, las fronteras habían desaparecido del todo
.

Sentada a su mesa, se conectó con la base de datos de la policía. En el espacio de búsqueda escribió
The only flag
y esperó el resultado
.

Casi de inmediato apareció en pantalla la foto de un hombre desnudo tatuado con una figura iguala la encontrada en el cadáver. Era el elemento distintivo de un grupo de moteros de Coney Island que se hacían llamar Skullbusters. Con el dossier había algunas fotos de ficha policial de los miembros de la banda que habían tenido desacuerdos con la justicia. Junto a cada nombre había una lista de las pequeñas o grandes fechorías del caballero en cuestión. Las fotos parecían más bien viejas y Vivien se preguntó si uno de ellos no sería el dueño del cuerpo que había descansado tantos años entre dos paredes de la calle Veintitrés. Sería el no va más de la casualidad, pero no le habría sorprendido. Como había subrayado el capitán, todo su trabajo estaba hecho de coincidencias. La foto del mismo muchacho y el mismo gato encontradas en dos lugares distantes en el tiempo y el espacio, eran la prueba tangible de ello
.

Mientras tomaba nota de la dirección de la sede de los moteros, había llegado por vía telemática, enviado por la comisaría del Distrito 67 de Brooklyn, el dossier de la muerte de Ziggy Stardust. Bellew no había perdido el tiempo. Ahora Vivien tenía todo el material en su ordenador: el parte del sumario del juez de instrucción, el informe del detective encargado del caso y las fotos hechas en el escenario del crimen. En la medida en que le fue posible, amplió una de las fotos, tomada en el ángulo que le interesaba. Se veía claramente una mancha roja sobre una tecla de la impresora apoyada en la mesa, como si alguien la hubiera pulsado con un dedo manchado de sangre. Otro elemento que confirmaba los hechos referidos por Russell Wade
.

Las otras fotos mostraban el cadáver de un hombre de com
plexión escuálida que yacía ensangrentado en el suelo. Vivien lo observó durante un largo rato sin sentir una pizca de compasión, a la vez que pensaba que aquel bastardo había obtenido lo que se merecía. Por lo que le había hecho a su sobrina y quién sabe a cuántos otros chicos. Después de haber tenido ese pensamiento de justicia sumaria, se vio obligada una vez más a constatar cuánto cambiaba el compromiso personal la perspectiva de las cosas.

Vivien sacó el mando a distancia del bolsillo y abrió las puertas del coche. Russell Wade se acercó y subió al asiento del acompañante. Cuando ella entró, lo encontró sentado a su lado e intentando colocarse el cinturón de seguridad. Mientras lo observaba se sorprendió pensando en que era un hombre guapo. Enseguida se dijo que era una tonta, y a esto añadió contrariedad e irritación.

El hombre la miró en actitud de espera.

—¿Adónde vamos?

—Coney Island.

—¿Para qué?

—A ver personas.

—¿Qué personas?

—Espera y verás.

Cuando el coche se incorporaba al tráfico, Russell se apoyó en el respaldo y clavó la vista en la calle.

—¿Te encuentras en un estado de gracia especial, o siempre eres tan comunicativa?

—Sólo con los huéspedes importantes.

Russell se volvió hacia ella.

—No te caigo bien, ¿verdad? —Sonó más a enunciación de un hecho probado que a verdadera pregunta.

A Vivien le gustó ese planteamiento directo. Para poner los puntos sobre las íes de sus relaciones presentes y futuras, expuso su parecer sin pelos en la lengua.

—En condiciones normales, me serías indiferente. Cada uno hace con su vida lo que cree mejor. Hasta puede tirarla a la basura, si con eso no le hace daño a nadie. Por ahí hay mucha gente que tiene necesidad de ayuda por líos que les han caído encima sin tener la culpa. El que es adulto y se busca los líos a conciencia, por mí que haga lo que quiera. Y esto no es indiferencia, es sólo sentido común.

Russell hizo un gesto elocuente.

—Bien, por lo menos tengo una toma de posición oficial hacia mí, de tu parte quiero decir.

Vivien hizo una maniobra brusca y se detuvo junto a la acera, provocando la ira de los conductores de atrás. Imbuyó sus palabras de una dureza que no le era propia.

—Las personas no cambian, señor Russell Wade. Cada uno es quien es y pertenece a un preciso lugar. Aunque mire a otro lado, tarde o temprano regresa. Y no creo que tú seas la excepción a esta regla.

—¿Qué te lo hace creer?

—Llegaste con la fotocopia de una carta que te dio Ziggy. Esto quiere decir que todavía tienes el original manchado de sangre. Y que te habría servido como prueba en el FBI, INSA, o con quien quieras, en caso en que no te hubiéramos creído o nos hubieras contrariado. —Vivien se animó y endureció las palabras—. Si por un motivo u otro te hubiésemos pedido que vaciases los bolsillos sólo hubiéramos encontrado la fotocopia de una hoja que bien podías hacer pasar como una fantasía tuya o el apunte para una historia. Porque en el arte de hacer pasar una cosa por otra creo que tienes alguna experiencia.

Sus palabras no parecieron alterar la actitud imperturbable de su interlocutor, lo cual podía ser un síntoma de autocontrol o de costumbre. La ira no impidió a Vivien inclinarse por la segunda posibilidad.

Cogió el volante, se separó de la acera y prosiguió hacia Coney Island. La siguiente pregunta de Russell la pilló por sorpresa. Tal vez él también estuviera tratando de formarse una opinión de su compañera de viaje.

—Por lo general los detectives tienen un acompañante, ¿por qué tú no?

—Ahora eres tú. Y tu presencia confirma las razones por las que trabajo sola.

Tras esa respuesta seca, en el coche se hizo el silencio. Durante la conversación Vivien había tomado en dirección Downtown y ahora estaban saliendo del puente de Brooklyn. Cuando Manhattan quedó atrás, Vivien encendió la radio y la sintonizó en la emisora Kiss 98,7, que transmitía música negra. Condujo el Volvo por la vía rápida Brooklyn-Queens hasta Gowanus.

Russell miraba por la ventanilla de su lado. Cuando llegó una canción especialmente rítmica empezó, tal vez sin advertirlo, a marcar el compás con el pie. Vivien se dio cuenta de que la responsabilidad en aquel caso le había llegado en un delicado momento personal. Pensar en Sundance y en el extraño comportamiento del padre McKean, habían alterado su equidad. O por lo menos la habían llevado a expresar una opinión no solicitada.

En el momento de aparcar en Surf Avenue, en Coney Island, tuvo un leve sentimiento de culpa.

—Russell, perdóname por lo que te he dicho antes. Sea cual sea tu motivación, nos has proporcionado una gran ayuda y te estamos agradecidos. En cuanto al resto... yo no soy nadie para juzgarlo. No está bien que lo haya hecho, pero en este momento tengo problemas personales que influyen en mi comportamiento.

A él le impresionó esa sinceridad repentina. Sonrió.

—Descuida. Nadie más que yo puede entender cuánto los problemas personales tienen influencia en toda la vida.

Bajaron del coche y llegaron a pie a la dirección de los Skullbusters que Vivien había recabado en el documento informático. El número correspondía a una gran concesionaria de Harley Davidson, con taller para reparaciones y personalización de las motos. El lugar daba sensación de prosperidad, competencia y limpieza. Estaba a años luz de las experiencias que Vivien había tenido con guaridas de moteros como las del Bronx y Queens.

Entraron. A la izquierda, una larga fila de motocicletas de diferentes modelos de Harley Davidson. A la derecha, una exposición de ropa de motorista y accesorios, desde cascos a tubos de escape. Al frente, un mostrador de donde salió un tipo alto y corpulento, con tejanos y una camiseta negra sin mangas. Vino hacia ellos. Tenía una boina negra, patillas y bigotes de manubrio de moto, y a Vivien le recordó al novio de Julia Roberts en
Erin Brockovich
. Cuando lo tuvo cerca, Vivien se dio cuenta de que los bigotes estaban teñidos, que la boina quizá tuviera la misión de cubrir una calva y que, bajo el bronceado, el tipo había pasado los sesenta hacía tiempo. En el hombro derecho tenía un tatuaje con el Jolly Roger y la misma leyenda que el cuerpo emparedado quince años atrás.

—Buenos días. Me llamo Vivien Light.

El hombre sonrió divertido.

—¿La de la película?

—No. La de la policía.

Al tiempo que daba esa seca respuesta, le mostró la placa. La semejanza de su nombre con el de Vivien Leigh, la actriz de
Lo que el viento se llevó
, la había atormentado toda la vida.

El hombre no se apeó de su actitud serena.

«Piel dura, conciencia tranquila», pensó Vivien.

—Yo soy Justin Chowsky, el propietario. ¿Ocurre algo...?

—Por lo que sé, ésta era la sede de un grupo de motoristas llamado Skullbusters.

—Todavía lo es.

La expresión sorprendida de Vivien hizo sonreír a Chowsky.

—Las cosas cambiaron un poco, desde el principio quiero decir. Hace tiempo en este lugar había un grupo de muchachos disolutos, algunos con problemas con la ley. Hasta yo, para serle sincero. Sólo menudencias, puede comprobarlo. Algún porro, alguna que otra pelea, alguna borrachera de más.

El hombre, con sus obstinados bigotes colgantes, miró una vitrina como si allí se estuvieran proyectando escenas de su juventud.

—Teníamos la cabeza acalorada pero ninguno de nosotros era un verdadero malhechor. Los tipos malos de verdad se fueron por su propia voluntad.

Hizo con la mano un gesto circular que abarcaba al mismo tiempo el lugar que los rodeaba y una sensación de positivo orgullo.

—Después, un día decidí abrir este chiringuito. Poco a poco nos transformamos en uno de los más importantes puntos de venta y personalización de este estado. Y los Skullbusters se volvieron un sereno grupo de vejetes nostálgicos que se obstinan en circular con estas motos como si todavía fuesen muchachos.

Vivien miró a Russell, que hasta ese momento se había mantenido a un par de pasos, sin acercarse ni presentarse. Le gustó esa actitud. Era alguien que sabía estar en su lugar.

Volvió a mirar al veterano motero.

—Señor Chowsky, necesito información.

Interpretó el silencio del hombre como asentimiento.

—Remontémonos a unos quince años atrás. ¿Recuerda si un miembro del grupo desapareció sin dejar ningún rastro?

La respuesta llegó sin titubeos y Vivien sintió que su corazón se henchía de esperanzas.

—Mitch Sparrow.

—¿Mitch Sparrow? —Vivien repitió el nombre, como si tuviera miedo de olvidarlo.

—Ajá. Y para ser preciso las cosas sucedieron...

Chowsky se quitó la gorra, contrariando las suposiciones de Vivien con la revelación de una melena tupida a pesar de su edad. Se pasó una mano por el pelo, éste también escrupulosamente tinturado, como si ese gesto lo ayudase a recordar.

—Sucedió exactamente hace dieciocho años.

Vivien pensó que la fecha era compatible con la que el forense mencionaba en el informe de la autopsia.

—¿Está seguro?

—Absolutamente. Pocos días después nació mi hijo pequeño.

Vivien sacó del bolsillo de la chaqueta una de las fotos que había traído, la del primer plano. Se la mostró a Chowsky.

—¿Es éste Mitch Sparrow?

El hombre no necesitó cogerla para mirarla mejor.

—No, Mitch era rubio y éste es moreno. Y además era alérgico a los gatos.

—¿No conoce a esta persona?

—Nunca, en la vida.

Vivien se quedó pensando en los alcances de esa afirmación. Después volvió a la parte de su trabajo que le exigía hacer preguntas.

—¿Cómo era Mitch?

Chowsky sonrió.

—Al principio, cuando se unió a nosotros, era un motero fanático. Cuidaba su Harley más que a su madre. Era un joven guapo pero a las mujeres las trataba como si fueran pañuelos desechables.

Era uno de esos hombres a los que les da placer escucharse. Vivien lo azuzó.

—¿Y después?

Chowsky hizo un gesto con los hombros como para decir que era obvio.

—Un día se cruzó con una chica diferente y picó el anzuelo. Empezó a usar cada vez menos la moto y cada vez más la cama. Hasta que la chica quedó. Quiero decir, preñada. Entonces Mitch encontró un trabajo y se casaron. A la boda asistimos todos y la borrachera nos duró dos días.

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