El abogado hizo una pausa, como para decidir si agregaba algo o no. Al fin decidió lo primero
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—
Russell, cada uno tiene el derecho, sancionado por la Constitución y su propio cerebro, de destruirse como le plazca. Y en ese sentido tú tienes una fantasía muy creativa
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Lo miró a los ojos y se transformó: de complaciente abogado defensor en verdugo
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—
De ahora en adelante estaré contento de renunciar a mi tarifa. Cuando convenga, le diré a tu madre que contrate otro abogado. Y me quedaré sentado con un cigarro y un vaso de buen whisky, contemplando el espectáculo de tu demolición
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No le dijo nada más, porque nada más había para decir. La limusina lo dejó frente a su casa, en la calle Veintinueve, entre las avenidas Park y Madison. Bajó sin saludar ni esperar un saludo. Todo ello a la luz de un velado desprecio humano y una eficaz indiferencia profesional. Subió a su piso después de coger al vuelo las llaves que le daba el portero. Apenas había abierto la puerta cuando sonó el teléfono. Russell sabía quién era. Levantó el auricular
.
—
¿Si?
Esperaba oír una voz. Y esa voz llegó
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—
Hola, fotógrafo. Te ha ido mal ayer, ¿eh? En el juego y con la pasma
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Russell visualizó su imagen. Un hombre negro, grande, con gafas oscuras permanentes y una papada que trataba inútilmente de tapar con una barbita, una mano llena de anillos que sostenía un móvil, hundido en el asiento de atrás de un Mercedes
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—
LaMarr, no estoy de humor para oír tus tonterías. ¿Qué quieres?
—
Lo sabes bien, jovencito. Pasta
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—
En este momento no tengo
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—
Bien. Me temo que sería mejor que la consigas cuanto antes
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—
¿Qué me harás? ¿Matarme?
Oyó una fuerte risotada llena de escarnio. Y una amenaza humillante
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—
No te digo que no me tiente, ¿sabes? Pero no soy tan estúpido como para meterte en un cajón con los cincuenta mil dólares que me debes. Lo que haré es mandarte a un par de mis muchachos para que te expliquen algunas cosas de la vida. Después dejaré que te cures. Y a continuación te los mandaré de nuevo, hasta que los recibas con mi dinero en la mano, que mientras tanto se habrá transformado en sesenta mil, si no más
.
—
Eres un cabronazo, LaMarr
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—
Sí. Y no veo la hora de demostrarte hasta qué punto. Adiós, fotógrafo del carajo. Preséntate a
La rueda de la fortuna,
quizá te vaya mejor
.
Russell colgó con las mandíbulas apretadas, atragantándose con la risotada de LaMarr Monroe, uno de los más grandes bastardos de las noches de Nueva York. Sabía que por desgracia ese tipo no hablaba por hablar. Era alguien que cumplía sus promesas, sobre todo cuando corría el riesgo de quedar como un idiota
.
Fue al dormitorio y se desnudó, tirando la ropa al suelo. La chaqueta rota acabó en el cubo de la basura. Se dirigió al baño dispuesto a ducharse y afeitarse, con la tentación de poner la espuma en el espejo en vez de en la cara. Para no verse. Para no ver su expresión. Después se sintió solo. Y ese concepto para él significaba que estaba en casa sin nada para beber, sin una raya de coca y sin un céntimo
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El piso donde vivía era suyo, aunque sólo oficiosamente. En realidad estaba a nombre de una sociedad de la familia. Hasta los muebles habían sido elegidos con buen gusto por un decorador pagado por su madre, entre el gran surtido a buen precio de Ikea y otros grandes almacenes similares. Y por un simple motivo: todos sabían que Russell habría vendido cualquier cosa de valor con la que estuviera en contacto y que habría invertido el dinero en una mesa de juego
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Algo que había sucedido con frecuencia en el pasado
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Coches, relojes, cuadros, alfombras
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Todo
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Con precisión maníaca y furia destructiva
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Russell se sentó en el sofá. Habría podido telefonear a Miriam o a otra de las modelos que frecuentaba en esa época, pero tenerlas en casa requeriría, en uno u otro momento, tener la capacidad de esparcir sobre la mesa un poco de polvo blanco. Y tener el dinero para conseguirlo. En ese momento en que se sentía vacío por dentro, albergaba deseos de tener al menos algo alrededor. Pero todo costaba dinero. Un pensamiento había cruzado su mente
.
O, mejor aún, un nombre
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Ziggy
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Había conocido a ese hombrecito insignificante hacía muchos años. Era informador de su hermano. Un tipo que a veces le soplaba sobre movimientos interesantes en la ciudad que Robert definía como de «más allá de la frontera». Lo que se necesitaba saber, porque cada hecho podría transformarse en noticia. Después de la muerte de Robert, y por diferentes motivos, habían seguido en contacto. Uno de los cuales era que Ziggy, en memoria de su hermano, le conseguía lo que necesitaba y le daba crédito. Y algún pequeño préstamo cuando como ahora estaba sin blanca. Russell ignoraba el motivo de esa fidelidad y esa confianza. Pero allí estaban, y cuando le era necesario las aprovechaba
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Ziggy no usaba teléfono móvil y el procedimiento para contactar con él era demasiado arduo. Después de algunos recorridos nerviosos entre el salón y el dormitorio tomó una decisión. Bajó al garaje y sacó el coche, que conducía de vez en cuando y sin ganas. Quizá porque sólo era un Nissan de unos pocos miles de dólares y no estaba a su nombre. Comprobó que la gasolina le alcanzara para ir y volver. Conocía la dirección de Ziggy y allí se dirigió, siguiendo los espasmos del tráfico hacia Brooklyn. Hizo el viaje automáticamente. Vio pasar la ciudad sin mirarla, para devolver la falta de mirada de la ciudad hacia él
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Le dolía el labio y le quemaban los ojos, pese a las gafas de sol
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Atravesó el puente ignorando el paisaje de Manhattan y de Brooklyn Heights y penetró en unos barrios donde una gente cualquiera vivía una vida cualquiera. Lugares sin ilusiones y sin resultados, diseñados con los desvaídos colores de la realidad, sitios que solía frecuentar porque era allí donde brotaban los garitos clandestinos y donde uno podía encontrar lo que necesitaba
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Bastaba con tener pocos escrúpulos y suficiente dinero
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Llegó a la casa de Ziggy casi sin darse cuenta. Aparcó cerca del edificio y fue andando. Empujó la puerta de entrada y bajó los escalones que conducían al semisótano. Allí no había vigilancia y el portero eléctrico era una formalidad superada desde hacía tiempo. Después de la escalera dobló a la izquierda. Las paredes eran de ladrillos industriales pintados a toda prisa de un color que debía de ser beige. Todas las paredes estaban manchadas y olía a humedad y col hervida. Después del recodo se encontró con una serie de puertas marrones desteñidas. Una persona estaba saliendo de la puerta a la que él se dirigía, al fondo a la derecha. Un hombre con una chaqueta verde de tipo militar y una capucha que le cubría la cabeza que se volvió rápidamente hacia el otro lado del corredor, para desaparecer en la esquina opuesta, en la escalera que llevaba al patio de entrada
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Russell no le prestó mayor atención. Pensó que el hombre era uno de los muchos contactos que cada día debía de tener el listillo de Ziggy. Cuando llegó al umbral encontró la puerta entornada. La abrió y su mirada cayó sobre la habitación. Después, todo sucedió con la velocidad del relámpago y la articulación de una moviola, fotograma a fotograma:
Ziggy, de rodillas en el suelo y con la camisa manchada de sangre, trata de levantarse agarrándose a una silla
Él se acerca y la delgada mano del camello le aferra el brazo
Ziggy, apoyado en el borde de la mesa, con la mano tendida hacia la impresora
El que no entiende
Ziggy que con un dedo tocaba un botón dejando una mancha roja
Él, sin escuchar, oye el roce de una hoja impresa que sale de la máquina
Ziggy con una foto en la mano
Él aterrorizado
Y por fin Ziggy, con una contracción, lanzó el último suspiro y el último borbotón de sangre por la boca abierta. Cayó con un ruido sordo y Russell se encontró allí de pie en medio de la habitación, sosteniendo en la mano una foto en blanco y negro y una hoja de papel impresa, las dos cosas manchadas de sangre
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Y en sus ojos las imágenes de su hermano ensangrentado, tirado en el polvo
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Moviéndose como un maniquí, sin conciencia de sus gestos, se metió en el bolsillo la foto y la hoja. Después, con la lógica y el instinto de los animales, huyó dejando tras de sí el motivo, en ese lugar que olía a col hervida y humedad y a presente y a pasado. Llegó al coche sin cruzarse con nadie. Y se marchó imponiéndose no ir rápido para no llamar la atención. Condujo como en trance hasta que la respiración volvió a ser normal y los latidos del corazón una anomalía resuelta. Así pues, paró en un callejón con el propósito de reflexionar. Se dijo que huyendo había hecho una elección instintiva, pero al mismo tiempo supo que era una elección errada. Habría debido llamar a la policía. Pero eso significaba tener que explicar tanto su presencia como su trato con Ziggy. Y no sabía en qué asuntos se había metido aquel tipejo. Además, era posible que el tipo de la chaqueta verde fuese el que había acuchillado al pobre desgraciado. La idea de que pudiera volver por un motivo u otro no era una buena perspectiva. Russell no quería ser un segundo cadáver junto al de Ziggy
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No. Mejor fingir que no había pasado nada. Nadie lo había visto. No había dejado huellas y aquellos barrios estaban poblados por gente que sólo se ocupaba de sus asuntos. Los habitantes de la zona tenían, por su propia naturaleza, renuencia a sincerarse con la policía
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Mientras reflexionaba y decidía la línea a seguir, se dio cuenta de que la manga derecha de su chaqueta estaba manchada de sangre. Vació los bolsillos sobre el asiento del acompañante. Comprobó que no hubiera nadie en los alrededores y bajó para arrojar la prenda en un contenedor de basuras. Con un gesto de autoironía que, dadas las circunstancias, lo sorprendió, se dijo que a un ritmo de dos chaquetas desechadas al día pronto tendría serios problemas de indumentaria
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Subió al coche y volvió a casa. Fue en ascensor directamente desde el garaje hasta su planta. Esto evitaría que el portero notara que había salido con chaqueta y vuelto en mangas de camisa
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Acababa de apoyar sus cosas sobre la mesa, cuando se produjo la explosión
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Se levantó del sofá y fue a encender la luz, con los ojos dirigidos al resplandor y con la mente que no lograba borrar lo sucedido esa tarde. Ahora que razonaba con frialdad le surgió una pregunta. ¿Por qué Ziggy había empleado sus últimas fuerzas y sus últimos instantes de vida en imprimir esa hoja y en poner esa foto en sus manos? ¿Qué contenían de tan importante como para justificar ese comportamiento?
Se acercó a la mesa, cogió la foto y la miró unos instantes, sin saber quién era ni qué podía significar la cara de aquel muchacho moreno sosteniendo un gato negro. La hoja era la fotocopia de una carta manuscrita con trazos masculinos. Empezó a leerla, tratando de descifrar la caligrafía áspera e imprecisa.
Y mientras pasaban las palabras y él entendía el sentido, se repetía una y otra vez que no podía ser verdad. Tuvo que releerla varias veces para convencerse de que sí. Luego, sin aire, volvió a dejar en la mesa la carta y la foto. La mancha de la sangre de Ziggy confirmaba que no se había tratado de un sueño.
Volvió a dirigir la mirada al incendio que seguía ardiendo a lo lejos.
Su mente estaba confusa y la atravesaron mil pensamientos sin que pudiera detenerse en ninguno. Antes, el hombre de NY1 no había dado la dirección del edificio que se estaba desintegrando. Seguramente lo dirían en un próximo avance informativo.
Necesitaba saberlo.
Volvió al sofá y dio sonido al televisor. Sin saber si esperaba un desmentido o una confirmación.
Se quedó quieto, preguntándose si el vacío en que le parecía precipitarse era el de la muerte. Y si su hermano había tenido la misma sensación cada vez que se acercaba a una noticia o estaba por sacar una de sus fotos. Se cubrió la cara con las manos y en la penumbra de los párpados cerrados se dirigió a la única persona que había significado algo para él. Como última agarradera trató de imaginar qué habría hecho Robert Wade en una situación como la suya.
El padre Michael McKean estaba sentado en una vieja butaca frente a un televisor vetusto, en su dormitorio en Joy, sede de la comunidad que había fundado en Pelham Bay. Era una habitación en la última planta, un ático con una parte del techo inclinado, paredes blancas y el suelo de largos tablones de abeto. En el aire aún había algo de olor a la sustancia con que había sido tratada la madera una semana antes. El espartano mobiliario provenía de recogidas de desecho. Todos los libros de la biblioteca, la mesilla de noche y el escritorio, habían llegado de manera similar. Muchos eran regalos de feligreses. Algunos entregados a él personalmente. De todos modos, el padre McKean siempre había escogido para sí los objetos más usados y deteriorados. Un poco por su carácter, pero sobre todo porque si había posibilidades de mejoría en el día a día, prefería que los beneficiarios fueran los chicos. Aparte del crucifijo que había sobre la cama y de un poster, las paredes estaban desnudas. El poster era una reproducción de una pintura en la que Van Gogh, con su ojo de visionario, había reflejado la pobreza de su cuarto en la casa amarilla de Arles. Aun siendo dos ámbitos por completo diferentes, al entrar se tenía la impresión de que esos dos cuartos se comprendiesen, que se comunicaran de un modo u otro y que el poster del cuadro sobre la pared blanca fuera en realidad una abertura que daba acceso a un lugar lejano y diferente.
Detrás de los cristales de la ventana sin cortinas se entreveía el mar, que reflejaba el azul ventoso del cielo de abril. Cuando Michael McKean era niño, en días serenos como aquél, su madre le decía que el sol le daba al aire un color como el de los ojos de los ángeles y que el viento les impedía llorar.