Yo soy Dios (46 page)

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Authors: Giorgio Faletti

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: Yo soy Dios
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—Llámame Ben.

Eso significaba que, por esa extraña química que a veces surge entre personas desconocidas, desde ese momento entre ellos no habría sólo palabras. A la luz de esa inesperada confianza, Russell formuló la pregunta con la voz más tranquila que pudo encontrar.

—Ben, ¿cuándo fue la última vez que viste a Matt Corey?

El viejo tardó una eternidad en responder.

—En el verano de 1972, inmediatamente después de que le dieran el alta en el hospital militar.

Una vez admitido eso, el viejo decidió servirse café también él. Cogió la taza y bebió un largo sorbo.

—Vino y me contó la misma historia que acabas de referirme. Después cogió el gato y se fue. Nunca más lo vi.

Russell consideró que Ben no era una persona capaz de mentir, pero que acababa de decirle una verdad a medias. Al mismo tiempo supo que si se equivocaba en cómo encarar el asunto, aquel hombre se cerraría como una ostra y no le sacaría nada más.

—¿Sabes si Matt tenía un hijo?

—No.

El modo en que Ben se llevó la taza a los labios tras emitir el monosílabo fue demasiado precipitado. Russell pensó que la única posibilidad de avanzar era darle a entender que cualquier información que pudiese proporcionar era de vital importancia.

Y había un solo modo de hacerlo.

—Ben, sé que eres una persona honorable, en la mejor acepción del término. Y a esto apelo al decidir confiarte algo. Nunca te lo habría revelado si no fueras como eres.

Con la taza, Ben hizo un gesto de reconocimiento.

—Es una historia difícil de contar porque es difícil de creer.

Lo dijo para facilitar la comprensión del anciano, pero también para confirmar una vez más lo absurdo de todo aquello. Y la necesidad imperiosa de resolverlo.

—¿Has seguido las noticias de los atentados en Nueva York?

Ben afirmó con la cabeza.

—Sí. Muy mal asunto, ya lo creo.

Russell tomó aire antes de seguir. No podía hacerlo con la mano, pero en su mente había cruzado los dedos. Miró a Ben a los ojos.

—Después de vuestro último encuentro, Matt Corey se mudó a Nueva York y durante toda su vida siguió trabajando en la construcción.

El viejo se mostró complacido.

—Era más que bueno. Había nacido para ese oficio. A su edad sabía más que mucha gente que había estudiado. —Hubo afecto y añoranza en su expresión.

En cambio, Russell estaba ansioso por distender la suya. Puso cuidado en que lo que estaba por decir pareciera una compasiva constatación y no un agravio.

—Matt era una persona muy enferma, Ben. Y después de lo que le sucedió, la soledad en que vivió todo el tiempo no hizo más que empeorar el desorden mental en que había caído. En el curso de sus diferentes trabajos diseminó bombas por los edificios que ayudó a construir. Nueva York está llena de esas bombas. Seis meses después de su muerte, han empezado a explotar.

El rostro del viejo se apagó de golpe. Russell le concedió un momento para que asimilara la noticia. Por fin, trató de transmitirle su peor temor.

—Si no encontramos al hijo de Matt Corey, las explosiones se seguirán produciendo.

Ben Shepard apoyó la taza en la mesita, se levantó del sillón y se dirigió al ventanal. Se quedó un rato mirando fuera y escuchando algo. Tal vez fuera el canto de los pájaros o los latidos de su corazón, o el viento entre las ramas. O acaso algo que no llegaba de fuera sino que le resonaba dentro. Quizás en su mente volvían a sonar las últimas palabras que él y Matt Corey se habían dicho muchos años antes.

A Russell le pareció oportuno aclarar cuál era su papel en esa historia.

—Estoy aquí porque trabajo en colaboración con la policía de Nueva York. Me han concedido este privilegio porque ayudé a que las investigaciones se encaminen a buen puerto. Si hablas conmigo te doy mi palabra de honor que diré lo estrictamente necesario para detener la ola de atentados, sin comprometerte.

Ben siguió de espaldas y en silencio. Russell subrayó la gravedad de la situación recurriendo a los números:

—Han muerto más de cien personas, Ben. Y morirán otras. No puedo decirte cuántas, pero la próxima vez será una matanza más grande aún.

Sin volverse, el viejo empezó a hablar.

—Cuando conocí a Matt estaba en un reformatorio en el norte, en los límites del estado. Yo había conseguido un contrato para una reestructuración de ese lugar. Cuando llegamos y empezamos a levantar los andamios, los chicos nos miraban con desconfianza. Algunos nos tomaban el pelo. En cambio él no; estaba interesado en ver el avance de los trabajos. Me hacía preguntas, quería saber qué estábamos haciendo y cómo lo hacíamos. No me lo pensé dos veces y le pregunté al director si podía trabajar con nosotros. Después de insistir, el director dio por fin su conformidad, advirtiéndome que aquel interno era un tipo difícil. Sobre sus hombros pesaba una historia familiar que habría hecho estremecer a cualquier persona.

Russell advirtió que Ben estaba reviviendo un momento importante de su vida. Sin saber por qué, estaba seguro de ser la primera persona que tenía acceso a esa información y a esas emociones.

—Me encariñé con ese chico. Era sombrío y taciturno pero aprendía el trabajo deprisa. Cuando salió del reformatorio le hice un contrato de trabajo estable conmigo. Le cedí esa habitación en la nave de mi empresa. La primera vez que la vio le brillaron los ojos: era el primer lugar verdaderamente suyo desde que estaba en el mundo.

El viejo dejó la ventana y volvió a sentarse frente a Russell.

—Poco a poco, Matt se convirtió en el hijo que yo no tenía. Era mi brazo derecho. Fueron los otros trabajadores quienes le pusieron el nombre de Little Boss, pequeño jefe, por el modo en que dirigía los trabajos cuando yo no estaba. Si se hubiese quedado, le habría dejado la empresa en vez de vendérsela al gilipollas que la compró. Pero un día me dijo que se iba a Vietnam como voluntario.

—¿Voluntario? No lo sabía.

—Ésta es la parte mala de la historia. Una de esas cosas que hace que te avergüences de ser un hombre.

Russell guardó silencio y esperó. Su interlocutor había decidido compartir con él un amargo bocado que durante todos esos años había digerido en soledad.

—Un día nos llamaron para trabajos de ampliación en la vivienda del juez del condado, Herbert Lewis Swanson, que Dios lo maldiga allí donde esté. En aquel tiempo Matt había conocido a Karen, la hija del juez. La primera vez que se vieron yo estaba presente, y enseguida supe que entre los dos había nacido algo. Y también supe que ese algo no traería más que problemas y desdicha.

El viejo sonrió mientras recordaba aquel amor. Russell pensó que esa sonrisa tierna era como la del fraile que conocía la historia de Romeo y Julieta.

—Empezaron a verse a escondidas. Creo, estoy seguro, que ésos fueron de los pocos momentos de felicidad en la vida de Matt Corey. A veces me hago ilusiones de que el tiempo pasado conmigo también haya sido feliz para él.

—Estoy seguro de que así fue.

El viejo hizo un gesto con los hombros dando a entender que el pasado era inútil, porque lo veíamos desde la fragilidad del presente.

—Pero sirvió de poco. Chillicothe es una ciudad pequeña y esconderse resulta muy difícil. Antes o después, todo el mundo se entera de todo. Y el juez supo que su única hija se estaba viendo con un chico. Después descubrió quién era el chico. La vida de Karen estaba programada. Era guapa, rica e inteligente. Un tipo como Matt no tenía sitio en los planes de su padre, que en sus tiempos era un hombre muy, pero que muy poderoso. Prácticamente toda la ciudad estaba en sus manos.

Ben bebió un nuevo sorbo de café. Parecía reticente a transformar los recuerdos en palabras, como si al hacerlo pudiera sufrir otra vez las mismas heridas.

—En aquella época se produjo un doble homicidio, cerca del río. Una pareja de hippies que acampaba al aire libre fue asesinada a puñaladas. Ni el culpable ni el arma del delito fueron encontrados. En aquellos tiempos el sheriff era un tal Duane Westlake, y tenía un ayudante llamado Will Farland. Los dos eran esclavos de la voluntad de Swanson, que los tenía bajo su férula a fuerza de dinero y privilegios. Dos noches después del hallazgo de los cadáveres, esos tipos irrumpieron en la habitación de Matt con una orden de registro firmada por el juez Swanson. Entre las cosas del muchacho encontraron marihuana y un gran cuchillo de caza que bien podría haber sido el usado para el doble homicidio. Matt me contó que emplearon la fuerza para obligarlo a poner sus huellas digitales en la empuñadura del cuchillo.

La voz del viejo rezumaba cólera, ese sentimiento que impide que las heridas cicatricen.

—Estoy seguro de que Matt nunca había tenido ni vendido a nadie un gramo de esa hierba. Y que nunca había comprado un cuchillo de esas características.

No es que Russell tuviera motivos para compartir esa convicción, pero lo hizo.

—Se lo llevaron a la oficina del sheriff. Le enumeraron todas las cosas desagradables con que se encontraría. Una acusación de uso y tráfico de estupefacientes y otra, más grave, de asesinato. La hierba la habían puesto ellos mismos en el cuarto de Matt. En cuanto al cuchillo, en fin, no llego al extremo de pensar que esos dos hayan matado a los hippies a propósito. Pero el sheriff fue el primero en llegar al lugar de los hechos, y hacer que el arma desapareciera habrá sido un juego de niños para un tipo como él. Por otra parte, dado que Matt estaba conmigo, esos dos bastardos le dijeron que podía involucrarme acusándome de complicidad y encubrimiento. Le hicieron una oferta alternativa al juicio y la cárcel: que fuera voluntario a Vietnam.

Ben se terminó el café.

—Y él aceptó. El resto ya lo sabes.

—Una historia vieja como el mundo.

Ben Shepard lo miró con sus ojos azules, una mirada que en ese momento mostraba una dolorosa rendición.

—El mundo es aún muy joven como para que no se repitan historias como ésta.

Russell tuvo la sensación de que había entrado con botas claveteadas en un lugar donde debía haberlo hecho de puntillas. Pero tenía que seguir por muchos motivos, uno de los cuales tenía el rostro de un ser humano.

—¿Y Karen?

—No pudo creer en esa decisión. Después, la incredulidad se transformó en desesperación. Pero el pacto de Matt con el sheriff implicaba la promesa del silencio. Con ella y conmigo.

El viejo le sirvió más café sin preguntarle si quería.

—Después de un período de instrucción en Fort Polk, Luisiana, Matt volvió a escondidas a casa, por la licencia que el ejército concedía antes de partir para Vietnam. Vivió un mes prácticamente encerrado en la nave, esperando cada día el momento en que ella venía a verlo. Pasaron todo el tiempo posible en ese cuarto, y hoy espero que cada uno de aquellos minutos haya sido como años, aunque sé que no suele ser así.

»Un mes y medio después de la despedida, Karen me dijo que estaba embarazada. También se lo escribió al muchacho. No obtuvimos respuesta y poco tiempo después llegó la noticia de que había muerto.

—¿Qué fue de ella?

—Karen es una mujer de mucho carácter. Cuando su padre supo que estaba embarazada, trató por todos los medios de hacerla abortar. Pero ella se mantuvo en sus trece, amenazando con contarle a todo el mundo quién era el padre del niño y que el juez le había dicho que abortara. Como su partido político no consentía el aborto, ese malnacido escogió el mal menor: el escándalo de que su hija fuera madre soltera.

—Pero Matt volvió...

—Sí, pero en él estado que sabes.

Russell imaginó que ante los ojos de Ben pasaba una ráfaga de imágenes de aquel encuentro entre los jóvenes. Y también todo el dolor y el afecto que había sentido por aquel desdichado muchacho.

—Cuando lo vi, no lo reconocí. La pena que sentí entonces tardó años en disiparse. El pobre chico debe de haber sufrido de un modo inimaginable, experimentado cosas que no es justo que un ser humano conozca.

Ben se llevó la mano al bolsillo de su viejo cárdigan, sacó un pañuelo y se lo pasó por los labios. Sin darse cuenta había usado casi las mismas palabras que le había dicho a Matt la noche que lo encontró frente a la nave-depósito.

—Por culpa de aquello en lo que se había transformado, no quiso que Karen supiera que estaba vivo. Me hizo jurarle que no se lo diría.

—¿Y después...?

—Pidió quedarse unas horas en la nave, porque tenía algo que hacer. Una vez terminado ese asunto, dijo, volvería a buscar el gato y se iría. Vi cómo se iba a la ciudad a pie. Y ya no volví a verlo.

Una nueva pausa. Russell sabía que Ben iba a decirle algo importante.

—Al día siguiente, los cadáveres de Duane Westlake y Will Farland fueron extraídos de las ruinas carbonizadas de la casa del sheriff. Ojalá hayan seguido quemándose en el infierno.

En los ojos de Ben había un abierto desafío contra cualquiera que no compartiera lo que acababa de decir. En aquel punto de la conversación, Russell había perdido la lucidez necesaria para juzgar. Sólo quería saber más.

El viejo constructor se reclinó en el sillón.

—Unos diez años después también murió el juez Swanson y se reencontró con sus cómplices en el infierno.

Ben se relajó y se concedió un instante para disfrutar de una hipótesis que para él debía de ser una certeza.

—¿Qué pasó con el niño de Karen?

—Mientras fue pequeño, cada tanto Karen me lo traía para que lo viera. Después dejamos de frecuentarnos, no sé si por culpa suya o mía.

Russell comprendió que el viejo se atribuía una parte de responsabilidad que no tenía, y que lo hacía por una generosa disposición.

—Y después qué sucedió.

—En cierta etapa tuve problemas económicos. Para resolverlos confié la empresa a un administrador y me fui tres años a trabajar en una plataforma petrolífera como experto en explosivos. Cuando volví, Karen lo había vendido todo y se había ido. Tampoco volví a verla.

Russell sintió que la desilusión le quemaba la garganta más que el humo de miles de cigarrillos.

—¿No sabes adónde se mudó?

—No. Si lo supiese te lo diría.

El viejo se dio unos instantes para realizar un balance personal.

—He entendido la importancia que tiene que encuentres a la persona que estás buscando. Y yo ya tengo suficientes remordimientos como para agregar otros.

Russell miró por la ventana y se dijo que en cualquier caso era una pista. Para la policía, Karen Swanson no sería una persona difícil de encontrar y, en consecuencia, tampoco sería difícil caer sobre su hijo. Lo que faltaba era tiempo. Si acertaba en sus suposiciones, la siguiente explosión se produciría durante la noche. Y habría nuevas imágenes como las que la televisión y los periódicos habían mostrado del escenario de los atentados. Volvió a mirar a Ben. El viejo había entendido su desconsuelo.

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