«No estoy segura de nada que tenga que ver con ese hombre. Y sobre todo es él quien ya no está seguro de mí.»
Pero ése no era el momento de hablar de Roger Wade, y mucho menos de pensar en él. El capitán había tomado su abandono corno una señal positiva. Y el probable arresto del criminal le había cargado las pilas
.
—
Bien, Vivien. Entonces ¿qué tengo que hacer? Y sobre todo, ¿qué vas a hacer tú?
—
Debes poner en estado de alerta a la policía del Bronx. Que estén listos para comunicarse a partir de mañana a las dos de la tarde, en una longitud de onda cifrada, y que se atengan a mis instrucciones
.
La respuesta no dio alternativas
.
—
Sabes que un pedido así equivale a un billete sólo de ida, ¿verdad? El jefe se me ha pegado como una lapa. Si la policía se moviliza y no obtenemos resultados, tendré que dar muchas explicaciones, ¿entiendes? Y entonces rodarán nuestras cabezas, te lo aseguro
.
—
Lo sé, pero es la única salida que tenemos. La única esperanza a la que podemos aferramos para detenerlo
.
—
Está bien. Espero que sepas lo que haces
.
—
También yo lo espero. Gracias, Alan
.
El capitán colgó y ella se quedó sola para afrontar la despedida definitiva a su hermana
.
Lo mismo que ahora, cuando volvía a Nueva York y con ella viajaba una presencia a la que poco a poco el tiempo desteñiría, pero cuyo recuerdo permanecería.
Cruzó el puente George Washington y siguió hasta girar a la izquierda por Webster Avenue, en dirección a Laconia Street, donde estaba la comisaría del Distrito 47. Siguió hasta el número 4111 y aparcó el Volvo frente al edificio, entre los coches de servicio con agentes a la espera de que se los requiriera. Acababa de apearse del coche cuando la puerta de vidrio se abrió y vio salir al capitán en compañía de un civil al que Vivien no conocía. Con Bellew habían quedado en encontrarse allí, cuando hablaron por teléfono la noche anterior, cuando lo había llamado antes de apagar...
«El teléfono. ¡Mierda!»
Lo había desconectado para evitar que sonase en el silencio de la clínica. Sabía que durante la noche no recibiría ninguna llamada importante. De suceder algo, sería al día siguiente. Quería estar allí, junto a su hermana, sola y aislada del resto del mundo durante la que podría ser la última noche que pasaran juntas. Pero después, destrozada por la muerte de Greta, se había olvidado de conectarlo cuando partió de Cresskill. Hurgó en los bolsillos de la chaqueta y lo sacó. Lo encendió con dedos frenéticos esperando no encontrarse con llamadas perdidas. Pero su esperanza duró poco. Apenas el móvil encontró cobertura, le llegaron varios avisos de llamadas.
Russell.
«Después, ahora no tengo tiempo.»
Sundance.
«Después, cariño. Ahora no sabría qué decirte ni cómo decírtelo.»
Bellew.
«Joder, ¿por qué no habré conectado este dichoso chisme?»
El padre McKean.
«Maldición. Maldición. Maldición.»
Comprobó la hora de la llamada: había sido hecha a mediodía. Vivien miró el reloj: las dos y cuarto. Ignoraba el motivo de la llamada, pero a esa hora no podía devolvérsela, porque el padre Michael ya estaría en el confesionario. Si le sonara el teléfono podría ser motivo de embarazo para cualquier fiel que se estuviera confesando... o motivo de sospechas para el hombre que buscaban, si por obra del destino se encontraba allí.
Mientras tanto, Bellew y el otro hombre habían llegado hasta ella en el aparcamiento. Éste estaba entrado en carnes, pero en su caminar demostraba ser fuerte y ágil, pese a no tener un cuerpo atlético.
—Vivien, pero ¿dónde te habías metido? —El capitán vio su expresión, advirtió que algo pasaba y su tono cambió—. Discúlpame. ¿Cómo está tu hermana?
Vivien guardó silencio. Esperaba que la pastilla del doctor Savine, además de mantenerla despierta, la ayudase a contener las lágrimas. Lo no dicho fue más claro que cualquier palabra.
Bellew le puso una mano en el hombro.
—Lo siento mucho... De verdad.
Vivien negó con la cabeza. Se dio cuenta del embarazo del otro hombre, que había entendido que estaba sucediendo algo grave, algo de lo que podía intuir la magnitud, pero ante lo cual no sabía cómo reaccionar. Vivien le tendió la mano.
—Detective Vivien Light.
—Soy el comisario William Codner. Mucho gusto. Espero que...
Vivien no pudo saber qué era lo que esperaba, porque el teléfono que tenía apretado en la mano empezó a sonar. El visor se iluminó y apareció el nombre del padre McKean. Vivien sintió un ramalazo de calor que se propagaba por todo su cuerpo. Respondió en el acto cubriendo el micrófono del móvil con un dedo para que del otro lado no se oyera nada.
Levantó la mirada hacia los dos hombres.
—Ya estoy.
El comisario hizo un gesto con la mano y los coches se pusieron en marcha. Uno abrió las puertas para ellos y Vivien se sentó en el asiento del acompañante. Bellew y Codner ocuparon los asientos de atrás.
—Muchachos, el juego ha comenzado. Tienes el balón en tu campo, Vivien.
—Un momento.
Una voz que no conocía, calma y profunda.
«... y como puede ver, he mantenido la promesa».
Y la respuesta de McKean.
«Pero a qué precio, ¿Cuántas vidas ha costado esta locura?»
Vivien separó un poco el teléfono. Agarró el radiotransmisor del soporte de la radio del coche y dio instrucciones a los otros coches patrulla.
—A todos los coches. Soy la detective Light. Dirigíos hacia la zona de Country Club. Aíslen el cuadrilátero de las calles Tremont, Barkley, Logan y Bruckner Boulevard. Quiero un cordón de coches y agentes capaces de controlar a cualquier persona que salga de la zona, en un vehículo o a pie.
«¿Locura? ¿Fueron definidas como una locura las plagas de Egipto? ¿Se le pone el nombre de locura al Diluvio universal?»
Vivien sintió que una mano invisible le apretaba el pecho y cómo se aceleraba su corazón. Ese hombre estaba enfermo de verdad. Era un loco furioso. Oyó la voz del sacerdote, que, imbuido de compasión, trataba de hacer entrar en razón a alguien imposibilitado de hacerlo.
«Pero después llegó Jesús y el mundo cambió. Aprendió a perdonar.»
«Jesús fracasó. Vosotros lo predicasteis pero sin haberlo escuchado. Vosotros los habéis matado...»
La voz se había vuelto levemente estridente. Vivien trató de imaginar el rostro de aquel hombre en la penumbra de un confesionario que, para otros, significaba expiación de los pecados, pero que para él era sólo un lugar donde colocar sus anuncios de muerte.
«¿Por eso has decidido ponerte esa chaqueta verde? ¿Por eso has asesinado a tantos inocentes? ¿Por venganza?»
Vivien entendió que el padre McKean le estaba transmitiendo una indicación, la confirmación del aspecto del hombre. Por eso seguía rebatiendo lo que decía, para darles tiempo de llegar. Se acercó otra vez el micrófono y habló con los otros coches.
—El sospechoso es un sujeto de raza blanca, alto, cabello oscuro. Viste una chaqueta verde de estilo militar. Puede ir armado y es peligroso. Rectifico: puede ir armado y es muy peligroso.
Las siguientes palabras del hombre confirmaron la exactitud de la descripción de Vivien. Fueron pronunciadas con verdadero rencor y proferidas como una condena:
«Esta vez, la venganza y la justicia coinciden. Las vidas humanas para mí no cuentan nada, como no han contado nada para vosotros.»
Otra vez la voz del padre McKean.
«Pero ¿no sientes la santidad de este lugar? ¿No encuentras algo de la paz que buscas, al menos en la iglesia Saint John the Baptist, dedicada al Bautista, un hombre que en su humildad se declaró indigno de bautizar a Cristo?»
Vivien sintió que se desmayaba. ¿Saint John the Baptist? Ése era el motivo de la anterior llamada del sacerdote. Quería advertirle que no iría a Saint Benedict, sino que había anticipado en un día su visita semanal a Saint John.
Le aulló al techo del coche. Era una derrota.
—No está allí, no está allí. ¡Maldita sea!
Oyó la voz alarmada de Bellew desde el asiento trasero.
—¿Qué estás diciendo? ¿Qué ocurre?
Con un gesto, Vivien le pidió que se callara.
«La santidad está al final del camino. Por eso no descansaré el domingo. Y la próxima vez desaparecerán las estrellas, y con ellas todos los que están debajo.»
«¿Qué significa? No lo he entendido.»
Otra vez la voz del hombre. Segura de sí, baja y amenazadora:
«No hace falta entender. Basta con esperar.»
Una pausa durante la cual Vivien vio morir a muchas personas, oyó sus alaridos en el fragor de la explosión y las vio arder en el fuego que las abrazaría a continuación. Sintió que moría con todos ellos.
La voz prosiguió con su maniática amenaza:
«Éste es mi poder. Éste es mi deber. Esto es lo que quiero.»
Una nueva pausa. Y a continuación, el delirio:
«Soy Dios.»
Vivien estiró la mano hacia la radio y cambió la frecuencia llevándola a la habitual de la policía de Manhattan. Repitió el mensaje transmitido poco antes.
—A todos los coches. Soy la detective Vivien Light del Distrito Trece. Dirigíos a la máxima velocidad al Distrito de la Moda, alrededor de la manzana entre las calles Treinta y uno y Treinta y dos, entre las avenidas Séptima y Octava. El sujeto buscado es un hombre de raza blanca, alto y moreno. Lleva una chaqueta militar. Puede ir armado y es muy peligroso. Espero, a la escucha.
Por el móvil le llegó la voz queda del reverendo McKean.
—¿Estás allí, Vivien?
—Sí.
—Se ha ido.
—Gracias. Has estado grandioso. Te llamaré después.
Se relajó contra el respaldo. Hizo un gesto al conductor.
—Puedes parar si quieres. Ya no tenemos prisa.
Mientras el conductor aparcaba a la derecha de la calle, el capitán se asomó entre los asientos de delante para ver la cara de Vivien. Y para que ella le viera la cara a él.
—¿Qué ocurre? ¿Con quién hablabas?
Vivien se dio la vuelta y lo miró.
—No puedo revelarlo. Lo único que puedo decirte por ahora es que debemos esperar, y desear lo menos malo.
Bellew volvió a sentarse. Había entendido que algo había salido mal, pero no sabía qué. Vivien era consciente de cómo se sentía su superior en ese momento, y lo sabía porque no debía de ser una sensación diferente de la suya. En ese coche nadie tenía ánimos para romper el silencio. Pasaron varios minutos durante los cuales el tiempo y el mutismo tuvieron el mismo sombrío espesor.
Poco después la radio cobró vida.
—Aquí el agente Mantón, del Midtown South. Hemos detenido a un sujeto que se corresponde con la descripción dada. Lleva una chaqueta verde militar.
Vivien sintió una oleada de alivio que apagó todas las llamas.
—Gracias, chicos. ¿Dónde estáis?
—En la Treinta y uno esquina con la Séptima.
—Llevadlo a vuestro distrito. Llegaremos enseguida.
Vivien le hizo un gesto al conductor, que movió el coche y lo separó de la acera. Una mano se posó sobre el hombro de Vivien.
—Un gran trabajo, muchacha.
El cumplido sólo tuvo valor por un instante, pues otra voz por la radio provocó confusión y desesperación.
«Aquí coche patrulla Treinta y uno, del Midtown South. Soy el agente Jeff Cantoni. Nosotros también hemos detenido a un tipo que coincide con la descripción.»
No tuvieron tiempo de preguntarse qué estaba ocurriendo, cuando una tercera voz se superpuso.
«Aquí el agente Webber. Estoy en la Sexta Avenida, esquina con la Treinta y dos. Aquí hay una manifestación de veteranos. Unos dos mil, todos llevan chaqueta verde militar.»
Vivien cerró los ojos y se los cubrió con las manos. Se refugió en una oscuridad donde el sol quizá no saliera más y se permitió llorar fundiéndose con aquella siniestra oscuridad.
Vivien salió del ascensor y recorrió lentamente el pasillo.
Cuando llegó ante la puerta, encajó la llave en la cerradura. Apenas le había dado la primera vuelta cuando se abrió la puerta de enfrente y apareció Judith. Sostenía en brazos uno de sus gatos, el blanco y rojo.
—Hola. Por fin has vuelto.
En ese momento el ánimo de Vivien no estaba para presencias inoportunas.
—Hola, Judith. Discúlpame, tengo mucha prisa.
—¿No te apetece un café?
—No, ahora no. Te lo agradezco.
La vieja la miró con una mezcla de compasión y reproche.
—Bah, qué puede esperarse de alguien que sólo piensa en las propinas.
Y le cerró la puerta en las narices con gesto de suficiencia, para aislarse con sus fieles mininos en un mundo que sólo a ellos pertenecía. En otro momento, la extravagancia de aquella mujer habría divertido y hasta enternecido a Vivien. Pero ahora no tenía sitio para otros sentimientos que no fuesen la rabia, la desilusión y el pesar. Por ella, por Greta, por Sundance. Por el padre McKean. Por todas las personas a las que aquel loco les daba una propina de vida antes de desencadenar un nuevo infierno.
Después de la confirmación del fracaso, Bellew guardó silencio, sin tener el valor de mirarla. Los dos sabían lo que habría de suceder. A partir del día siguiente, esa movilización frustrada estaría en boca de todo el Departamento de Policía de Nueva York y especialmente del jefe, que, como había previsto el capitán, pediría explicaciones y quizá dimisiones.
Vivien estaba lista para entregar su placa y su pistola, si se las pedían. Lo había intentado todo, pero había salido mal, todo por su distracción, por no haber recordado a tiempo que debía conectar el teléfono. El que todo hubiese sobrevenido en coincidencia con la muerte de su hermana no era una excusa. Era miembro de la policía y sus asuntos privados debían ocupar el segundo lugar, sobre todo en un caso como aquél. No había sido capaz de resolverlo y ahora pagaría las consecuencias.
Pero si otras personas morían, la conciencia de Vivien cargaría con ese peso toda la vida.
Entró en el apartamento del hombre enfermo y desesperado que durante años se había dado el nombre de Wendell Johnson. Se reencontró con el mismo ambiente despojado y el mismo sentido irremisible. Una luz grisácea entraba por la ventana y todo parecía extinguido alrededor y dentro de ella, privado de vida y sin esperanzas.