Zafiro (33 page)

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Authors: Kerstin Gier

BOOK: Zafiro
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—Lo sé —dije, mirando de reojo a Gideon.

—No es una misión especialmente difícil —dijo Falk—, Gideon te llevará arriba, a sus aposentos y luego volverá para recogerte.

Al pensar que tendría que quedarme sola con el conde, me dominó la angustia.

—No tengas miedo —me tranquilizó Gideon—. Ayer se entendieron muy bien ¿no? ¿Ya no te acuerdas? —Colocó su dedo en el cronógrafo y me sonrió—.

¿Preparada?

—Preparada si tú lo estás —dije en voz baja, mientras la sala se llenaba de una luz blanca y Gideon desaparecía ante mis ojos.

Me adelanté un paso y le tendí la mano a Falk.

—La contraseña del día es «Qui nescit dissimulare nescit regnare» —dijo Falk mientras apretaba mi dedo contra la aguja.

El rubí brillo y ante mis ojos todo se arremolinó en una corriente roja.

Cuando aterricé, ya había olvidado la contraseña.

—Todo en orden —dijo la voz de Gideon directamente junto a mí.

—¿Por qué está todo tan oscuro aquí? El conde nos esta esperando, ¿no?

Podría haber tenido el detalle de encender una vela.

—Es que no sabe exactamente donde aterrizamos —contestó Gideon.

—¿Por qué no?

No pude verlo y me dio la sensación de que se encogía de hombros.

—Aún no ha preguntado nunca por eso, y tengo la vaga impresión de que no le gustaría demasiado saber que usamos su querido laboratorio de alquimia como pista de despegue y de aterrizaje. Ve con cuidado, está todo lleno de cosas frágiles...

Avanzamos a tientas hasta la puerta. Fuera, en el pasillo, Gideon encendió una antorcha y la arrancó de su soporte. La luz proyectó siniestras sombras temblorosas en la pared, e instintivamente me acerqué un poco más a él.

—¿Cómo demonios era esa maldita contraseña? Solo para el caso de que alguien te dé con un palo en la cabeza...

—«Qui nescil dissimulare nescit regnare»

—¿Nunca te cansas de saberlo todo?

Se rió y volvió a colocar la antorcha en su soporte.

—¿Qué estás haciendo?

—Es solo un momento... Es que antes... Mister George nos ha interrumpido cuando quería decirte algo importante.

—¿Es por lo que te expliqué ayer en la iglesia? Bueno, puedo entender que me tomes por loca después de eso, pero tampoco va a ayudarme un psiquiatra.

Gideon arrugó la frente.

—¿No podrías mantener la boca cerrada unos segundos, por favor? Tengo que armarme de valor para hacerte una declaración de amor. No tengo ninguna práctica con estas cosas.

—¿Cómo dices?

—Me he enamorado de ti, Gwendolyn —dijo con seriedad. Se me encogió el estómago. Pero esta vez no era de miedo, sino de alegría.

—¿De verdad?

—Sí, ¡de verdad! —A la luz de la antorcha vi que Gideon sonreía—. Ya sé que no hace ni una semana que nos conocemos, y que al principio te encontré bastante… infantil, y supongo que también me comporté como un imbécil contigo. Pero es que eres terriblemente complicada, uno nunca sabe que será lo próximo que harás y en algunas cosas eres espantosamente… ejem…torpe. A veces sencillamente me vienen ganas de sacudirte.

—Vale, la verdad es que se nota que no tienes ninguna práctica en declararte —dije.

—Pero luego vuelves a ser tan divertida e inteligente y tan indescriptiblemente dulce —continuó Gideon, como si no me hubiera oído—.

Y lo peor es que basta con que estés conmigo en la misma habitación para que enseguida tenga necesidad de tocarte y de besarte...

—Si, eso es realmente terrible —susurré, y me dio un vuelco el corazón cuando Gideon me sacó la aguja del sombrero, lanzó lejos al monstruo emplumado, me atrajo hacia sí y me besó.

Aproximadamente tres minutos después, me apoyé con la espalda contra el muro, sin aliento, e intenté mantenerme erguida.

—Eh, Gwendolyn, no tienes más que respirar normalmente, aspira y espira — dijo Gideon divertido.

Le di un empujoncito en el pecho.

—¡Para ya! Es insoportable lo creído que eres.

—Lo siento. Solo es que... es una sensación tan fantástica saber que por mí te olvidas de respirar... —Volvió a coger la antorcha del soporte—. Vamos, ven conmigo. Seguro que el conde ya está esperando.

Cuando giramos para entrar en el siguiente corredor, me acordé del sombrero, pero no tenía ningunas ganas de regresar para recogerlo.

—Es curioso, pero ahora mismo estoy pensando que volveré a disfrutar de verdad de estas aburridas veladas para elapsar al año 1953 —dijo Gideon —. Solo tú, la prima Sofá y yo… Nuestros pasos resonaban en los largos corredores, y poco a poco fui emergiendo de mi nube de algodón rosa para recordar donde estábamos.

O en qué época estábamos.

—Si yo cogiera la antorcha, tú podrías desenvainar la espada —propuse—.

Solo por precaución. De hecho, ¿en qué año exactamente recibiste el golpe en la cabeza? —Esa era una de las muchas preguntas que Leslie me había escrito en la hoja y que debía hacer cuando lo permitieran mis hormonas.

—Acabo de darme cuenta de que yo te hecho una declaración de amor, pero tú a mí no —dijo Gideon.

—¿No lo he hecho?

—En todo caso, no con palabras. Y no estoy muy seguro de que eso cuente.

¡Chisssst!

Lancé un chillido, porque una gorda rata de color marrón oscuro había cruzado directamente delante de nosotros con toda tranquilidad, como si no le inspiráramos ningún miedo. A la luz de la antorcha, sus ojos relucían con un brillo rojizo.

—¿Estamos vacunados contra la peste? —pregunté, y me agarré con más fuerza a la mano de Gideon.

✿✿✿

La habitación del primer piso que el conde de Saint Gerrnain había elegido como despacho en Temple era pequeña y, para el gran maestre de la logia de los Vigilantes, aunque rara vez visitara Londres, parecía extremadamente modesta. Había una pared totalmente cubierta por una estantería llena de libros que llegaba hasta el techo, y delante un escritorio y dos sillones tapizados con la misma tela, que también era la de las cortinas. Aparte de eso no había ningún mueble. Fuera brillaba el sol de septiembre, y la chimenea no estaba encendida; de todos modos, hacía bastante calor en el cuarto. La ventana daba a un pequeño patio interior con una fuente, que todavía existía en nuestra época. Tanto la repisa de la ventana como el escritorio se hallaban cubiertos de papeles, plumas, velas para sellar y libros, muchos de ellos amontonados en pilas inestables que amenazaban con derrumbarse y volcar los tinteros abandonados por todas partes entre el desorden de objetos. Era una habitacioncita agradable, y además no había nadie dentro; sin embargo, al entrar en ella se me erizaron los pelos de la nuca.

Un malcarado secretario con una peluca blanca a lo Mozart me había conducido hasta aquí y, tras decir: «Seguro que el conde no la hará esperar mucho rato», había cerrado la puerta a mi espalda. No me había hecho ninguna gracia separarme de Gideon, pero él, después de dejarme en manos del Vigilante malcarado, parecía de muy buen humor y, como alguien que conoce bien el lugar que pisa, había desaparecido por la puerta más próxima.

Me acerqué a la ventana y miré hacia fuera, al silencioso patío interior.

Todo se hallaba muy tranquilo, pero, aún así, no podía deshacerme de la desagradable sensación de que no estaba sola. «Tal vez —pensé—, alguien me está mirando a través de la pared, detrás de los libros. O del espejo colgado sobre la repisa de la chimenea, como en las salas de interrogatorio de la policía criminal».

Durante un rato, me quedé ahí plantada, sintiéndome incómoda; pero luego pensé que el observador oculto se daría cuenta de que me sentía observada si seguía quieta sin hacer nada, rígida como un palo, de modo que cogí el libro de encima de una pila que había. Marcellus,
De medicamentis
. Muy bien. Por lo visto, el tal Marcellus, fuera quien fuese, había descubierto algunos métodos médicos poco corrientes y los había recogido en ese librito. Encontré un bonito apartado que trataba de la curación de las enfermedades de hígado. Solo había que coger un lagarto verde, sacarle el hígado, envolver el hígado extraído en un paño rojo o en un trapo negro por naturaleza (¿« negro por naturaleza?») y colgarle el trapo o el paño al enfermo en el costado derecho. Si entonces, además, se soltaba al lagarto y se le decía: «Ecce dimitto te vivam...», y algunas otras cosas también en latín, el problema estaba solucionado. Faltaba saber si el lagarto aún podría salir corriendo después de que le hubieran sacado el hígado. Volví a cerrar el libro. Estaba claro que ese Marcellus estaba como una cabra. El último libro de la pila de al lado estaba encuadernado en cuero marrón oscuro y era muy grueso y pesado; por eso lo dejé sobre la pila para hojearlo. «De todas las especies de demonios y la forma de obtener su concurso para provecho del mago y el hombre vulgar» aparecía en la portada en letras doradas, y aunque yo no era mago ni hombre vulgar, intrigada, lo abrí al azar por el medio. La imagen de un perro feísimo me observaba desde la página, y debajo ponía que era Jestan, un demonio del Hindú Kush que traía enfermedades, muerte y guerra. Jestan me cayó antipático desde el principio, y seguí hojeando el libro. Un personaje grotesco con unas protuberancias córneas en el cráneo (parecido a los klingon de las películas de Star Trek) me miró fijamente desde la página siguiente, y mientras yo le devolvía la mirada con cara de asco, el klingon bajó los parpados, se elevó del papel como el humo de una chimenea y rápidamente fue cobrando consistencia hasta materializarse a mi lado en la forma de una figura vestida de rojo que me miró desde arriba con unos ojos como brasas.

—¿Quién osa invocar al poderoso gran Berith? —exclamó.

Naturalmente, me sentí algo intranquila, pera la experiencia me había enseñado que, si bien los espíritus podían tener un aspecto peligroso y lanzar amenazas malignas, por regla general eran incapaces de mover una hoja. Y había que confiar en que ese tal Berith fuera solo un espíritu, una representación, condenada a permanecer en las páginas de ese libro, del auténtico demonio, que esperaba que hubiera abandonado hacía tiempo este mundo.

—Nadie te ha invocado —dije cortésmente pero con cierta indolencia.

—¡Berith, Demonio de la Mentira, Gran Duque de los Infiernos! —se presentó Berith con voz resonante—. Llamado también Bolfri.

—Si, lo pone aquí —dije, y volví a mirar el libro—. Además, mejoras las voces de los cantantes.

Un don muy seductor. De todos modos, para eso había que ofrecerle además, después de la invocación —que ya de por sí parecía extremadamente complicada (debía de estar redactada en lengua babilónica)—, diversos sacrificios, de preferencia criaturas deformes aún vivas. Aunque eso no era nada en comparación con lo que había que hacer para que transformara metales en oro (otra habilidad suya). Los siquemitas, fuera quien fuese esa gente, lo habían idolatrado por ello, hasta que llegaron Jacob y sus hijos y todos los hombres de Siquem, y «entre horribles tormentos lo mataron con sus espadas». Muy bien, hasta aquí perfecto.

—¡Berith está al mando de veintiséis legiones! —exclamó Berith con su voz resonante.

Como hasta ese momento aún no me había hecho nada, hice acopio de valor.

—Encuentro rara a la gente que habla de sí misma en tercera persona — respondí, y pasé la página.

Como espiraba, Berith volvió a desaparecer en el libro como humo arrastrado por el viento. Respiré aliviada.

—Interesante lectura —dijo una voz suave detrás de mí. Giré en redondo. El conde de Saint Germain había entrado en la habitación sin que me enterara. Su figura alta y delgada resultaba tan impresionante como siempre. El conde se apoyaba en un bastón con un pomo artísticamente tallado, y sus ojos oscuros brillaban alerta.

—Sí, muy interesante —murmuré algo vacilante.

Pero enseguida me rehíce, cerré el libro de golpe y me incliné en una profunda reverencia. Cuando volví a emerger de mis faldas, el conde sonreía.

—Me alegra que hayas venido —dijo, y me cogió la mano y se la llevó a los labios. El contacto fue casi imperceptible—. Me parece necesario que profundicemos en nuestra relación, porque nuestro primer encuentro no fue... muy afortunado, ¿no es cierto?

No dije nada. En nuestro primer encuentro yo me había dedicado sobre todo a cantar mentalmente el himno nacional, el conde había hecho un par de comentarios ofensivos sobre la falta de inteligencia de las mujeres en general y en mi caso en particular, y al final me había apretado la garganta y me había amenazado de una forma nada convencional. Tenía razón: nuestro encuentro no había sido muy afortunado.

—Qué fría esta tu mano —dijo—. Ven, siéntate soy un hombre anciano y ya no puedo permanecer mucho rato de pie.

Rió, me soltó la mano y se sentó en el sillón detrás del escritorio.

Ante ese fondo de libros, parecía su propio retrato: un hombre sin edad de rasgos nobles, con ojos vivos, y una peluca blanca, envuelto en un aura de misterio y peligro a la que era imposible sustraerse. A regañadientes, me senté en el otro sillón.

—¿Te interesa la magia? —preguntó haciendo un gesto hacia las pilas de libros.

Sacudí la cabeza.

—Para ser sincera, no hasta el lunes pasado.

—Es un poco absurdo todo esto, ¿no crees? Tu madre te deja creer durante todos estos años que eres una niña perfectamente normal, y ahora, de repente, tienes que hacerte a la idea de que eres parte importante de uno de los mayores secretos de la humanidad. ¿Puedes imaginar por qué lo hizo?

—Porque me quiere.

Quise decirlo como si fuera una pregunta, pero sonó muy tajante.

El conde rió.

—¡Si, así piensan las mujeres! ¡Amor! Su sexo hace un uso realmente abusivo de este término. El amor es la repuesta. Siempre me conmueve cuando lo oigo. O me divierte, según el caso. Lo que las mujeres nunca entenderán es que los hombres, tienen una idea del amor completamente distinta a la suya.

Callé.

El conde ladeó un poco la cabeza.

—Sin esa concepción abnegada del amor, a las mujeres les resultaría mucho más difícil subordinarse al hombre en todos los terrenos.

Me esforcé en mantener una expresión neutra.

—En nuestra época, esto —¡Gracias a Dios!— ha cambiado. En nuestros tiempos hombres y mujeres tienen los mismos derechos. Nadie tiene que subordinarse a nadie.

El conde rió de nuevo, y esta vez su risa se alargó más, como si le acabara de contar un chiste realmente divertido.

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