Zapatos de caramelo (33 page)

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Authors: Joanne Harris

BOOK: Zapatos de caramelo
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¡Vaya con el perrillo que dice
Mejor amigo,
con el colgante esmaltado en rosa y la promesa de no contárselo a nadie, cruza las manos sobre el corazón y hazte la ilusión de que...!

Miré con furia el gorro rosa intenso de Suze y pensé que las pelirrojas jamás deberían usar rosa intenso.

—Algunas personas harían mejor ocupándose de sus asuntos —declaré con voz lo bastante alta como para que todos me oyesen.

Danielle sonrió presuntuosamente.

—En ese caso, es verdad —concluyó y sus colores se iluminaron como las brasas con una repentina corriente de aire.

En mi interior también se encendió algo. Me dirigí a ella con ferocidad:
Ni se te ocurra. Si alguien se atreve a pronunciar otra palabra...

—Claro que es verdad —confirmó Suze—. Basta verla, tiene casi cuatro años y todavía no habla ni sabe comer como corresponde. Mi mamá dice que es mongólica. Además, lo parece.

—No, no lo parece —precisé quedamente.

—Por supuesto que sí. Es retardada y fea, como tú.

Suze se limitó a reír. Chantal la acompañó. No tardaron en canturrear «retardada, retardada». Me percaté de que Mathilde Chagrín me contemplaba con expresión ansiosa y de repente...

¡
Bam!

No sé exactamente qué sucedió. Ocurrió muy rápido, como un gato que en un segundo deja de ronronear soñoliento y se pone a bufar y a arañar. Sé que la señalé haciendo la señal de los cuernos con los dedos, como Zozie en el salón de té. No sé muy bien qué me proponía, pero el signo voló de mi mano como si hubiese lanzado algo, un guijarro o un disco candente.

Sea como fuere, surtió efecto en el acto; oí que Suzanne gritaba. De pronto aferró su gorro de color rosa intenso y se lo arrancó.

—¡Ay, ay, ay!

—¿Qué te pasa? —preguntó Chantal.

—¡Me pica! —se lamentó Suze. Se rascó enérgicamente la cabeza y vi trozos de piel irritada bajo lo que le quedaba de su melena—. ¡Por Dios, cómo pica!

Repentinamente me sentí mal, débil y mareada, igual que la otra noche con Zozie. Lo peor es que no me arrepentí, sino que experimenté una especie de estremecimiento, lo mismo que notas cuando ocurre algo malo y tienes la culpa, pero nadie lo sabe.

—¿Qué te pasa? —repitió Chantal.

—¡No lo sé! —replicó Suzanne.

Danielle puso la misma cara de falsa preocupación que adoptó antes de preguntarme si Rosette era retrasada y Sandrine emitió ligeros chillidos, no sé si de solidaridad o de regodeo.

En ese momento Chantal empezó a rascarse la cabeza.

—Chantal, ¿tienes piojos? —preguntó Claude Meunier.

El final de la cola se partió de risa.

Danielle también comenzó a rascarse.

Fue como si de pronto cayese sobre las cuatro una nube de polvos de picapica o algo peor. Chantal se mosqueó y enseguida se alarmó. Suzanne estaba al borde de la histeria y durante un momento me sentí tan satisfecha...

Súbitamente recordé algo de los tiempos en los que era muy pequeña: un día en el mar, yo chapoteaba en traje de baño mientras mamá se tumbaba en la playa y leía. Un niño me tiró agua de mar en la cara y me picaron los ojos. Cuando pasó a mi lado le arrojé una piedra pequeña, nada más que un guijarro, convencida de que erraría.

Solo fue un accidente...

El crío lloró y se cogió la cabeza con las manos. Mamá corrió hacia mí con expresión de consternación. Esa enfermiza sensación de sobresalto...
fue un accidente...

Imágenes de fragmentos de cristal, una rodilla herida, un perro callejero que aúlla bajo un autobús.

Nanou, esos s
í
que son accidentes.

Retrocedí lentamente. No supe si reír o llorar. Fue gracioso..., gracioso en el sentido en el que puede serlo algo horrible. Además, me hizo sentir bien de un modo retorcido...

—¿Qué demonios es esto? —chilló Chantal.

Pensé que, fuera lo que fuese, resultó potente. Ni siquiera los polvos de picapica podían ejercer un efecto tan espectacular. No vi qué ocurría exactamente. Se interpusieron demasiadas personas, la cola se convirtió en un especie de multitud y todos quisieron ver qué pasaba.

Ni siquiera lo intenté porque ya lo sabía.

De sopetón sentí la necesidad de ver a Zozie. Pensé que sabría lo que había que hacer y que no me sometería a un interrogatorio severo. No quise esperar el autobús, por lo que cogí el metro y corrí a casa desde la place de Clichy. Llegué sin aliento. Mamá estaba en el obrador, preparando la merienda de Rosette, y juraría que Zozie lo supo antes de que yo pronunciase una palabra...

—Nanou, ¿qué pasa?

La miré. Iba de tejano y se había puesto los zapatos de caramelo, por lo que estaba más roja, alta y brillante que nunca gracias a los chispeantes tacones de aguja. Al verlos me sentí mejor, dejé escapar un enorme suspiro de alivio y me desplomé en uno de los butacones de leopardo rosa.

—¿Quieres chocolate?

—No, gracias.

Me sirvió una Coca-Cola.

—¿Es tan grave? —insistió al ver que me la bebía de un trago y a tal velocidad que las burbujas escaparon por mi nariz—. Ten, bebe otra y cuéntame lo que pasa.

Se lo expliqué en tono lo bastante bajo como para que mamá no lo oyese. Tuve que callar dos veces, la primera cuando Nico entró con Alice y la segunda cuando Laurent se presentó a tomar café y estuvo cerca de media hora quejándose de todo lo que había que hacer en Le P'tit Pinson, de lo imposible que era contratar un fontanero en esta época del año, del problema de los inmigrantes y de todas las cosas por las que Laurent suele refunfuñar.

Cuando se marchó era hora de cerrar y mamá preparaba la cena. Zozie apagó las luces de la chocolatería para que yo viese la casa de Adviento. El flautista de Hamelín fue sustituido por un coro de ángeles de chocolate que cantaban en medio de la nieve de azúcar. Me pareció hermosa, aunque sigue siendo un misterio: las puertas cerradas, las cortinas echadas y una única bombilla de color que brilla en una habitación del desván.

—¿Puedo ver el interior? —pregunté.

—Tal vez mañana —repuso Zozie—. ¿Por qué no subes a mi habitación y concluimos la charla?

La seguí lentamente escaleras arriba. En cada escalón estrecho, los zapatos de caramelo hicieron clac, clac, clac gracias a los fabulosos tacones, como quien llama a una puerta y pide y suplica que lo dejen entrar.

8

Jueves, 6 de diciembre

Por tercer día consecutivo, esta mañana la niebla pende de Montmartre como una vela. Prevén nevadas dentro de uno o dos días, pero hoy el silencio resulta sobrecogedor, ya que la bruma absorbe los habituales sonidos de los coches y las pisadas de los peatones en los adoquines. Es como si hubiéramos retrocedido un siglo y los fantasmas de levita asomasen en medio de la niebla...

También podría ser la mañana de mi último día en la escuela, el día de mi emancipación de Saint Michael’s-on-the-Green, el día en el que comprendí por primera vez que la vida, mejor dicho, que las vidas no son más que cartas al viento, cartas que se recogen, se coleccionan, se queman o se descartan siempre que se presenta la oportunidad.

Anouk, no tardarás en descubrirlo. Te conozco mejor que tú misma; tras la fachada de niña buena acecha un complejo potencial de ira y odio, como también lo había en la chica que era el bicho raro, la que yo fui hace tantos años.

Todo requiere un catalizador. En ocasiones se trata de algo de poca entidad, una tontería, un chasquido de los dedos. Algunas piñatas son más resistentes que otras. Cada persona tiene su punto de presión y, una vez abierta la caja, cerrarla resulta imposible.

En mi caso fue un muchacho. Se llamaba Scott McKenzie.

Tenía diecisiete años y era rubio, deportista y sin tacha. Era novato en Saint Michael's-on-the-Green; de lo contrario, desde el principio habría sabido lo que le convenía y evitado a la chica que era el bicho raro a cambio de una candidata más digna de su afecto.

Pero me eligió a mí, al menos durante una temporada, y así empezó todo. No se trata del principio más original y, como suele suceder, acabó en llamas. Yo tenía dieciséis años y, con ayuda de mi sistema, había sacado el máximo partido de mí misma. Tal vez era un poco tímida, consecuencia de tantos años de ser la rara. Incluso entonces tenía potencial. Era ambiciosa, resentida y afablemente socarrona. Mis métodos eran prácticos más que ocultistas. Poseía un conocimiento básico de venenos y plantas; sabía causar terribles dolores de estómago a los que provocaban mi desagrado y enseguida aprendí que una pizca de polvos de picapica en los calcetines de un compañero o un chorrito de aceite de guindilla en el rímel produce efectos más instantáneos y dramáticos que los conjuros.

En lo que a Scott se refiere, atraparlo fue fácil. Los adolescentes, incluidos los más inteligentes, tienen un tercio de cerebro y dos tercios de testosterona; gracias a mi receta, una mezcla de halagos, glamur, sexo, pulque y pequeñísimas dosis de una seta en polvo a la que solo tenían acceso un puñado de clientes escogidos de mi madre, rápidamente lo convertí en mi esclavo.

No os confundáis. Nunca quise a Scott. Estuve a punto..., pero no. Claro que Anouk no tiene por qué enterarse, como tampoco necesita saber los detalles más sórdidos de lo que sucedió en Saint Michael's-on-the-Green. Le di la versión depurada, la hice reír, describí a Scott McKenzie como un muchacho que habría hecho sombra al David de Miguel Ángel y por último le conté el resto con un lenguaje que comprende: las pintadas, los cotilleos, la ojeriza y las putadas.

Putaditas..., al menos al principio: ropa robada, libros rotos, el armario saqueado, murmuraciones. Ya estaba acostumbrada a esas cosas. Se trataba de molestias menores que no estaba dispuesta a vengar. Además, estaba casi enamorada y existe un vicioso placer en la certeza de que, por primera vez, las demás me envidiaban, me miraban y se preguntaban qué diablos había encontrado de admirable un tío como Scott McKenzie en una chica que era el bicho raro.

Desgrané un relato precioso para Anouk. Mencioné una lista de pequeñas venganzas: lo bastante traviesas como para asemejarnos, pero inofensivas a fin de no herir sus tiernos sentimientos. Como suele ocurrir, la verdad es menos atractiva.

—Se lo buscaron —dije a Anouk—. Solo les diste su merecido, no fue culpa tuya.

La niña continuó pálida.

—Si mamá se entera...

—No digas ni mu. Además, no pasa nada, no has hecho daño a nadie. —Me puse pensativa y añadí—: Claro que si no aprendes a utilizar tus dotes, es posible que un día, por accidente...

—Mamá dice que se trata de un juego, que no es real, que simplemente mi imaginación me juega malas pasadas.

La miré.

—¿Crees que lo que acabas de decir es cierto? —Masculló algo sin mirarme a los ojos y clavó la mirada en mis zapatos—. Nanou...

—Mamá no miente.

—Todos mienten.

—¿Tú también?

Sonreí.

—Nanou, yo no soy todos. —Acomodé el pie en ángulo y el tacón rojo enjoyado despidió luz. Imaginé el reflejo en sus ojos, un minúsculo destello rubí y dorado—. Nanou, no te preocupes. Sé lo que sientes. Simplemente necesitas un sistema.

—¿Un sistema? —inquirió.

Entonces me lo contó, al principio con actitud vacilante y enseguida con una impaciencia creciente que me conmovió.

Me di cuenta de que en el pasado habían tenido un sistema propio: un variopinto conjunto de relatos, trucos y encantos; bolsitas medicinales para espantar los espíritus y cantos para aplacar el viento invernal y evitar que las hiciese volar por los aires.

—¿Por qué os volaría el viento?

Anouk se encogió de hombros.

—Sencillamente ocurre.

—¿Qué cantabais?

Entonó para mí una vieja canción, creo que de amor, melancólica y un tanto triste. Vianne todavía la canta; a veces la oigo cuando habla con Rosette o cuando se ocupa de templar el chocolate en el obrador:

V'l
à
l'bon vent, v'l
à
l'joli vent

V'l
à
l'bon vent, ma mie m'appelle...

—Comprendo —añadí—. Ahora tienes miedo de despertar al viento.

Nanou asintió lentamente.

—Ya lo sé, es una tontería.

—No, no lo es. Durante siglos la gente ha creído que es así. En el folclore inglés, las brujas despiertan el viento cuando peinan sus cabellos. Los aborígenes creen que durante seis meses el buen viento Bara es apresado por el mal viento Mamariga y cada año cantan para liberarlo. En cuanto a los aztecas... —Sonreí—. Conocían perfectamente el poder del viento, cuyo aliento mueve el sol y ahuyenta la lluvia. Respondía al nombre de Ehecatl y lo veneraron con chocolate.

—Dime..., ¿no es cierto que también hicieron sacrificios humanos?

—¿Acaso no los hacemos todos, a nuestra manera?

Sacrificios humanos..., ¡vaya frase cargada de sentido! ¿No es exactamente lo que Vianne Rocher ha hecho, no ha sacrificado a sus hijas en el altar de los gordos dioses de la satisfacción?

El deseo requiere sacrificios... Los aztecas lo sabían y los mayas también. Conocieron la codicia terrible de las divinidades, su sed insaciable de sangre y muerte. Cabría añadir que comprendieron el mundo mucho más que los que adoran en el Sacré-Coeur, el gran globo aerostático blanco de lo alto de la colina. Basta con rascar el glaseado del pastel para ver que debajo hay el mismo centro oscuro y amargo.

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