Zapatos de caramelo (50 page)

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Authors: Joanne Harris

BOOK: Zapatos de caramelo
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—Veamos, ¿por qué no me dijiste que es el padre de Rosette?

Mamá quedó petrificada.

—¿Quién te lo ha dicho?

—Nadie.

—¿Fue Zozie? —Negué con la cabeza—. ¿Quién te lo ha contado?

—Lo deduje.

Mamá dejó la cuchara a un lado del cuenco y se sentó lentamente. Permaneció tanto rato en silencio que por el olor me di cuenta de que las figuras empezaban a quemarse en el horno. Rosette seguía jugando con los cortapastas y los apilaba. Son de plástico y en total hay seis, cada uno de un color: un gato morado, una estrella amarilla, un corazón rojo, una luna azul, un mono naranja y un diamante verde. De pequeña yo también jugaba con ellos, preparaba galletas de chocolate y figuras de pan de jengibre y las decoraba con azúcar blanco y amarillo, que espolvoreaba con ayuda de una manga.

—Mamá, ¿te pasa algo?

Permaneció en silencio unos segundos más, me miró con esos ojos oscuros como la eternidad y finalmente inquirió:

—¿Se lo has dicho?

No respondí..., ni falta que hacía. Lo vio en mis colores tal como yo en los suyos. Quería decirle que se tranquilizase, que no era necesario que me mintiera, que ahora yo estaba al tanto de todo y podía ayudarla.

—Veamos, ahora al menos sabemos por qué se ha ido.

—¿Supones que se ha ido? —pregunté, y mamá se limitó a encogerse de hombros—. ¡No es posible que se haya ido por eso!

Mamá esbozó una sonrisa cansina y levantó el muñeco de pinza, que resplandeció con la señal del Viento del Cambio.

—Mamá, solo es un muñeco.

—Nanou, di por hecho que confiabas en mí.

En ese momento vi sus colores: grises tristes y amarillos ansiosos, como los viejos periódicos que alguien amontona antes de tirarlos. También vi en qué pensaba mamá; mejor dicho, detecté ráfagas, como si hojeara un álbum de pensamientos: una foto mía a los seis años, sentada a su lado en una encimera de cromo, ambas sonriendo como locas y con un vaso alto de chocolate caliente y cremoso y dos cucharillas en el medio; un libro de cuentos ilustrados sobre una silla; un dibujo mío con dos personas de líneas inciertas que podríamos ser mamá y yo, ambas sonrientes de oreja a oreja, de pie bajo un árbol de caramelo rojo; yo pescando desde el barco de Roux; yo en el presente corriendo con Pantoufle, corriendo hacia algo que jamás alcanzaré...

Y algo, acaso una sombra, sobre nosotras.

Me aterrorizó verla tan asustada. Quise confiar en ella, decirle que no se preocupase, que en realidad nada se había perdido porque Zozie y yo lo recuperaríamos...

—¿Qué recuperaréis?

—Mamá, no te preocupes. Sé lo que hago. Esta vez no se producirá un Accidente.

Aunque sus colores llamearon, mantuvo la expresión serena. Me sonrió y se dirigió a mí lenta y pacientemente, como si hablase con Rosette:

—Nanou, presta atención. Esto es muy importante. Tengo que saberlo todo.

Tuve mis dudas. Había prometido a Zozie que...

—Anouk, confía en mí, tengo que saberlo —insistió.

Intenté explicarle el sistema de Zozie, los colores, los nombres, los símbolos mexicanos, el Viento del Cambio, las lecciones en el cuarto de Zozie; la forma en la que yo había ayudado a Mathilde y a Claude y el modo en el que habíamos logrado que por fin la chocolatería saliese adelante; lo de Roux, los muñecos de pinza y lo que Zozie había dicho acerca de que los Accidentes no existen, que solo hay gente corriente y gente como nosotras.

—Dijiste que no era magia de verdad —añadí—, pero Zozie aseguró que debemos utilizar lo que tenemos. No podemos fingir que somos como las demás. Ya no tendremos que escondernos...

—A veces esconderse es la única salida.

—No, a veces puedes luchar.

—¿Luchar? —preguntó mamá.

Le conté lo que había hecho en el liceo y lo que Zozie dijo sobre volar con el viento, aprovecharlo y no tener miedo. Finalmente le hablé de Rosette y de mí, de que habíamos invocado el Viento del Cambio a fin de recuperar a Roux y volver a ser una familia.

Al oír ese comentario mamá pegó un respingo, como si se hubiese quemado.

—¿Y Thierry? —preguntó.

Bueno, había que prescindir de Thierry. Seguramente mamá lo sabía.

—¿Ha pasado algo malo? —quise saber.

Me inquieté.
Tal vez hice que ocurriera algo malo,
pensé. Si Roux falsificó el famoso cheque, tal vez ese fue el Accidente. Quizá tiene que ver con lo que afirma mamá: todo tiene su precio y hasta la magia ha de poseer una reacción igual y opuesta, como explica monsieur Gestin en las clases de física...

Mamá se acercó a la cocina.

—Haré chocolate caliente. ¿Quieres?

Negué con la cabeza.

Preparó el chocolate: lo ralló sobre la leche caliente e incorporó nuez moscada, vainilla y una vaina de cardamomo. Era muy tarde, casi las once, y Rosette prácticamente se había quedado dormida en el suelo.

Pensé fugazmente que todo estaba resuelto y me alegré de haber aclarado las cosas con mamá porque detesto tener que ocultarle información. Pensé que ahora que sabía la verdad dejaría de tener miedo, podría volver a ser Vianne Rocher y solucionaría la situación para que todo saliese rodado...

Mamá se volvió y supe que me había equivocado.

—Nanou, por favor, acuesta a Rosette. Mañana nos ocuparemos de este asunto.

La miré y pregunté:

—¿No estás enfadada?

Negó con la cabeza, pero me di cuenta de que lo estaba. Había palidecido, estaba muy quieta y vi sus colores: una mezcla de rojos, naranjas coléricos y aterrados zigzags en gris y negro.

—Zozie no tiene la culpa —añadí. Su expresión me demostró que no estaba de acuerdo—. No se lo dirás, ¿eh?

—Nou, vete a la cama.

Me acosté y permanecí despierta largo rato, atenta al viento y a la lluvia en los aleros; contemplé las nubes, las estrellas y las luces navideñas blancas mezcladas al otro lado del cristal empapado, por lo que, al cabo de un rato, fue imposible distinguir las estrellas verdaderas de las falsas.

5

Viernes, 21 de diciembre

Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que practiqué la adivinación. Valga con una vislumbre accidental o una chispa, como la descarga de electricidad estática al estrechar la mano de un desconocido, pero no hago nada deliberado. Solo veo sus preferidos, eso es todo. Sean cuales sean sus secretos, no quiero conocerlos.

Por otro lado, esta noche debo volver a intentarlo. Aunque incompleto, el relato de Anouk ha bastado para que me diese cuenta de que es necesario. Logré mantener la calma y la apariencia de que controlaba la situación hasta que se acostó, pero ahora oigo el viento de diciembre y las Benévolas están en la puerta...

La baraja del tarot no me sirve. Por mucho que la mezcle, muestra lo mismo, las mismas cartas en otro orden.

El Loco, los Enamorados, el Mago, la Rueda de la Fortuna.

La Muerte, el Colgado, la Torre.

Por eso en esta ocasión utilizo chocolate, técnica que hace años que no aplico. Necesito mantener las manos ocupadas y preparar trufas es tan sencillo que puedo hacerlas a ciegas, por el tacto, calculando la temperatura simplemente por el olor y el sonido del chocolate cobertura fundido.

A su manera es una especie de magia. Mi madre lo despreciaba por considerarlo trivial y una pérdida de tiempo, pero se trata de mi propia magia y mis instrumentos siempre me han dado mejores resultados que los suyos. Está claro que cualquier magia tiene consecuencias, pero me parece que hemos llegado demasiado lejos como para preocuparnos por esto. Me equivoqué al tratar de mentirle a Anouk... y mucho más al intentar engañarme a mí misma.

Trabajo muy despacio y con los ojos entrecerrados. Percibo el olor a cobre caliente; el agua bulle y transmite el aroma del paso del tiempo y del metal. Estos cazos me acompañan desde hace muchos años y conozco sus contornos, las abolladuras que han ganado con el curso de los años y los lugares donde muestran las huellas bruñidas de mis manos en comparación con la pátina más oscura.

Tengo la impresión de que a mi alrededor todo se vuelve más definido. Mi mente está libre, el viento arrecia y, afuera, a la luna del solsticio le faltan pocos días para llegar a llena y monta las nubes cual una boya en plena tormenta.

El agua burbujea, pero no debe hervir. Rallo el bloque de chocolate cobertura en el pequeño cuenco de cerámica. El olor asciende casi de inmediato: el aroma oscuro y arcilloso del chocolate amargo. A esta concentración tarda en fundirse; es un chocolate muy bajo en grasas y, con el propósito de que adquiera consistencia de trufa, a la mezcla tendré que añadir mantequilla y nata. Ahora huele a historia, a las montañas y los bosques de Latinoamericana madera talada, a savia derramada y a humo de la fogata del campamento. Huele a incienso y a pachulí, al oro negro de los mayas y al oro rojo de los aztecas; a piedra, a polvo y a una muchacha con flores en el pelo y un vaso de pulque en la mano.

Es embriagador; al fundirse el chocolate adquiere lustre; del cazo de cobre sube vapor y el aroma se densifica y florece con canela, pimienta de Jamaica y nuez moscada; oscuros matices de anís y café expreso y notas más sutiles de vainilla y jengibre. Está prácticamente fundido. Del cazo se eleva un delicado vapor. Estamos ante el verdadero
Teobroma:
el elixir de los dioses en forma volátil, en cuyo vapor casi veo...

Una niña baila con la luna y un conejo le pisa los talones. Tras ella se encuentra una mujer con la cabeza en sombras, por lo que durante unos segundos parece mirar en tres direcciones...

El vapor se ha vuelto demasiado espeso. El chocolate no debe superar los cuarenta y seis grados. Si se calienta demasiado, se quema y forma vetas. Si está demasiado frío, se blanquea y queda opaco. Después de tantos años no necesito el termómetro para el azúcar; por el aroma y el nivel de vapor sé que nos aproximamos al punto de peligro. Retiro del fuego el cazo de cobre y remojo el cuenco de cerámica con agua fría hasta que la temperatura desciende.

Al enfriarse despide un aroma floral, como de antiguos polvos para la cara a la violeta y a la lavanda. Huele como mi abuela, en el caso de que la tuviera; a trajes de novia cuidadosamente guardados en el desván y a ramos de flores colocados bajo cristal. Ahora prácticamente veo el cristal, una campana redonda bajo la cual se encuentra una muñeca, una muñeca de pelo negro y abrigo rojo rebordeado de piel que, por extraño que parezca, me recuerda a alguien que conozco...

Una mujer de rostro cansado contempla con ansia la muñeca de pelo negro. Me parece que alguna vez la he visto. Tras ella se encuentra otra fémina, con la cabeza casi oculta por el cristal curvo. Tengo la sensación de que la conozco, pero su rostro queda distorsionado por la campana de cristal, de modo que podría ser cualquiera...

Vuelvo a colocar el cuenco de cerámica sobre el agua que burbujea. Ahora debe llegar a los treinta y un grados. Es mi última oportunidad de dar sentido a lo que hago y me tiemblan las manos cuando contemplo el chocolate cobertura fundido. Huele a mis hijas: a Rosette con el pastel de cumpleaños y a Anouk, que a los seis años está sentada en la chocolatería, habla, ríe y organiza..., ¿qué organiza?

Una celebraci
ó
n, el
Grand Festival du Chocolat,
con huevos de Pascua, gallinas de chocolate y el Papa en chocolate blanco...

Es un recuerdo maravilloso. Aquel año le plantamos cara al Hombre Negro y ganamos..., cabalgamos con el viento, al menos durante una temporada...

No es momento para la nostalgia. Aparto el vapor de la superficie oscura y vuelvo a intentarlo.

Ahora nos encontramos en Le Rocher de Montmartre. La mesa está puesta y nuestros amigos se encuentran presentes. Se trata de otra clase de celebración. Veo a Roux a la mesa; sonríe y ríe con una corona de acebo sobre el cabello rojo, ha cogido a Rosette en brazos, bebe una copa de champán...

Por supuesto no es más que una expresión de deseos. A menudo solo vemos lo que queremos. Durante unos instantes quedo conmovida casi hasta las lágrimas...

Vuelvo a pasar la mano de un lado a otro del vapor.

La celebración ha cambiado. Suenan petardos y bandas que desfilan y todos van vestidos de esqueletos; es el Día de los Muertos, los niños bailan por las calles con farolillos de papel en los que han pintado rostros demoníacos, hay calaveras de azúcar sujetas a palotes y la Santa Muerte desfila con sus tres caras mirando en todas direcciones...

¿Qué tiene que ver conmigo? Aunque mi madre soñaba con ir, nunca llegamos a Latinoamérica, ni siquiera a Florida...

Extiendo la mano para dispersar el vapor y entonces la veo: una cría de ocho o nueve años, con el pelo pajizo, camina de la mano de su madre entre el gentío. Percibo que son distintas a los demás, hay algo en su piel y en sus cabellos, y lo miran todo con asombro casi olvidado: los bailarines, los diablos, las piñatas pintadas que cuelgan de palos largos y puntiagudos, de cuyas colas salen petardos...

Paso nuevamente la mano por encima de la superficie del chocolate. Ascienden zarcillos de vapor y huelo a pólvora; es un aroma peligroso, cargado de humo, fuego y turbulencias...

Veo otra vez a la cría, que juega con un grupo de niños en un callejón, frente a la fachada de una tienda a oscuras. De la puerta pende una piñata: un fabuloso tigre de rayas rojas, amarillas y negras. Los niños gritan que hay que golpearla y le dan con palos y piedras, pero la niña se contiene. Cree que dentro de la tienda hay algo, algo..., algo más atractivo.

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