Zapatos de caramelo (54 page)

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Authors: Joanne Harris

BOOK: Zapatos de caramelo
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Domingo, 23 de diciembre

¡Qué interpretación! Ya lo decía yo, en otra vida habría ganado una fortuna en la industria cinematográfica. Sin lugar a dudas, convencí a Anouk y las semillas de la duda se desarrollan paulatinamente, lo que en Nochebuena me será de gran utilidad.

No creo que comente con Vianne nuestra charla. Mi pequeña Nanou es reservada y no comparte fácilmente lo que piensa. Por añadidura, su madre le ha fallado, le ha mentido en varias cuestiones y, por si eso fuera poco, ahora desaloja a su amiga...

También es capaz de disimular si la ocasión lo requiere. Hoy estaba algo retraída y dudo mucho de que Vianne se haya dado cuenta. Está demasiado ocupada planificando la celebración de mañana como para preguntarse a qué responde la repentina falta de entusiasmo de su hija o dónde se ha metido mientras ella preparaba los pasteles y el vino especiado.

Yo también tengo planes que cumplir, pero los míos no son culinarios. La magia de Vianne, ya que eso es, resulta demasiado hogareña para mi gusto. Vianne, no creas que no veo lo que haces. El lugar está plagado de seducciones insignificantes: delicias perfumadas a la rosa, milagros y macarrones. Por no hablar de la propia Vianne, con el vestido rojo y una flor de seda carmesí en el pelo.

Vianne, ¿a quién crees que engañas? ¿Para qué te tomas tantas molestias si yo lo hago mucho mejor?

Pasé fuera casi todo el día. Tenía que ver a varias personas y hacer algunos recados. Me desprendí de cuanto quedaba de mis identidades, incluidas Mercedes Desmoines, Emma Windsor y Noëlle Marcellin. Debo reconocer que me causó remordimientos. Todo hay que decirlo y un exceso de lastre te frena; además, ya no las necesito.

Luego llegó la hora de la visita a madame de Le Stendhal, que progresa como yo quiero; a Thierry le Tresset, que ha vigilado la chocolatería de cerca con la vana esperanza de pillar a Roux, y al propio Roux, que ha dejado su guarida frente al cementerio para mudarse al cementerio propiamente dicho, donde tiene como hogar un pequeño panteón familiar.

Me parece que está bastante cómodo. Esos sepulcros se construyeron en una época en la que los difuntos acaudalados reposaban en medio de un lujo inimaginable por los vivos pobres. Con la ayuda de dosis habituales de desinformación, solidaridad, rumores y halagos, para no hablar de dinero contante y sonante y de una variedad constante de mis especialidades, si no he conseguido su confianza y su afecto, al menos he garantizado su presencia en Nochebuena.

Lo encontré en el fondo del cementerio, cerca del muro que lo separa de la rue Jean Le Maistre. Es la zona más alejada de la casa del guarda y allí las tumbas rotas y abandonadas reposan en medio del compost y los cubos de basura; también es el lugar donde los marginados se reúnen alrededor del fuego encendido en un bidón metálico.

Hoy había media docena, arropados con abrigos demasiado grandes y botas tan arañadas y agrietadas como sus manos. Casi todos eran viejos, ya que los muchachos se dedican a ganar dinero en Pigalle, donde siempre hay demanda de jóvenes; uno de los presentes tenía una tos cavernosa que impresionaba.

Me miraron sin interés mientras caminé entre las tumbas abandonadas hacia el corrillo. Roux me recibió con su falta de entusiasmo habitual.

—Tú otra vez.

—Estoy contenta de que te alegres de verme. —Le entregué una bolsa con alimentos: café, azúcar, queso, salchichas del carnicero que hay a la vuelta de la esquina y crepes de alforfón para acompañarlas—. Espero que esta vez no compartas los alimentos con los gatos.

—Gracias. —Finalmente se dignó sonreír—. ¿Cómo está Vianne?

—Está bien y te echa de menos. —Se trata de un modesto halago que nunca falla.

—¿Y el señor importante?

—Acabará pasando por el aro.

Me las ingenié para convencer a Roux de que Thierry había llamado a la policía como estratagema para recuperar a Vianne. No he ahondado en los detalles de la acusación, aunque le he hecho creer que había retirado la denuncia por falta de pruebas. Le he explicado que, ahora, el único peligro consiste en que, en un ataque de resentimiento, Thierry eche a Vianne de la vivienda de la chocolatería si muestra demasiado rápido su lealtad hacia Roux, por lo que debe tener un poco más de paciencia, esperar a que las aguas vuelvan a su cauce y confiar en que yo consiga que Thierry se atenga a razones.

Entretanto, finjo que creo en la existencia de su barco que, según dice, está amarrado en el port de l'Arsenal. Por muy ficticia que sea, su existencia lo convierte en propietario, en un hombre orgulloso que, lejos de aceptar mi caridad bajo la forma de bolsas de alimentos y monedas, en realidad nos hace un favor a todos al quedarse y vigilar a Vianne.

—¿Hoy has ido a ver la embarcación?

Roux negó con la cabeza.

—Tal vez más tarde.

Se trata de otra trola que simulo creer. Se supone que va cada día al port de l'Arsenal a echar un vistazo a su barco. Está claro que sé que no es verdad, pero prefiero ver cómo se retuerce.

—Es un consuelo saber que Vianne y las niñas podrán pasar una temporada en tu barco en el caso de que Thierry no atienda a razones. Allí estarán hasta encontrar alojamiento, algo que en esta época del año es bastante difícil...

Roux me miró y echó chispas por los ojos.

—No es eso lo que quiero.

Le dediqué mi mejor sonrisa.

—Por supuesto, pero reconforta saber que la opción existe. Roux, ¿tienes todo listo para mañana? ¿Quieres que te lave la ropa?

Volvió a negar con la cabeza y me pregunté cómo se las había apañado hasta ahora. A la vuelta de la esquina hay una lavandería y duchas públicas cerca de la rue Ganeron. Probablemente es allí adonde va, pensé. Debe pensar que soy tonta.

De todos modos, lo necesito..., aunque no por mucho más. A partir de mañana perderá importancia. Después puede tomar el camino de la perdición como más le plazca.

—Zozie, ¿por qué lo haces?

No es la primera vez que plantea esa pregunta, con un recelo creciente que no hace más que aumentar cada vez que intento seducirlo. Diría que algunos hombres son así, insensibles a mis encantos. De todos modos, ofende. Es tanto lo que me debe y de sus labios ni siquiera ha brotado una palabra de agradecimiento.

—Roux, ya sabes por qué lo hago —repuse, y permití que un toque de aspereza se colara en mi tono—. Lo hago por Vianne y por las niñas. Por Rosette, que se merece un padre. Por Vianne, que no se ha sobrepuesto a vuestra ruptura. Debo reconocer que también lo hago por mí porque, si Vianne se va, yo tendré que hacer lo mismo, pero la chocolatería me gusta, no veo por qué tendría que largarme...

Ese último comentario lo convenció. No podía ser de otra manera. Alguien receloso como Roux desconfía de todo lo que suene a altruismo. Más le vale. Roux solo actúa por egoísmo y está aquí porque cree que puede obtener beneficios, tal vez participación en el lucrativo negocio de Vianne ahora que sabe que Rosette es su hija...

A las tres regresé a la chocolatería y ya había empezado a oscurecer. Vianne atendía a un cliente y cuando entré me miró de arriba abajo, aunque su saludo fue bastante cortés.

Sé qué piensa: ¡gente como Zozie! Si ahora diese a conocer su hostilidad solo se haría daño a sí misma. Ya se ha planteado si mis amenazas de la otra noche se proponían arrastrarla a un ataque irreflexivo o a mostrar prematuramente sus colores y, de esa forma, perder terreno seguro.

La batalla comienza ma
ñ
ana,
piensa Vianne. Canapés y frivolidades tan dulces como para tentar a los santos, esas serán sus armas. Es muy ingenua si imagina que responderé de la misma manera. La magia hogareña es un tostón. Preguntad a los niños y comprobaréis que prefieren los malos a los héroes de los libros, las brujas perversas y los lobos famélicos a los príncipes y las princesas edulcorados.

Me juego la cabeza a que Anouk no es una excepción. Ya lo veremos. Adelante, Vianne, ocúpate de tus cacharros y comprueba lo que se consigue con magia hogareña mientras yo elaboro mi propia receta. Según la tradición popular, se llega al corazón a través del estómago.

Personalmente prefiero un ataque más directo.

OCTAVA PARTE
Yule
1

Lunes, 24 de diciembre.

Nochebuena, once y media de la ma
ñ
ana

Por fin nieva. Ha nevado todo el día. Del cielo invernal caen copos de nieve grandes y gordos, como los de los cuentos de hadas.
La nieve lo cambia todo,
dice Zozie; la magia comienza a funcionar y, a medida que nieva, cambia las tiendas y las casas, convirtiendo los parquímetros en centinelas blancos. La nieve se ve gris en contraste con el cielo luminoso y, poco a poco, París desaparece: cada acumulación de hollín, cada botella abandonada, bolsa de chips, caca de perro y envoltura de caramelo es reclamada y se renueva bajo la nieve.

Está claro que no es cierto. De todas maneras, lo parece, como si esta noche las cosas pudiesen cambiar realmente y todo se enderezara en lugar de quedar tapado, lo mismo que la cobertura de un pastel barato.

Hoy abrimos la última puerta de la casa de Adviento. Al otro lado se despliega la escena del nacimiento: la madre, el padre y el niño en el pesebre..., bueno, ya no es precisamente un niño, sino una cría sentada, sonriente y con un mono amarillo al lado. A Rosette le encanta (a mí también), pero me compadezco de mi muñeco de pinza, que no está en la habitación, mientras los tres celebran en solitario.

Reconozco que es una tontería y que no debería sentirme mal. Tú eliges a tu familia, suele decir mamá, y da igual que Roux no sea mi verdadero padre y que Rosette solo sea mi hermanastra o tal vez ni siquiera eso...

Hoy me he ocupado de mi disfraz. Me vestiré de Caperucita Roja, ya que lo único que necesito es una capa roja... con capucha, por supuesto. Zozie me ayudó a prepararlo con un retal de una tienda benéfica y la vieja máquina de coser de madame Poussin. Está bastante bien a pesar de que lo hemos cosido en casa; también tengo una cesta adornada con cintas rojas. Rosette se disfrazará de simio con el peto marrón, al que hemos añadido una cola.

—Zozie, ¿de qué te disfrazarás? —pregunté por enésima vez.

Zozie sonrió.

—Ya lo verás. De lo contrario, fastidiarás la sorpresa.

2

Lunes, 24 de diciembre.

Nochebuena, tres de la tarde

La calma antes de la tormenta, en este caso, antes del Huracán. Es lo que siento ahora. Rosette está arriba, durmiendo la siesta, y en la calle la nieve lo cubre todo con su soterrada voracidad. Nieva implacablemente y los sonidos se amortiguan, los olores quedan anulados, el cielo pierde luminosidad...

La nieve comienza a cuajar en la colina. Está claro que no hay coches que frenen su avance. Los transeúntes aferran sus sombreros y bufandas para protegerse de la copiosa nevada y las campanas de Saint-Pierre-de-Montmartre suenan asordinadas y muy lejanas, como si estuviesen bajo el influjo de un maleficio.

Prácticamente no he visto a Zozie en todo el día. Inmersa en los planes para la fiesta de esta noche, entre el obrador, los disfraces y los clientes apenas he tenido tiempo de medir a mi adversaria, que continúa en su cuarto y no revela el menor detalle. Me pregunto cuándo llevará a cabo su jugada.

La voz de mi madre, la narradora, dice que será esta noche durante la cena, como en el relato de la hija de la viuda. Estoy desconcertada porque, hasta ahora, no la he visto hacer preparativos ni cocinar. ¿Es posible que me haya equivocado? ¿Zozie intenta engañarme y obligarme a mostrar un juego que, como bien sabe, afectará mi reputación? ¿Cabe la posibilidad de que haya decidido no hacer nada mientras yo, confiada, hago caer sobre mi cabeza a las Benévolas?

Desde el viernes por la noche no ha habido conflicto abierto entre nosotras, aunque ahora percibo sus miradas burlonas y los guiños disimulados que me dirige cuando nadie la ve. Sigue tan alegre y hermosa como de costumbre y no ha dejado de pavonearse con sus zapatos extravagantes, pero la verdad es que ahora me parece una parodia de sí misma: demasiado astuta más allá de ese encanto llamativo, disfruta de la partida como si estuviese harta, igual que una puta vieja disfrazada de monja. Tal vez es ese disfrute lo que más me ofende, esa interpretación ante un palco con una sola espectadora. Está claro que ella no se juega nada, pero yo arriesgo la vida.

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