Zapatos de caramelo (53 page)

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Authors: Joanne Harris

BOOK: Zapatos de caramelo
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Nunca le conté este cuento a Anouk. Antes me asustaba tanto como ahora. En los relatos hallamos la verdad y, pese a que al margen de los cuentos de hadas a nadie se le ha roto el corazón, la Reina de Corazones es muy real, aunque a veces no se da a conocer con ese nombre.

Anouk y yo ya la hemos enfrentado. Es el viento que sopla cuando el año cambia. Es el sonido que se produce al aplaudir con una sola mano. Es el bulto en el pecho de tu madre. Es la expresión ausente en la mirada de tu hija. Es el grito del gato. Está en el confesionario. Se esconde en la piñata negra. Es, sobre todo, la Muerte: la voraz y vieja Mictecacihuatl en persona, la Santa Muerte, la Comedora de Corazones, la más terrible de las Benévolas.

Ha llegado la hora de volver a enfrentarla. Cogeré mis armas, las que sean, le plantaré cara y lucharé por la vida que tenemos. Claro que para eso necesito ser Vianne Rocher, si es que consigo encontrarla. Me refiero a la Vianne Rocher que se enfrentó con el Hombre Negro en el
Grand Festival du Chocolat,
la Vianne Rocher que conoce los preferidos de cada persona; la buhonera de dulces sueños, pequeñas tentaciones, delicias, chucherías, trucos, indulgencias menores y magia cotidiana...

Espero encontrarla a tiempo.

8

S
á
bado, 22 de diciembre

Durante la noche debió de nevar. Tuvo que caer muy poco porque casi en el acto se convirtió en aguanieve gris. De todos modos, por algo se empieza. No tardará en volver a nevar. Se nota en las nubes, tan densas y oscuras por debajo de la colina que prácticamente rozan las agujas de las iglesias. Jean-Loup dice que, aunque parecen más ligeras que el aire, el agua que contiene una de esas nubes llega a pesar millones de toneladas, lo que equivale a un aparcamiento de muchas plantas; se encuentra sobre nuestras cabezas y hoy o mañana caerá con forma de pequeños copos de nieve.

En la colina las navidades se celebran a lo grande. Un Papá Noel gordo se ha sentado en la terraza de Chez Eugène, bebe café a la crema y asusta a los críos. Los artistas también han salido en masa y a la puerta de la iglesia hay una orquestina de universitarios que interpretan himnos y canciones navideñas. He quedado con Jean-Loup y por enésima vez Rosette quería ver el belén, así que la llevé a dar un paseo mientras mamá trabajaba y Zozie se iba de compras.

Aunque ninguna mencionó lo que sucedió anoche, esta mañana ambas tenían buena cara, por lo que deduzco que Zozie debió de ponerle los puntos sobre las íes. Mamá se había puesto el vestido rojo que la hace sentir bien, hablaba de recetas y todo parecía muy alegre y correcto.

Cuando por fin llegué a la place du Tertre con Rosette, vi que Jean-Loup me estaba esperando. Con Rosette todo requiere tiempo, ya sea ponerse el anorak, las botas, el gorro o los guantes, y cuando nos presentamos eran casi las once. Jean-Loup llevaba la cámara, la más grande, la del objetivo especial, y tomaba fotos de las personas que pasaban: turistas extranjeros, niños que miraban el nacimiento, el Papá Noel gordo que fumaba un puro...

—¡Vaya, pero si eres tú! —exclamó Jean-Louis que, cuaderno de dibujo en ristre, intentaba atraer a una turista.

Por si no lo sabes, las escoge por sus bolsos; tiene una escala móvil de tarifas, basada exclusivamente en el estilo del bolso, y distingue a la perfección las falsificaciones.

«Las que llevan falsificaciones nunca sueltan la mosca», suele decir. «Muéstrame un bonito Louis Vuitton y voy a por todas.» Cuando se lo conté, Jean-Loup rió. Rosette también rió, aunque creo que en realidad no lo entendió. Jean-Loup y la cámara le agradan. Ahora, cuando lo ve, hace el signo que significa «foto». Se refiere a la cámara digital; le encanta posar y ver inmediatamente el resultado en la pantallita.

Jean-Loup propuso que fuéramos al cementerio a ver lo que quedaba de la nevada de anoche, de modo que bajamos los escalones contiguos al funicular y caminamos hasta la rue Caulaincourt.

—Rosette, ¿ves los gatos? —pregunté mientras, desde el puente metálico, mirábamos hacia el cementerio.

Alguien debió de darles de comer porque había más de veinte mininos alrededor de la entrada, donde el nivel inferior del cementerio desemboca en un gran arriate redondo, a partir del cual las largas y rectas avenidas de sepulturas se extienden como los puntos de la brújula.

Bajamos los escalones hasta la avenue Rachel. Con el puente y las pesadas nubes en lo alto, allí estaba oscuro. Jean-Loup aseguró que en esa zona encontraríamos más nieve y tenía razón, ya que cada sepulcro mostraba una boina blanca, pero estaba mojada, acribillada de agujeros y era evidente que no duraría. Rosette adora la nieve, por lo que la cogió con los dedos y rió sin hacer ruido cuando se deshizo.

Entonces me di cuenta de que nos estaba esperando. En realidad, no me sorprendí. Permanecía muy quieto junto a la tumba de Dalida, semejaba una figura tallada en gris y solo el pálido penacho de su aliento demostraba que estaba vivo.

—¡Roux! —grité, y sonrió de oreja a oreja—. ¿Qué demonios haces aquí?

—Vaya, gracias por las palabras de bienvenida. —Roux sonrió a Rosette, sacó algo del bolsillo y acotó—: Feliz cumpleaños, Rosette.

Era un silbato construido con un trozo de madera y lustrado hasta brillar como la seda.

Rosette lo cogió y se lo llevó a la boca.

—No, así no. Se hace así. —Roux le enseñó y sopló a través de la abertura. Emitió un sonido agudo, mucho más intenso de lo que cabía esperar, y Rosette le dedicó una enorme sonrisa de felicidad—. Le ha gustado —opinó Roux, y miró a Jean-Loup—. Supongo que tú eres el fotógrafo.

—¿Dónde te habías metido? —quise saber—. Te están buscando...

—Ya lo sé —replicó—. Por eso dejé mi alojamiento.

Roux cogió en brazos a Rosette y le hizo cosquillas. Ella levantó la mano y le acarició el pelo.

—Por favor, Roux, ponte serio. —Lo miré con el ceño fruncido—. La policía ha estado en la chocolatería y dice que falsificaste un cheque. Respondí que se trataba de un error, que tú jamás harías algo semejante...

Tal vez fue por la luz, pero lo cierto es que no logré captar su reacción. La luz de diciembre, las farolas que encendían temprano y las manchas de nieve sobre las lápidas lograron que todo pareciese más oscuro de lo que realmente era. Sea como fuere, no reparé en su expresión. Sus colores eran muy tenues y no supe si estaba asustado, cabreado o sorprendido.

—¿Vianne piensa lo mismo?

—No lo sé.

—Hay que reconocer que la confianza que me muestra es impresionante, ¿no? —Meneó la cabeza con pesar y noté que sonreía—. Por lo que dicen, la boda se ha suspendido. Debo reconocer que esa noticia no me ha roto el corazón.

—Tendrías que haber sido espía —opiné—. ¿Cómo lo averiguaste tan rápido?

Roux se encogió de hombros.

—La gente habla y yo escucho.

—¿Dónde estás viviendo? —quise saber.

Estaba enterada de que ya no se alojaba en la pensión y, en todo caso, lo vi más desastrado que la última vez que nos habíamos encontrado, con mal color, sin afeitar y muy cansado. Y ahora volvía a toparme con él en el cementerio...

Hay gente que duerme en el cementerio. El guarda hace la vista gorda mientras no haya problemas, pero a veces ves una pila de mantas, un viejo hervidor, un cubo de basura lleno de madera para la fogata nocturna o una pila de latas oculta en un panteón familiar que ya nadie utiliza; Jean-Loup dice que, por la noche, en ocasiones se ven hasta seis hogueras en diversos puntos del interior del cementerio.

—¿Duermes aquí? —pregunté.

—Duermo en mi barco —repuso Roux.

En el acto me percaté de que mentía. Tampoco creí que tuviese una embarcación. En ese caso, no estaría aquí ni se habría quedado en la rue de Clichy. No abrió la boca; siguió jugando con Rosette, le hizo cosquillas y provocó su risa mientras la niña emitía sonidos con el nuevo silbato y reía de esa forma silenciosa, tan típicamente suya, con la boca abierta como una rana.

—¿Qué harás ahora? —quise saber.

—Primero y principal, en Nochebuena tengo que asistir a una fiesta. ¿Lo habías olvidado? —Hizo muecas a Rosette, que rió y escondió la cara detrás de las manos.

Empecé a sospechar que Roux no se tomaba lo suficientemente en serio esa cuestión.

—¿Vendrás? ¿No será demasiado peligroso?

—Prometí que iría, ¿no? Además, tengo una sorpresa para ti.

—¿Un regalo?

Roux sonrió.

—Ya lo verás.

Me moría de ganas de contar a mamá que había visto a Roux pero, después de lo de anoche, sabía que debía ser cautelosa. Ahora hay cosas que no me atrevo a decirle por si se enfada o no las entiende.

Desde luego que con Zozie todo es distinto. Hablamos de todo lo habido y por haber. En su cuarto me pongo mis zapatos rojos y nos sentamos en su cama, nos tapamos con la manta peluda y me cuenta historias de Quetzalcóatl, de Jesús, de Osiris, de Mitra y del Siete Ara..., las historias que mamá solía referir y para las que ahora no tiene tiempo. Supongo que rae considera demasiado mayor para los relatos, aunque siempre me dice que debería crecer.

Zozie dice que se le da demasiada importancia a crecer. Dice que nunca se asentará, ya que hay demasiados lugares que todavía no ha visto y no está dispuesta a renunciar a ellos por nadie.

—¿Ni siquiera por mí? —pregunté esta noche.

Aunque sonrió, tuve la sensación de que la idea la entristeció.

—Ni siquiera por ti, pequeña Nanou.

—Pero no te irás.

Se encogió de hombros.

—Depende.

—¿De qué depende?

—Para empezar, de tu madre.

—¿De qué hablas?

Zozie suspiró y replicó:

—No pensaba decirte nada, pero tu madre y yo..., estuvimos hablando y hemos decidido..., mejor dicho, tu madre ha decidido que tal vez ha llegado el momento de que me mude.

—¿De que te mudes? —repetí.

—Nanou, los vientos cambian.

Esa respuesta fue tan parecida a lo que podría haber dicho mamá que me devolvió a Les Laveuses, a aquel viento y a las Benévolas. Esta vez no recordé, sino que pensé en Ehecatl y en el Viento del Cambio y vi cómo sería todo si Zozie nos dejaba: su cuarto vacío, el polvo en el suelo, todo volvería a ser corriente, simplemente una chocolatería sin nada de particular...

—No puedes irte —aseguré a la desesperada—. Te necesitamos.

Zozie meneó la cabeza.

—Me necesitabais, pero fíjate cómo está todo ahora: el negocio prospera y tenéis muchos amigos. Ya no me necesitáis. En lo que a mí se refiere, debo seguir mi camino y volar con el viento dondequiera que me lleve.

Se me ocurrió una idea espantosa.

—Tiene que ver conmigo, ¿no? Tiene que ver con lo que hemos hecho en tu cuarto. Me refiero a las clases, a los muñecos de pinza y a todo lo demás. Mamá tiene miedo de que, si te quedas, haya otro Accidente.

Zozie se encogió de hombros.

—No te mentiré, pero lo cierto es que no imaginé que se pondría tan celosa... —Me pregunté cómo era posible que mamá sintiese celos de Zozie—. Ya lo sabes. Recuerda que antes era como nosotras, libre de ir donde le venía en gana, pero ahora tiene otras responsabilidades. Ya no puede hacer lo que quiere. Nanou, cada vez que te mira..., bueno, supongo que le recuerdas demasiado a todo aquello a lo que ha tenido que renunciar.

—¡Pero no es justo!

Zozie sonrió.

—Nadie ha dicho que lo fuera. Tiene que ver con el control. Estás creciendo, desarrollando habilidades y estás a punto de superar la autoridad de tu madre. Por eso se pone ansiosa y se asusta. Cree que te alejo de ella, que te doy cosas que no puede ofrecerte. Nanou, por eso tengo que irme, antes de que ocurra algo que ambas lamentaremos.

—¿Y la fiesta?

—Si me lo pides, me quedaré hasta entonces. —Me rodeó con los brazos y me estrechó con fuerza—. Escucha, Nanou, sé que es difícil, pero quiero que tengas lo que yo nunca tuve. Me refiero a una familia, un hogar, un lugar propio. Si el viento exige un sacrificio, dejemos que sea yo. No tengo nada que perder. Además. .. —Dejó escapar un ligero suspiro—. Además, yo no quiero asentarme, no quiero dedicar la vida a preguntarme qué hay al otro lado de la colina. Tarde o temprano me habría marchado y este momento es tan oportuno como cualquier otro...

Nos cubrió con la manta. Cerré los ojos con fuerza porque no quería llorar, pero noté un nudo en la garganta, como si me hubiese tragado una patata entera.

—Zozie, yo te quiero...

No le vi la cara porque todavía tenía los ojos cerrados, pero noté que lanzaba un largo y profundo suspiro, como aire atrapado mucho tiempo en una caja cerrada a cal y canto o bajo tierra.

—Nanou, yo también te quiero.

Permanecimos largo rato en esa posición, sentadas en la cama y cubiertas por la manta. El viento volvió a arreciar y me alegré de que en la colina no hubiera árboles porque, tal como me sentía, creo que habría permitido que se desplomasen estrepitosamente si así hubiera logrado convencer a Zozie de que se quedase y al viento de que se cobrara a otra persona.

9

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