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Authors: David Wellington

Tags: #Terror, #Ciencia ficción

Zombie Island (36 page)

BOOK: Zombie Island
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Me metí la Glock 9 milímetros de Jack en el bolsillo. No era mucho, pero era un arma y me hacía sentir obscenamente más seguro. Eso era algo que me hacía falta. Mis heridas me hacían sentir como si fuera a desmayarme en cualquier instante.

Para cuando estuve preparado para abandonar la fortaleza, me costaba respirar y tenía la vista borrosa. Cuando salí tambaleándome a la luz del día, me quedé momentáneamente ciego. Lo que vi después me animó muchísimo. Un borrón naranja y blanco flotando en el aire: los colores de la Guardia Costera. Ese debía de ser Kreutzer. Oh, gracias a Dios. Había venido. Me había temido que se hubiera llevado el Chinook a Canadá. Una cosa amarilla colgaba del helicóptero, pero no podía enfocar bien para distinguir de qué se trataba.

Cuando llegué al prado que había en el centro de las casas, Marisol ya había puesto a los supervivientes en fila para subir al helicóptero. El aire del rotor del Chinook me aclaró la vista y vi la expresión de su cara. Era de absoluta incredulidad… y esperanza. Nunca le había visto esa cara.

Fui hasta el hueco de la pared y vi a miles de muertos al otro lado, impacientes en su ansiedad por comer, retenidos por seis momias. Sólo seis. Los egipcios tenían los brazos entrelazados y estaban delante del agujero, dándome la espalda. El peso colectivo de cientos de hombres y mujeres muertos presionaba contra ellos, pero aguantaban inmutables, pateando a los que intentaban colarse entre sus piernas. Vi una momia femenina —la misma con la que había hablado— darle un cabezazo a un chico muerto y lanzarlo por los aires.

Pero allí fuera, en medio de los muertos, uno sobresalía hasta los hombros por encima de los demás. Literalmente. Un gigante se abría paso hasta la línea de contención de las momias. Apartaba a los otros monstruos a manotazos como si fueran moscas. Si las momias serían capaces de aguantar su ataque, era una pregunta sin respuesta.

Basta. No tenía tiempo para preocuparme. Esa barrera aguantaría. Tenía que aguantar. Me di media vuelta y, con la visión clara, vi el helicóptero descendiendo. El borrón amarillo que había debajo del Chinook resultó ser un autobús atado al tren de aterrizaje con tres cables de acero. Kreutzer depositó el autobús con cuidado, bueno, se balanceó mucho cuando las llantas reventaron una a una, pero al menos no se volcó, y, después, se apartó cinco metros a la derecha para aterrizar, dejando los cables extendidos en el suelo. Abrió la rampa de la parte trasera del helicóptero y los supervivientes subieron a bordo a toda prisa, entre los gritos de Marisol para que mantuvieran la fila y el orden.

—¡Los niños y las mujeres primero! —chilló—. ¡Y nada de empujar, joder!

Otra gente se subió al autobús por la puerta trasera de emergencia. La fila de supervivientes que esperaba para coger asiento parecía interminable, y sin pensar lo que estaba haciendo, me puse al final de la fila y llamé a Marisol a gritos para comprobar si había hecho un cálculo mental.

—¡Están todos! —me contestó por encima del ruido del helicóptero—. ¡Hasta el último de ellos!

(Tiempo después, hablaría con Kreutzer sobre cómo se le ocurrió ir a buscar el autobús y cómo sabía que no habría espacio suficiente para todos en el helicóptero. «Estaba en el jodido consejo de sistemas de la USGC, ¿sabes? —me respondió maldiciendo, como si eso lo explicara todo—.Técnicos informáticos. ¡Se nos dan bien las matemáticas!» Había calculado cuánta gente cabría en el Chinook vacío y decidió que nos quedaríamos cortos. Nunca me gustó demasiado ese tipo, pero tenía que reconocer que ése fue un razonamiento excelente por su parte).

Observé a Marisol subir por la parte trasera del helicóptero y, después, subí al autobús por la puerta de delante. Apenas tenía sitio para quedarme de pie en los escalones. Una pareja de supervivientes verdaderamente agradable me ofreció su espacio en el pasillo, pero yo rechacé su oferta. Cuando el autobús se elevó en el aire, la estructura metálica crujió de forma alarmante. Se saltó la suspensión y dio la sensación de que el suelo cedería en cualquier instante.

Quise echar un último vistazo a la ciudad. Apenas me fijé en la muchedumbre de muertos que teníamos debajo y que habían entrado a la carrera en la fortaleza cuando las momias dejaron de bloquearles el paso. Dos millones de manos se levantaron intentando capturarnos en el aire. Eso no era lo que yo estaba buscando. Quería ver las bocas de agua. Quería ver las escaleras de incendios y los jardines de los tejados y los palomares y las torres de ventilación que parecían gorros de chef. Quería ver los edificios, su colosal solidez, sus innumerables plantas cúbicas adonde nadie volvería a ir nunca más, y también quería ver las calles, las calles cortadas por los coches, por taxis abandonados que surgían por todas partes como champiñones. Quería echar una larga y significativa mirada a Nueva York, mi ciudad natal.

Sabía que sería mi última oportunidad de hacerlo. Mí cuerpo ya ardía de fiebre, tenía la frente cubierta de sudor a pesar de los escalofríos que me recorrían la espalda como si me cayera una cascada de hielo. Estaba mareado y tenía la lengua pastosa.

Me estaba muriendo.

Capítulo 20

Querida Sarah:

Supongo que nunca volveré contigo.

Supongo que nunca volveré a verte. Es un pensamiento demasiado duro para enfrentarme a él ahora.

Puede que no me quede tiempo suficiente para acabar esta carta.

Ayer, Ayaan me abrazó en el tejado del Museo de Historia Natural, pero notaba sus dudas al hacerlo. Veía en mis ojos lo que iba a suceder.

—No importa —le dije. Casi habíamos terminado.

La fiebre había bajado. Iba y venía, en oleadas. Me sentía bastante lúcido. Había desarrollado un nuevo síntoma, una especie de náusea en las entrañas, pero me reservé eso para mí. Le pregunté como había sido, allí arriba, en lo alto del planetario, y ella me lo contó.

En los últimos minutos del asedio, justo antes de que Jack me disparase y Gary se diera cuenta de que le habían tendido una trampa, el Museo de Historia Natural estaba siendo atacado por un millón de cadáveres con las manos vacías. Muchos habían resultado aplastados contra la estructura del edificio. No me molesté en mirar hacia abajo y comprobar qué aspecto tenían los monstruos triturados. Los muertos habían causado tales estragos en el planetario que el tejado sobre el que estábamos se había inclinado a un lado, tanto que a Kreutzer le costó evitar que el Chinook se volcara. No desperdiciamos ni un minuto, subimos a las chicas a bordo y nos largamos, abandonando parte del armamento y los suministros. En cinco minutos estábamos en el aire y nos dirigíamos directamente al complejo de edificios de Naciones Unidas, que estaba en el otro extremo de la ciudad.

—Gary está muerto. —Informé a Ayaan de todo cuanto había sucedido en su ausencia, gritando por encima del ruido de los motores del Chinook. Le ahorré los detalles más escabrosos—. Todavía no sé si las momias me habían mandado a una trampa de Gary o eran sinceras. En cualquier caso, nos han arreglado el día. Hemos llevado a los supervivientes a Governors Island. Marisol va a construir algo allí, algo seguro y que merezca la pena. Ayaan asintió, sin mostrar demasiado interés en mi historia, y miró por una de las ventanillas redondas. Me agarré a una de las cintas de nailon que colgaban del techo de la cabina para estabilizarme y me acerqué para no tener que gritar—. Lo siento.

—¿Por qué? —preguntó. Tenía la mente en otra parte.

—No has conseguido convertirte en una mártir.

Eso le arrancó una pequeña sonrisa.

—Hay muchas formas de servir a Alá —me dijo. Me gustaría recordar a Ayaan así. La luz que entraba por la ventanilla le daba en el hombro. Estaba sentada con las manos en el regazo, subiendo y bajando una rodilla, nerviosa. Cuando Ayaan estaba verdaderamente nerviosa era incapaz de quedarse quieta. Ella lo consideraba una debilidad, pero para mí significaba mucho. Significaba que era humana, no un monstruo.

Aterrizamos en el jardín norte de la ONU, una explanada de césped colindante con la Primera Avenida que fue cerrada al público después del 11 de septiembre. Las chicas descendieron por la rampa trasera del Chinook en la formación de batalla habitual, pero parecía que Gary había sido fiel a su palabra, lo que me sorprendió un poco. Conduje a las chicas hacia la caseta blanca de seguridad de la entrada de visitantes, que estaba más allá de la escultura
No a la violencia,
que tiene forma de revólver con el cañón anudado. No sabían qué pensar. Para ellas un mundo sin armas era un mundo en el que no te podías proteger. Antes de que estallara la Epidemia yo solía oponerme a esa actitud.

Oh, Dios, tengo un dolor, ¡mierda! ¡Hijo de puta! Tengo un dolor en la cabeza y yo…

Lo siento. He vuelto.

Nos llevó una hora poner en marcha la electricidad; no soy ingeniero electrónico. Sudado, herido y medio ciego en la penumbra del bunker que había debajo de la caseta de seguridad, puse en marcha los generadores de emergencia y todo el complejo volvió a la vida. Las luces se encendieron al azar en el edificio de la Secretaría General, la fuente de la entrada lanzó un chorro de líquido verdoso de tres metros de altura. Gracias a Dios, todavía quedaba gasolina en el depósito. Me aterrorizaba la idea de buscar los medicamentos en la oscuridad total como había hecho en St. Vincent.

Dentro del edificio de la Asamblea General me paré y tuve que coger aire. Era extraño estar de vuelta al lugar donde había tenido una oficina; me habían quitado esa vida no sólo en el espacio y el tiempo, sino también en un plano psicológico que no era capaz de valorar. El estilo jet Age del vestíbulo con sus balcones y su maqueta del Sputnik —¡qué inútilmente descorazonador en esos momentos!— colgando de cables del techo hablaban no sólo de una era diferente, sino de una humanidad diferente, una humanidad que había pensado de verdad que todos podíamos llevarnos bien, que el mundo podía ser considerado una unidad.

Naturalmente, la ONU que yo había conocido estaba plagada de corrupción y esnobismo, pero, aun así, lograba hacer algunas cosas buenas. Alimentaba a algunos de los que pasaban hambre, intentaba controlar los genocidios. Por lo menos se sintió culpable por su fracaso en Ruanda. Todo eso había desaparecido. Habíamos vuelto a la naturaleza pura y dura.

Pasamos de largo la tienda de sellos personalizados, un lugar en el que los turistas podían adquirir un folio con sellos con su fotografía, de camino al edificio de la secretaría. Yo apenas lo miré de reojo, pero Fathia dio un frío grito de alarma y, de repente, el aire frío del vestíbulo fue una explosión de ruido y luces. Me refugié detrás de un sofá de piel. Cuando levanté la vista, vi lo que había sucedido. La cámara de la tienda estaba configurada para grabar a todo el mundo que pasaba por delante a modo de reclamo publicitario. Cuando las chicas pasaron vieron sus imágenes al revés en la pantalla y les dio la impresión de que avanzaban hacia ellas. Naturalmente, dieron por hecho lo peor: monstruos activos. Para cuando terminaron, la pantalla de vídeo era una pila de fragmentos en llamas.

Sarah, ¿te acordarás de la televisión cuando crezcas? Te habría dejado ver más comedias norteamericanas si hubiera sabido que no se iba a convertir en una costumbre.

Me tiembla la mano, casi con espasmos, y no estoy seguro de que vayas a ser capaz de leer mi caligrafía. De todas formas, sé que no verás esto nunca. Estoy escribiendo para mí, no para mi remota hija. Fingir que esto es una carta para ti me ayuda a mantenerte en mi ojo de la mente, eso es todo. Me da una razón para continuar:

Por favor. Dame tiempo suficiente para terminar esta carta antes de morir.

Da igual. No hay mucho más que contar.

En la quinta planta del edificio de la Secretaría General encontramos los medicamentos exactamente donde yo pensaba que estarían. Había un dispensario completo allí, así como un quirófano en miniatura y una consulta médica totalmente equipada. Las pastillas que necesitábamos estaban ordenadas con cuidado en una estantería, en una hilera de botes de plástico. Epivir. Ziagen. Retrovir. Había tantas que las chicas tuvieron que recogerlas al estilo de las brigadas antiincendios. De una en una hicieron fila delante de los ascensores y salieron del edificio. Fathia cogió los cuatro últimos botes y se volvió para hablar con Ayaan, que no había movido un dedo. —
Kaalay!


Dhaqso.


Deg-deg!
—suplicó Fathia y, después, ella también se marchó. Ayaan y yo estábamos solos.

Oía mi respiración agitada en el pequeño dispensario. —Espero que suene condescendiente, pero quiero decirte lo orgulloso que estoy… —Me detuve cuando ella se descolgó el rifle.

Uno de sus ojos estaba totalmente abierto. El otro estaba detrás de la mirilla de su AK-47. El cañón apuntaba a mi frente. Veía cada hendidura y roce de la boca del cañón. Observé como se balanceaba adelante y atrás cuando ella cambió de la posición
SEGURO
a
DISPARO TIRO A TIRO.

—Por favor, baja el arma —dije. De alguna manera me lo esperaba.

—Se un hombre, Dekalb. Ordéname que te dispare. Sabes que es la única manera.

Negué con la cabeza.

—Aquí hay medicamentos, antibióticos, pueden ayudarme. Incluso los vendajes esterilizados y el yodo pueden cambiarlo todo. Tienes que darme una oportunidad.

—¡Dame la orden! —gritó.

No podía permitir que sucediera así. No podía soportar la idea de dejar el mundo de esa manera. Como uno de ellos. Su arma debía usarse para matar a los no muertos, no para quitar vidas humanas.

No, no se trataba de eso. Seré sincero. No quería morir. Gary le había hablado a Marisol de sus tiempos como médico, sobre los muertos a los que había visto que suplicaban por un minuto más de vida. Yo comprendía a esa gente de una forma que no podía comprender a Ayaan o a Mael y su voluntad de sacrificarlo todo por aquello en lo que creían. Lo único en lo que creía en ese momento con un rifle apuntándome era en mí mismo.

Mi generación era así, Sarah. Egoísta y miedosa. Nos convencíamos de que el mundo era más o menos seguro y eso nos hacía tomar decisiones erróneas. Ya no estoy tan preocupado por ti o por tu generación. Seréis guerreros, fuertes y feroces.

Alargué la mano y toqué el cañón con un dedo. Ella me rugió, me rugió, literalmente, como un león, reuniendo el valor para matarme en contra de mis deseos. Sujeté el cañón con la mano y lo aparté de mí.

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