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Authors: David Wellington

Tags: #Ciencia ficción, #Terror, #Fantasía

Zombie Planet (25 page)

BOOK: Zombie Planet
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No podía detenerlas.

—Cállate —se dijo a sí misma. Él no respondió. No podía hacer parar las palabras.

Ayaan estaba muerta. Su misión de rescate había fracasado.

Cuando tuviera tiempo pensaría en ello. Entre tanto, Sarah siguió corriendo. Ptolemy le seguía el ritmo sin problemas. Podría haber ido dando vueltas alrededor de ella, la verdad. Sin embargo, ella era más rápida que los necrófagos, eso era lo que importaba.

Entonces oyó una sirena aérea procedente de las calles a su derecha y supo que solamente aumentar la velocidad no la salvaría. Había estado a punto de dirigirse en esa dirección, con la esperanza de dar la vuelta y encontrar el camino de regreso a Governors Island. Intentó deducir dónde estaban los muertos, pero los edificios bloqueaban su visión especial. Dio una vuelta lentamente, mirando las calles, que parecían llevar a todas las direcciones, buscando las ventanas de los muertos y en los edificios agujereados como si pudieran decirle algo.

—¿En qué dirección? —le preguntó a Ptolemy, pero él ni siquiera se encogió de hombros.

A la parte alta de nuevo. A la tripa de la bestia, y más lejos de la seguridad que nunca. Corrió ciudad arriba y aguzó el oído en busca de sirenas tras de sí, en busca de cualquier signo de persecución. Cuando le dolieron los pulmones y su cuerpo se dobló por la mitad, incapaz de correr un metro más, se paró. Ptolemy la miró con sus ojos pintados. Nunca reflejaban otra cosa que una tranquilidad fría e intelectual. Quería romper la escayola que había sobre su cara de verdad, su cráneo real. «Espera», pensó, con la respiración acelerada y fuera de sí. Había algo…

Apareció una mancha oscura en el retrato del rostro de Ptolemy. Un difuso rastro de mildéu se enrollaba sobre su mejilla como un gusano abriéndose camino a bocados en la carne pintada. Ella le tomó las manos y vio puntos en la tela que envolvía sus dedos, grandes puntos incoloros con anillos más pálidos en los bordes, puntos más pequeños, como las salpicaduras de un fluido oscuro.

Sarah le soltó las manos y se frotó los dedos. Un fino polvo de esporas oscuras salió de su piel. Comenzaron a picarle los dedos y se los rascó sin piedad. Se alejó de la momia, como si ésta pudiera de algún modo infectarla, como si…

Un súbito estrépito metálico detuvo su cerebro a medio pensamiento.

El cuerpo de Sarah tuvo un espasmo de miedo. Miró a su espalda y vio una pequeña tienda con un escaparate de cristal. ¿Qué había hecho ese ruido? No veía nada moviéndose, sólo veía una especie de mancha grasienta y…

Una necrófaga delgada como un látigo con un vestido sucio de color granate golpeó el cristal con la cara por delante, lo suficientemente fuerte para hacer temblar el escaparate. Sus manos, como haces de ramas, se adelantaron y dieron débiles palmadas al cristal mientras apretaba su cuerpo contra el mismo. Debía de llevar atrapada en esa tienda años, había golpeado el cristal con la cara tantas veces que sus rasgos habían desaparecido por completo, fundiéndose en una homogénea magulladura oscura. Unos cuantos mechones de pelo rubio seguían pegados a su maltrecho cráneo. Mientras Sarah observaba, ella echó atrás la cabeza y se lanzó una vez más contra el cristal con un crujido.

Sarah no podía moverse, apenas podía respirar. Estaba demasiado horrorizada.

Las sirenas aéreas sonaron de nuevo, desde dos direcciones esta vez. Dándose cuenta de que se había quedado paralizada por una necrófaga prácticamente inofensiva y desorganizada, Sarah comenzó a hiperventilar. A unas cuantas manzanas de distancia apareció un necrófago sin manos, medio escondido detrás de algunos árboles. Todavía no la había visto. No obstante, sabía que no intentaría reclutarla. Simplemente la mataría en el momento en que la encontrara.

—Venga —dijo ella. Cogió el brazo de Ptolemy—. ¡Venga! ¡Ve y acaba con esa cosa!

Intentó empujarlo a la calle, pero bien podría haber intentado mover un banco anclado al suelo. Ptolemy volvió su cara enmohecida hacia ella durante un momento y luego apartó el brazo de Sarah. No podía aguantar su mirada dolida.

Ella tocó la piedra de talco, pero por una vez él no tenía nada que decir.

La momia se dio media vuelta y empezó a caminar hacia el necrófago, incluso cuando sonaron nuevamente las sirenas aéreas, al parecer desde todas partes. Sarah no perdió el tiempo. Cruzó la calle corriendo y comenzó a tirar de las puertas, intentó arrancar los tablones de las ventanas con las uñas. Al final encontró la entrada a un sótano bajo una escalera. La puerta de seguridad metálica se había medio abierto a causa de la oxidación, lo suficiente para que ella pasara por el hueco. Abrió la puerta que había detrás y entró corriendo, internándose en el olor de cosas viejas descomponiéndose. Cerró la puerta a su espalda y echó el chirriante cerrojo.

Silencio. Oía las sirenas aéreas fuera, más y más cerca que nunca, pero había una barrera entre ella y las sirenas. Sintió el aire silencioso y viciado de la habitación del sótano, y después se dejó caer en cuclillas en el suelo con la cara enterrada entre las manos.

Ayaan estaba muerta. Su misión había fracasado.

No tenía ni idea de qué hacer a continuación.

Capítulo 16

Estaba oscuro en lo alto de la torre del vigía forestal, pero la luna entrababa por las ventanas y salpicaba las paredes de puntos de luz. Se escondía detrás de la radio rota, brillaba en el acabado desconchado de las sillas y la mesa esmaltadas. Apenas llegaba al baño, donde el váter sin agua se había convertido en la residencia de cientos de arañas. De tanto en tanto, dejando al lado su aprensión, Ayaan pasaba la mano por otro estrato de viejas telarañas y cogía un puñado de arañas de la oscuridad. Después se las metía en la boca y las masticaba lentamente. Que se retorcieran sobre su lengua no era tan terrible, lo que la molestaba era que las patas se le quedaban entre los dientes.

Con cada minúscula vida que tomaba, su cuerpo vibraba de excitación. El hambre volvía casi al instante, pero el trémulo éxtasis de cada nuevo bocado no se parecía a nada que hubiera sentido en su vida. Se preguntaba, en la parte más recóndita de su mente, si el sexo era así para una chica viva.

Tenía poco que hacer aparte de sentarse, pensar y esperar. La torre de vigía forestal le ofrecía pocas oportunidades de entretenerse. Tenía un pequeño telescopio con un rasguño en una lente. Le permitía escudriñar el valle. No había pasado nada desde que había llegado, con las piernas doloridas y como de goma al subir a lo alto del risco. Imaginó que no sucedería nada hasta el amanecer.

Erasmus permanecía más abajo como si estuviera en guardia, tenía la columna alineada en una postura perfecta. Estaba en medio de un conjunto de edificios, en una sección de terreno ilesa que ella había decidido que era un corral. El corral era un trozo de tierra vallado que estaba en el centro del valle. Fuera cual fuese la magia que había poseído al hombrelobo no muerto, ésta lo había atraído directamente a su oscuro y vibrante corazón.

Ayaan sospechaba que quien había tendido la trampa vivía en la cuidada granjita que había allí abajo. Como el establo y el silo, estaba protegida por alambradas circulares, colgadas de los aleros, pintadas con chillones dibujos geométricos.

Se llaman signos de brujería
—le dijo el fantasma. El fantasma que estaba atrapado en un cerebro dentro de un bote a cientos de millas de distancia. También estaba de pie a su lado, apenas distinguible en su campo visual. Ella volvió la cabeza y allí no había nada. Miró de nuevo hacia el valle y estaba a su lado de nuevo—.
Protegen a quienes viven dentro, sí, pero necesitan catar la vida para mantener la fortaleza. La sangre de la vida.

Ayaan asintió. Había muchísimas cabras en el corral de detrás del establo. No sería difícil que su sangre activara los signos de brujería. Su energía que emanaba de los signos en rayos de color púrpura.

La magia estaba por todas partes en ese establo. Magia muerta. Latía alrededor de Erasmus, pinchándolo como un dardo en una diana. Parpadeaba desde las ventanas de la granja y merodeaba como el humo sobre el techo de cartón alquitranado del establo. Profundos y oscuros rayos de ella se escapaban a través de las rejillas de ventilación del silo. Allí había algo malo, algo que necesitaba media docena de signos de brujería para mantenerlo encerrado.

—Es por eso para lo que estamos aquí, ¿verdad? —preguntó Ayaan.

Sí. Aunque no es lo que piensas, muchacha. No tengas miedo.

—Créeme, está bastante abajo en mi lista de cosas a las que temer. —Ayaan se inclinó hacia delante, con la barbilla apoyada en sus dedos entrecruzados—. Tú, por otra parte… —Venció el impulso de mirarlo.

Yo soy tu amigo. Tu mejor amigo en estas circunstancias.

—Los amigos no se hipnotizan unos a otros. No dejan pequeñas órdenes enterradas en la mente de los demás. —Semyon Iurevich, el
lich
que podía leer la mente en Asbury Park, la había embrujado. Había sido su voz la que había oído diciéndole que no matara al espectro de verde. No, peor aún, su voz había barrido de su mente la idea. No se había limitado a privarla de su libertad. Lo había hecho de tal modo que era como si nunca hubiera ocurrido.

Y lo había hecho, estaba convencida, a petición del fantasma.

¿Es eso lo que te preocupa? ¿Qué no he permitido que tiraras tu vida por la borda?

—Mi vida. Mía —recalcó ella—. ¿Crees que me gusta ser esto, esta cosa, este monstruo? —Se señaló la ropa de cuero.

Conozco la vergüenza mejor que nadie, querida. No te pongas en versión indignada conmigo cuando ni siquiera tengo un cuerpo desde el que hablar.
—Su tono se suavizó, se volvió reconfortante y bajo—.
Escucha, aquí hay un juego, un juego más complejo del que tú conoces. Ni siquiera has conocido a los jugadores todavía.

Ayaan permitió que todo eso siguiera un rato más. El fantasma tenía poderes sobre ella. No iba a convencerlo de que renunciara a ellos; eso nunca funcionaba. En la historia de la raza humana nadie había cedido voluntariamente el poder una vez se había hecho con él. Tenías qué recuperarlo por ti mismo.

Pero le preocupaba otra cosa.

—Tú quieres al Zarevich muerto, pero tienes que asegurarte de que yo sobrevivo el tiempo suficiente para ver lo que sea que hay en ese silo. Quieres que lo encontremos, incluso aunque signifique que el Zarevich lo consiga. ¿Cuál es tu plan? Al menos cuéntame eso, cuéntame qué esperas ganar de…

Había desaparecido, por supuesto. Ya no podía sentirlo.

Fue a por otro puñado de arañas. Cuando regresó se llevó un susto. Verdaderamente estaba sucediendo algo en el valle. Se había encendido una luz en la granja. Se movía de habitación en habitación, después salió por la puerta y resultó ser una lámpara de keroseno. El hombre que la sujetaba resplandecía con un color dorado más brillante que el de la lámpara que llevaba en la mano. No había duda alguna en su mente. Éste era el
wadad
, el mago que había embrujado a Erasmus.

Llevaba una gorra de béisbol calada con el nombre John Deere bordado. Su camiseta blanca y sus vaqueros descoloridos estaban decorados con viejas manchas de sangre; había manchas más recientes sobre sus botas de trabajo de cuero. Tenía el rostro enmarcado por un fleco de barba y oculto tras unas gafas de espejo, a pesar de que el sol todavía no ha salido.

Le faltaba el brazo izquierdo en su totalidad. Lo había sustituido por una rama de árbol cubierta de una tosca corteza gris. Acababa en tres gruesas ramitas que se parecían menos a dedos que a las púas de una horquilla. La energía oscura emanaba del brazo de madera y se enrollaba como una serpiente. Las púas se levantaron y rascaron la barbilla del mago. Él escudriñó a Erasmus, rodeando al hombrelobo, dándose rítmicos golpecitos en el esternón y en la parte posterior de la cabeza. Con su mano humana arrancó un pelo de la mejilla paralizada del
lich
.

Erasmus no se inmutó.

El brazo de madera golpeó a Erasmus en el pecho y arrancó un tira de piel de los rígidos músculos que tenía debajo. Eran rosas y grises y no brillaban en absoluto. No salió sangre, pero vio claramente los bordes de su piel allí donde había sido abierta. En medio de todo aquel pelaje la herida parecía un orificio enfermizo, un nuevo y monstruoso órgano genital.

Ayaan apartó el telescopio y se puso en pie. Descender del risco era un largo camino, y hasta donde ella sabía había minas enterradas alrededor de todo el corral, pero no podía aguardar más. Salió tambaleándose de la caseta de vigía y prácticamente se tiró por la falda del risco, agarrándose a las ramas de los árboles para frenar su descenso; sus pies apenas tocaban el suelo. Un torrente de agujas de pino y crujientes hojas secas se arremolinaron a su alrededor, mientras que los trozos y fragmentos de roca y tierra rebotaban sobre ella como si fuera una ladera en miniatura. Derrapó para frenar en un conjunto de árboles cerca del fondo del valle y empujó las ramas a un lado para echar un vistazo. No había cambiado nada en el corral. Ayaan avanzó hasta que estuvo de pie ante la valla de dos metros y medio de altura de delgadas estacas de madera, la única barrera entre ella y el corral.

Quizá, pensó, sólo quizá, todavía contaba con el factor sorpresa. Le haría falta; este mago tenía más poder del que supuestamente tenía ningún ser humano. Intentando ser tan silenciosa como fuera posible, trepó por un lado de la valla y saltó al interior.

Su pie rozó levemente algo redondo y duro cuando aterrizó. Bajó la vista y allí vio un cráneo humano, blanqueado, con todos sus delicados huesos nasales todavía intactos. El suelo estaba lleno de cráneos desperdigados dentro de la valla. La energía oscura parpadeaba dentro de cada cráneo.

La calavera con la que tropezó soltó un chillido que le heló la sangre. No sabía si realmente había emitido ese sonido o sólo estaba dentro de su mente, pero el grito le hizo taparse las orejas y bajar la cabeza.

En el centro del corral el mago levantó la vista. Su mano de madera dejó caer una bola de pelo y piel en el suelo y Ayaan sintió que su atención la golpeaba como un foco.

—Es una amiga tuya, ¿hombremono? —preguntó el mago, mirando a Erasmus. El
lich
peludo no se movió ni una pulgada—. Deberías decir algo. Podría limpiar la zona. —La cara del mago se abrió en una amplia sonrisa llena de dientes.

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