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Authors: David Wellington

Tags: #Ciencia ficción, #Terror, #Fantasía

Zombie Planet (27 page)

BOOK: Zombie Planet
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Sin una palabra ni una orden, la llevaron dentro de la granja. La puerta principal daba paso a un salón muy sencillo y, al fondo, a una enorme cocina. Una chimenea crepitaba alegremente en una esquina, mientras una puerta de establo sobre unos caballetes ocupaba el centro de la habitación. La madera estaba manchada de sangre ya oscura en muchos sitios.

En una esquina había una puerta entornada de madera pintada. Algo reluciente brilló detrás de la misma. Mientras los cadáveres la llevaban dentro, vio fugazmente un destello de pelo rubio, y después la puerta se cerró silenciosamente. Ayaan no tenía tiempo para hacerse preguntas al respecto; estaba demasiado ocupada luchando contra sus captores.

Los cadáveres desollados la tiraron sobre la mesa con la fuerza suficiente para que la cabeza le diera vueltas. Mientras intentaba recuperarse, llegó el mago y la inmovilizó, con los brazos en cruz, con sólidas cadenas de hierro. Era evidente que había hecho eso antes. Su brazo de madera no servía para el trabajo, pero manipuló las esposas con bastante habilidad con su mano callosa.

—Mi nombre —le dijo él, como si fuera una gentileza— es Urie Polder, y me como a los muertos por la magia que tienen. No me malinterpretes, muchacha. No me he convertido en esto persiguiendo un trozo de carne gris. —Los necrófagos se desplazaron a los rincones de la habitación mientras él trajinaba con ollas, sartenes y, sobre todo, cuchillos—. Fue una especie de trato de último recurso, ¿entiendes? La despensa —continuó él, clavando un cuchillo de carnicero en la mesa de madera— estaba vacía. Ésa ya es una historia vieja, y no necesito volver a contarla. No soy el primero, supongo, pero Dios lo quiera, espero ser el último. —Clavó también una cuchilla de carnicero en la madera—. No fue hasta que me comí su corazón que lo sentí. Fue entonces cuando sentí el poder sagrado, y supe que Dios me lo había dado.

—¿El corazón de quién? —preguntó Ayaan.

—Soy un reconstructor —le explicó Polder, ignorando su pregunta—. Alguna gente pasa por aquí y ve todas las calaveras y demás y dicen que soy una especie de demonio, pero no es cierto. —Señaló con el cuchillo de acero—. Aquí es donde todo comienza una y otra vez, es el Jardín del Edén, ¿verdad? Sólo que esta vez la Expulsión ha llegado primero, y ahora estamos regresando al lugar bueno. Es el Edén marcha atrás.

Levantó las manos al cielo y las unió en oración. Las ramas de su brazo artificial se entrelazaron con los dedos vivos de su mano derecha.

—Padre nuestro —comenzó él—, tú que estás en los Cielos, santificado sea…

Un horrible chillido lo interrumpió. Se paró a media oración y bajó la vista hacia ella, a pesar de que para Ayaan era evidente que el ruido procedía de fuera.

—Maldita sea, será la hora de comer antes de que tenga algo preparado. —Hizo una seña con su brazo de madera y sus necrófagos sin piel salieron en fila de la estancia hacia el corral—. Así que no estás sola. Bueno, debería haberlo imaginado, mmm. —A Ayaan le llevó un segundo darse cuenta de que se dirigía a ella—. Las desgracias vienen de tres en tres, ¿no? El amigo peludo, tú y ¿quién más? ¿Quién más está ahí fuera llamando a mi puerta?

Se oyó otro grito. Un grito que hizo que Ayaan apretara los dientes. Un largo y expansivo aullido que parecía salir de todas partes a la vez. Entonces uno de los necrófagos sin piel fue aplastado contra la ventana. Su cara desollada se aplastó contra el cristal dejando un fino rastro de pus.

—¿Qué es todo ese alboroto ahí fuera? Se mueve tan rápido como solían hacerlo los coches —dijo Polder, mirando por la ventana—. Y allí, el amigo de verde. ¿Qué será eso?

—La muerte —dijo Ayaan—. Al menos para ti. —Se tumbó de nuevo en la mesa y cerró los ojos.

El mago le cogió una pierna y se la sacudió hasta que le dolió.

—Ya puedes empezar a hablar, muchacha, porque no toleraré tu silencio. ¿Quién es ése y qué quiere? Sus chicos son tremendamente rápidos. —Cogió un atizador de hierro y lo apoyó en la articulación de su brazo humano—. Ahora no te pierdas, ¿me oyes? —le dijo. Su sonrisa le decía que él hablaba en broma. Abrió la puerta de la cocina y salió al corral a librar una batalla con el espectro de verde.

Antes de que hubiera dado tres pasos, un necrófago acelerado saltó sobre sus hombros y lo derribó. El mago gritó e intentó levantar su brazo de madera en defensa propia, apartando al necrófago sin manos como un despojo. Otro se abalanzó sobre él y le arrancó la cabeza con sus dedos de madera. Un tercer necrófago ya estaba detrás de él. Levantó los brazos operados y apuñaló su espalda una y otra vez, sus afilados huesos se movían tan deprisa que brillaban en el aire. La sangre manaba del mago en generosos chorros y su energía comenzó a parpadear. Dio un gritó, y se volvió con ambos brazos en posición de ataque.

—Pa —dijo alguien cerca de la cara de Ayaan. Ella se volvió y vio la puerta entornada otra vez. Una niña esquelética, de unos trece años, estaba allí, con la cara llena de acné y el pelo del color del maíz. Levantó la vista hasta Ayaan con los ojos muy abiertos—. Mi pa —dijo ella, como si eso aportara todo un mensaje en sí mismo.

En el corral, los necrófagos sin manos estaban despedazando a los necrófagos desollados de Polder. El mago les gritó para que arreciaran el ataque, pero estaban en desventaja. También sangraba profusamente.

—¡Pa! —gritó la niña, y Polder se volvió para indicarle con la mano que se retirara. En el segundo que no estuvo atento, se le echaron tres cadáveres sin manos sobre las piernas y los brazos, sus bocas sin labios hundían los largos dientes en su carne. Él se tambaleó bajo el peso y Ayaan ya no pudo verlo más, había desaparecido de la vista. Pero lo oía gritar, e imaginó que la niña también.

—¡Están matando a mi pa!

Ayaan asintió solemne.

—Lo sé. Pero ahora tenemos que pensar. Tenemos que pensar qué vamos a hacer. ¿Estás sola? —Eso resultó en una obediente afirmación—. ¿Sois sólo tú y tu pa? —Otra afirmación. «Mierda», pensó Ayaan. Aquello no iba a acabar bien—. ¿Sabes cómo desatar estas cadenas? Es muy importante.

La chica fue hasta la puerta que daba al exterior y miró por la ventana. Palideció y luego regresó a la cocina. Cogió una enorme llave de hierro y abrió las esposas en un momento. Ayaan se sentó sobre la mesa hecha con la puerta de establo.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó. Tenía una obligación para con esta chica.

La chica la miró aturdida durante un momento antes de contestar. Se recompuso visiblemente; alguien la había enseñado cómo hablar en público.

—Mi nombre es Patience —dijo la niña, e hizo una pequeña reverencia. Sonrió con dulzura. Tenía que haber sido educada para sonreír con dulzura. Ayaan sabía que esa educación sólo la llevaría hasta cierto punto. La chica iba a romper a llorar dentro de muy poco. Bajó de la mesa y tomó la mano de Patience.

—Bueno, Patience, es un placer conocerte. Ahora. Ven conmigo. —Cerró la puerta de una patada para que la niña no tuviera que ver el cuerpo de su padre o lo que le estaban haciendo. Antes Ayaan echó un vistazo. Quedaba muy poco de la cara de Polder.

Condujo a la niña al interior de la casa, a una habitación en la que el alba apenas iluminaba un sofá con demasiado relleno y unas cuantas sencillas mesitas auxiliares.

Ayaan estudió el lugar en busca de salidas y formas de fortificar la estructura. No era una fortaleza, pero tenía posibilidades. Debería de haber un sótano y probablemente otros sitios para esconderse. Los signos de brujería del exterior protegerían la casa durante un tiempo, al menos hasta que la sangre del macho cabrío se secara y desapareciera.

Patience se dejó caer en un diván y estudió el dobladillo de su vestido negro. Encontró un hilo suelto y empezó a tirar de él. «En un segundo —pensó Ayaan—. En un segundo la niña perderá la serenidad.»

Tenía que decidir qué hacer. La batalla por la granja había acabado; el espectro de verde había ganado. Ayaan no podía permitir que encontrara a Patience. Pero incluso si escondía bien a la niña, luego ¿qué? Ayaan no podía quedarse para protegerla. No podría enviar a nadie para recogerla y llevarla a un sitio mejor. Probablemente había mucha comida en conserva en la casa, pero no duraría para siempre. Al final Patience tendría que salir del sótano y enfrentarse al enorme y horrible mundo. Allí fuera no tendría posibilidades, no sin la magia de su padre para protegerla. Ayaan no veía armas de fuego en la casa. Al menos no el tipo de armas que una niña necesitaría para sobrevivir sola.

Ayaan podía entregar la niña al espectro de verde. La podrían criar como una de los fanáticos del Zarevich, darle un poco de formación, alimentarla bien y lavarle el cerebro y convertirla en una esclava de los muertos. También podría esperar al día en que ella muriera y le extirparan las manos y los labios.

Había otra opción, por supuesto. «¿No sería mejor sacrificarla sin más?», pensó Ayaan.

Se podría hacer de un modo tan sencillo, tan indoloro… Ayaan podría sujetar a Patience contra su pecho y usar su poder, sólo un poco, para acabar con la vida de la niña. O, mejor aún, podría…

Patience era el primer ser humano vivo con el que Ayaan había estado a solas desde que el Zarevich la había reconvertido. La energía de la chica ardía en su interior, más caliente que la cocina de leña; en realidad, Ayaan no se había esperado eso, que fuera tan cálida y radiante. De repente sentía bastante frío, estaba helada, y anhelaba tener un poco de ese corazón en su interior. Ese deseo no iba a unido a malicia ni amenaza alguna. Era el sentimiento más sencillo y pleno del mundo.

—Ven aquí, Patience —la llamó Ayaan—. Quiero abrazarte y hacer que todo salga bien.

La chica se bajó del diván y se puso en pie. Bajó la vista a la alfombra pero no se acercó. Las lágrimas rodaban por sus mejillas.

—Ven aquí —dijo Ayaan. Ella dio un paso hacia la chica—. Ven aquí. —Alargó una mano y tocó a Patience en el codo. La cara de la niña se levantó, con los ojos cerrados con fuerza, como si supiera qué sucedería a continuación, como si se estuviera preparando para ello.

Detrás de Ayaan se abrió una puerta y entró Erasmus. Ayaan sentía su energía, fría e indeseada.

—Bueno, ¿qué tenemos aquí? —preguntó con soniquete y la voz aguda, y alargó los brazos. La chica corrió hacia él y lo abrazó como a un osito de peluche gigante, sus gemidos enterrados en su pelaje.

Un escalofrío de asco recorrió el cuerpo de Ayaan. Había estado tan cerca, pero… no, no lo habría hecho. Se dijo a sí misma que nunca lo haría.

Se levantó lentamente y se sacudió la ropa.

—Sólo estábamos hablando —anunció ella. En el mismo instante que pronunció las palabras sonaron a mentira.

—Todos cometemos errores —susurró Erasmus, y ella le clavó la mirada—. Puede llegar a ser muy duro.

Ayaan pasó como una exhalación a su lado y salió al corral. El espectro de verde estaba allí, esperándola, sus necrófagos, tan inmóviles como estatuas de nuevo en fila a su espalda. No quedaba ni rastro de los horrores sin piel del establo. En el corral sólo había manchas de sangre.

—Lo has hecho bien —le dijo el espectro—. Supongo que vivirás.

Capítulo 19

—¿Sientes el poder aquí? —preguntó el espectro de verde. Su cara atrofiada estaba arrugada con una resplandeciente fascinación. En él resultaba truculento, pero Ayaan comprendió a qué se refería. La curiosidad lo estaba matando; realmente quería saber qué había en el silo del mago.

Ayaan sintió una necesidad menos acuciante de saber y más una profunda cautela. Difusos y enroscados tendones de energía púrpura rezumaban de la estructura de metal. Las varas de la estructura parecían abrasadas, como si hubiera un incendio terrible. Los seis signos de brujería montados alrededor de la puerta del silo quemarían su carne si intentaba entrar.

Patience se adelantó, con la cara todavía húmeda. Todavía no se había derrumbado; era más dura de lo que Ayaan pensaba. Había accedido a ayudarlos sin que insistieran mucho. Quizá tan sólo se alegraba de tener algo que hacer. Acababa de sacrificar una cabra mientras ellos esperaban, algo que le salió de forma natural gracias a la práctica, y ahora hizo movimientos de corte alrededor de cada signo de brujería con la hoja ensangrentada de su cuchillo. Uno a uno se decoloraron, su potente magia se esfumó.

—Ahora la puerta está abierta —les dijo en el tono susurrante que Ayaan asociaba a la manera en que los hombres hablaban dentro de una mezquita. Comenzó a hacerse a un lado para dejarlos pasar, pero luego miró a Ayaan y a Erasmus—. Ella ha sido muy buena conmigo —les dijo. Ayaan no tenía ni idea de quién estaba hablando—. Por favor, no le hagáis daño.

Ayaan se volvió y miró al espectro de verde.

—¿Qué está pasando aquí? ¿Qué es esta cosa?

Él se encogió de hombros.

—Es un relicario. Supongo.

Ayaan negó frustrada y se acercó a la puerta. Si iba a escupir rayos o incendiar su alma, no había nada que pudiera hacer. Bajó una palanca y una barra se deslizó de la puerta. Se abrió sobre unos chirriantes y oxidados goznes.

Dentro el aire estaba cargado de polvo; no, polvo no, cenizas. Copos de cenizas blancas que se elevaban bajo unos cuantos haces de luz que se filtraban a través de los tablones de las paredes. La ceniza cubría el suelo, una capa tan profunda que a Ayaan le llegaba a los tobillos. Había un tronco seco y quemado, cubierto en un extremo de crestas plateadas como la piel de un cocodrilo, apoyado contra la pared más alejada. Tenía un agujero tallado en el centro de la parte más ancha. Al principio, Ayaan pensó que alguien había tallado un rostro humano en la parte superior del tronco. Pero se agachó al lado y vio piel de verdad, combada y transformada en carbón por el increíble calor.

Se arrodilló sobre la ceniza e intentó quitar parte del hollín y la suciedad para ver mejor la cara, pero parte de la mejilla cayó al primer roce. Estudió el rostro horrorizada y luego bajó la vista. Lo que había tomado por un tronco era lo que quedaba del cuerpo de una mujer. Alcanzaba a distinguir una caja torácica sobresaliendo a través de los trozos carbonizados de carne, podía intuir dónde estarían los brazos y las piernas. Más horrible aún, vio cómo debió de haber sido la mujer antes de que la quemaran viva. Alguien le había abierto el pecho con una sierra y le había sacado el corazón. El agujero que Ayaan había visto era la cavidad hueca en la que estaba su corazón.

Erasmus entró en el silo, la ceniza se pegaba a su brillante pelaje. La herida en el pecho del hombrelobo adquirió un nuevo significado para Ayaan. Había llevado con él a una cabra que balaba y daba patadas mientras la arrastraba. El animal debía de haber comprendido que aquél era un lugar de muerte. Quizá la cabra había estado cerca y había visto al mago quemar a la mujer, años atrás.

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