Zonas Húmedas (4 page)

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Authors: Charlotte Roche

Tags: #GusiX

BOOK: Zonas Húmedas
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Llamo al timbre y espero. Pasa una eternidad. Me entra el pánico. El dolor se agrava y siento desgarros, punzadas de cuchillo en el esfínter. Seguro que me lo dilataron a más no poder. Claro. ¿Cómo iban a entrar si no? ¿Por arriba? ¡Ay Dios! Manos de machos adultos manoseándome el recto con bisturís, hierros separadores e hilos de sutura. El dolor no está alojado en el centro de la herida sino que la rodea en círculos concéntricos. Un esfínter desvencijado.

Por fin llega.

—¿Robin?

—¿Sí?

—Durante la operación, ¿te dilatan el ano hasta el punto de poder meter varias manos a la vez?

—Sí, por desgracia. Es lo que te va a causar el dolor más grande en cuanto la anestesia pierda efecto.

Hmmm. Te va a causar... Si ya necesito analgésicos ahora. Me da pánico imaginarme que tardarán en actuar. He cometido el error de siempre: aguantar el dolor demasiado tiempo. Ahora tendré que esperar muchísimo hasta que esa sensación mierdosa en el ano desaparezca. Quiero aprender a confesar el dolor y ser una paciente que prefiera llamar al timbre para pedir un analgésico antes que soportar, como ahora, estos minutos hasta que me haga efecto. Aquí no dan condecoraciones para soldados del dolor, Helen. Mi ano está álgidamente dilatado, da la sensación de tener el tamaño del culo entero. Jamás volverá a contraerse al estado normal. Creo que me han hecho daño aposta.

Resulta que no es la primera vez que estoy aquí. Hace unos años logré representar en este escenario la mayor hazaña histriónica de mi vida. Me estaban suspendiendo en Francés y al día siguiente teníamos examen. No había estudiado y llevaba tiempo sin ir a clase. Ya en la evaluación anterior había fingido que estaba enferma y así me escaqueé del examen. Simulé un dolor de cabeza ante mamá para que me escribiera un justificante. Pero esta vez necesitaba algo más convincente. Sólo quería ganar tiempo para estudiar.

Si la ausencia es justificada, se puede repetir la prueba.

Así que por la mañana voy y le digo a mamá que me duele la barriga en la parte inferior izquierda. Y que me duele cada vez más. Mamá se asusta de verdad porque sabe que un dolor en esa zona puede ser síntoma de apendicitis. Aunque el apéndice está a la derecha. Yo también lo sé. Y comienzo a retorcerme. Ella enseguida me lleva al pediatra. Sigo yendo a su consulta, por cierto. Está más cerca. El hombre me acuesta sobre el catre y empieza a apretarme en la barriga. Aprieta a la izquierda, y yo grito y gimo. Aprieta a la derecha, y yo ni mu.

—No cabe duda. Apendicitis avanzada. Tiene que llevar a su hija al hospital inmediatamente, no pierda tiempo pasando por casa para recoger el pijama ni nada, ya se lo llevará después. La criatura tiene que ir al hospital. Si la cosa revienta, el cuerpo entero queda infectado y hay que hacer un lavado de sangre.

¿Qué criatura?, pensé.

Derechita al hospital. A éste. Una vez aquí, monto el mismo numerito. Izquierda, derecha, respondo correctamente. Como si fuera un juego de apretones. Operación de emergencia, pues. Me abren en canal y se encuentran con un apéndice que no está hinchado ni inflamado. Sin embargo, lo sacan. Porque no se necesita. Si lo dejan dentro y vuelven a coser el pellejo, a lo mejor vuelves al poco tiempo con una inflamación de verdad. Doble cabreo. Pero no me lo dijeron. Se lo dijeron a mi madre.

Cuando más tarde volvió a pillarme mintiendo en no sé qué ocasión, dijo:

—A ti no se te puede creer nada. Me mentiste a mí y a todos los médicos para escaquearte de un examen de francés. Te sacaron el apéndice sano.

—¿Cómo lo sabes?

—Las madres lo sabemos todo. Los médicos me lo dijeron en el pasillo. Nunca habían visto algo así. Ahora sé cuánto eres capaz de mentir.

Y yo ahora sé que me lo sacaron. Antes de hablar con mi madre, siempre pensaba que los médicos debieron de darse cuenta de que no estaba inflamado y decidieron dejarlo dentro. Por eso durante mucho tiempo tuve miedo a una apendicitis de verdad, porque ¿cómo explicarlo cuando se supone que ya se tuvo una? O sea que desapendiciada. Bueno es saberlo. Muchas horas de preocupación en vano. Después de operada, experimentas durante largo tiempo un dolor infernal al reírte, caminar, estar de pie o hacer lo que sea, porque tienes la sensación de que se va a abrir la sutura. Yo me mantenía encogida, ovillada, igual que ahora por lo del culo. ¿Es posible que los médicos se hayan quedado con mi nombre? ¿Sería por entonces algo sensacional que una adolescente asumiera el dolor de una intervención quirúrgica para tomarle el pelo a su profesora? ¿Me han hecho especialmente daño en esta operación («huy, que se me fue el bisturí») para vengarse de aquella tomadura de pelo? ¿Tengo manía persecutoria por el dolor? ¿O por los medicamentos? ¿Qué pasa aquí? Me duele muchísimo. Robin. Tráeme pastillas.

Ahí viene. Me da dos cápsulas y me explica no sé qué. No puedo escucharlo, estoy demasiado crispada por las oleadas de dolor. Me tomo las dos a la vez. Que actúen rápido. Para calmarme pongo la mano sobre el monte de Venus. De niña siempre lo hacía así. Sólo que entonces aún no sabía que se llamaba monte de Venus.

Para mí es el lugar más importante de todo el cuerpo. ¡Ese calorcito! Además, está perfectamente ubicado a la altura de las manos. Es mi centro. Deslizo la mano entre las bragas y empiezo a acariciarme. Es como mejor concilio el sueño.

Me acurruco como una ardilla alrededor de mi monte de Venus y antes de dormirme aún pienso que tengo una longaniza de mierda colgada del culo. Es exactamente la sensación que me produce ese tapón de gasa. Sueño que estoy caminando por un campo inmenso. Un campo de nabos. A lo lejos veo a un hombre. Un
nordic walker.
Un caminante nórdico. Esos tíos con bastones. Pienso: Mira, Helen, un hombre con cuatro patas.

Se va acercando y veo que una polla enorme le bambolea de sus leggings elásticos y aerodinámicos. Y pienso: No, es un hombre con cinco patas.

Pasa de largo y le sigo con la mirada. Para mi gran alegría descubro que lleva el pantalón bajado por detrás y que un churro largo, más largo que su polla, le cuelga del culo. Pienso: Seis patas, guau. Me despierto y siento sed y dolor. Mi mano montevenusiana se pasea hacia el trasero para palpar la herida. Quiero ver lo que me han hecho. ¿Pero cómo lo hago? Llego a ver mi chochito si me tuerzo bastante, pero el ano está fuera del alcance de mi mirada. ¿Con el espejo? No. ¡Con la máquina de fotos! Mamá me la tiene que traer.

¿No quería ella estar aquí cuando me despertara? Buzón del móvil.

—Soy yo. Cuando vengas tráeme la cámara porfa. ¿Y podrías quitarles el agua a mis huesos que están en mi habitación y envolverlos en papel? Pero con cuidado, para que no se rompan las raíces. Y trae también los vasos vacíos. Pero que no te los vean, porque aquí sólo admiten flores cortadas, ¿vale? Gracias. Hasta ahora. Ah, y otra cosa: ¿puedes traer también una treintena de palillos? Gracias.

4

Crío aguacates. Es, junto con follar, mi única afición. De niña, los aguacates eran la fruta u hortaliza (o lo que sea) que más me gustaba comer. Partidos por la mitad y con un buen chorro de mayonesa en el hueco. Encima hay que echarle mucho pimentón picante. Después de las comidas jugaba con ese hueso grande que tienen. Mi madre solía decir que los niños no necesitaban juguetes, que tenían bastante con un tomate mohoso o un hueso de aguacate.

Al comienzo el hueso está todo pringoso y resbaladizo por el aceite vegetal. Lo froto en el dorso de la mano y a lo largo de los brazos. Así restriego el pringue por todas partes. Luego el hueso tiene que secarse.

Si se hace sobre la calefacción tarda tres o cuatro días. Cuando el líquido se ha evaporado me paso el hueso, terso y de color chocolate, por los labios (los del rostro), que también tienen que estar secos. Es una sensación tan suave que me abandono a ella durante minutos, con los ojos cerrados. Lo mismo hacía antes en el gimnasio con el forro de cuero blando y seboso del potro. Lo recorría con el morro seco hasta que alguien me interrumpía («¿Qué haces, Helen? Deja eso») o hasta que los demás niños se reían de mí. Entonces te reservas esos placeres para los pocos momentos en que puedes estar en el gimnasio sin que nadie te moleste. La sensación de suavidad es parecida a la de mis medias lunas recién afeitadas.

La piel color chocolate del hueso hay que quitarla. Para eso clavo la uña del pulgar entre la piel y el hueso, entonces la membrana se va cayendo a pedazos. Pero cuidado con que se incruste algún trocito bajo la uña.

Eso duele muchísimo e incluso ayudándote con una aguja o una pinza es difícil volver a sacarlo. Manosear bajo las uñas con un instrumento afilado duele aún más que clavarse la piel del hueso. Además, deja unas manchas de sangre muy feas debajo de la placa ungular, unas manchas que de rojas se transforman en pardas. Se necesita una buena dosis de paciencia hasta que van desapareciendo conforme crece la masa córnea. La uña se parece entonces a la capa de hielo de un lago en la que está apresada una rama bellamente moldeada. Cuando la piel se ha desprendido por completo del hueso, sale a relucir la verdadera hermosura cromática de éste: un amarillo claro o incluso un rosa delicado.

Después le pego un fuerte martillazo. Fuerte pero sin destrozar el hueso. Luego lo dejo unas horas en el congelador para hacerle creer que es invierno. Cuando ya ha tenido una buena dosis de hibernación, lo pongo en un vaso de agua, no sin meterle antes tres palillos que lo mantengan a la altura perfecta y como flotando.

El hueso de un aguacate se parece a la forma del huevo. Tiene un extremo grueso y otro puntiagudo. El extremo grueso debe asomar del agua. O sea, una tercera parte está al aire y el resto está sumergido. El hueso ha de permanecer así durante varios meses.

En el agua va formando una capa no sólo mucosa sino también mohosa que me atrae muchísimo. Durante ese periodo lo saco a veces del agua y me lo introduzco. Le llamo mi dildo biológico. Naturalmente, en mi calidad de huésped del hueso sólo utilizo aguacates biológicos para que después no me salgan árboles intoxicados.

Antes de metérmelo es absolutamente necesario eliminar los palillos. Una vez terminada la sesión, mi bien entrenado esfínter vaginal lo hace salir disparado. Luego se vuelve a poner en el agua, siempre apalillado, y a esperar.

Al cabo de unos meses se puede apreciar en el extremo grueso una rajita que se va abriendo hasta convertirse en una hendidura profunda a todo lo largo del hueso. Parece estar a punto de quebrarse, pero de repente se observa cómo, desde su fondo, brota una raíz blanca y recia. Poco a poco va formando volutas en el vaso, porque la abertura del hueso le queda estrecha. Cuando ya ha alcanzado una longitud considerable, se aprecia, pegando el ojo a la parte superior de la hendidura, un diminuto brote verde que crece hacia arriba. Ha llegado el momento de plantar el hueso en un tiesto relleno de tierra para semillas. Y al poco tiempo se verá salir un auténtico tronco, con cantidad de hojas grandes y verdes.

Es lo más que puedo acercarme a un parto. He cuidado mi huesito durante meses, lo he tenido dentro de mí y lo he vuelto a sacar empujando. Cuido perfectamente todos mis árboles de aguacate que nacen de esta manera.

Quiero de verdad tener un hijo desde que empecé a razonar. Sin embargo, en nuestra familia hay un patrón recurrente. Mi bisabuela, mi abuela, mi mamá y yo, todas somos primogénitas. Todas somos chicas. Todas estamos mal de la cabeza, somos neurasténicas e infelices. Yo he roto este círculo vicioso. Este año cumplí dieciocho y llevaba mucho tiempo ahorrando para esta ocasión. Un día después de mi cumple, en cuanto pude hacerlo sin el permiso de los padres, me hice esterilizar. Desde entonces esa frase tantas veces repetida por mamá ha dejado de ser una amenaza: «¿Qué apuestas a que tu primer hijo será niña?» Ahora ya sólo puedo tener árboles de aguacate. Con cada árbol hay que esperar veinticinco años hasta que le salgan frutos. Aproximadamente el tiempo que hoy en día tiene que esperar una madre para ser abuela.

Mientras tumbada en esta cama iba pensando en mi familia de aguacates, el dolor ha desaparecido. Se nota exactamente cuándo viene; en cambio, no se nota cuándo se va, es algo que no llama la atención. Pero ahora constato que ha desaparecido completamente. Adoro los analgésicos y me imagino cómo sería si hubiera nacido en otros tiempos, cuando aún no existían analgésicos tan buenos. Mi cabeza está libre de dolor y tiene espacio para todo lo demás. Respiro hondo varias veces seguidas y me quedo dormida, exhausta. Cuando abro los ojos veo a mamá inclinada sobre mí.

—¿Qué haces?

—Te tapo. Estabas totalmente descubierta.

—Deja esa manta, pesa demasiado para la herida de mi culo. Duele. Qué importa el aspecto. ¿Acaso crees que los de aquí no han visto eso ya mil veces?

—Pues quédate como estás, por Dios.

Entonces me acuerdo.

—¿Me puedes hacer el favor de descolgar el crucifijo que hay encima de la puerta? Me molesta.

—No, no puedo, Helen. Déjate de pamplinas.

—Pues si no me ayudas tendré que levantarme y hacerlo yo.

Saco una pierna de la cama, hago un amago de levantarme y gimo de dolor.

—Vale, vale, ya lo hago yo. Quédate acostada.

Ha funcionado.

Tiene que coger la única silla que hay en la habitación para alcanzar el crucifijo. Mientras se sube, me hace preguntas en un tono excesivamente amable y relajado.

—¿Desde cuándo estás con esas cosas?

¿A qué se refiere? Ah, ya. Las almorranas.

—Desde siempre.

—Pero cuando yo te bañaba no las tenías.

—Entonces me debieron salir justo cuando era demasiado mayor para que tú me bañaras.

Baja de la silla y tiene la cruz en la mano. Me mira con mirada interrogante.

—Ponlo en el cajón.

Le señalo la mesilla.

—Sabes, mamá, las almorranas son hereditarias. La pregunta es quién me las ha dejado en herencia.

Vuelve a cerrar el cajón con bastante fuerza.

—Pues tu padre. ¿Cómo ha ido la operación?

En clase de Pedagogía nos enseñaron una vez que los padres divorciados a menudo tratan de poner a los hijos de su parte. Entonces uno habla mal del otro cuando los hijos están presentes.

Lo que olvida cada uno de esos progenitores despotricadores es que de esa manera siempre ofenden a una de las dos mitades de su hijo. Siempre que se pueda decir que un hijo es mitad madre y mitad padre.

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