Enciendo la luz. Es terriblemente luminosa y cruda. Me mareo. Seguramente los analgésicos que me dan son muy fuertes. Me cuesta pensar con claridad. Mis ojos se han acostumbrado a esta luz de pesadilla. ¿Por qué he hecho esto, lo de la cámara y el reloj? Si tengo el móvil aquí. Qué rara eres a veces, Helen. Debe de ser por los medicamentos. Espero. Veo una pastilla en el vaso de plástico que hay sobre mi mesita. Para abajo. Y sin líquido. Sabe asquerosamente a química. Tardo un rato largo en acumular la saliva suficiente para un trago. Glub. Ya está. Apago la luz y trato de dormirme otra vez. Pero no puedo. Tengo la vejiga llena. Muy llena. Para variar, me molesta la vejiga y no el culo. También hay un ruido que de repente me molesta mucho. Es un runrún intenso que viene de fuera, según parece. Suena como el aire de escape del sistema de climatización del hospital. Mientras estaba dormida han dirigido el tubo justo hacia mi ventana. Me niego a ir al váter. O te duermes con la vejiga llena, Helen, o te quedas desvelada. Para no oír el runrún aplasto la almohada contra la cabeza, que así me cubre la oreja de arriba, mientras que la de abajo queda tapada por el colchón.
Pero ahora me resuena la cabeza y lo hace tan fuerte como el tubo de aire del exterior. Cierro los ojos, con fuerza, con ganas de conciliar el sueño a palos. Piensa en otra cosa, Helen. ¿Pero en qué?
Huelo algo.
Me temo que sea gas. Olfateo y vuelvo a olfatear. Sigue oliendo a gas. Un escape. Casi lo oigo. Ssssss. Para estar completamente segura y no quedar en ridículo espero otro poco. Contengo el aliento. Cuento durante unos segundos, después aspiro de nuevo, profundamente. Tengo la seguridad absoluta de que se trata de gas. Vuelvo a encender la luz. Me levanto. El movimiento me produce dolor. Pero me da igual. Más vale tener dolor de culo que saltar por los aires.
Salgo al pasillo y grito.
—Oiga, ¿hay alguien?
Mamá nos prohibió gritar «oiga». Le parece que suena como si se hablara despectivamente con una persona discapacitada.
Ahora lo hago de manera excepcional. Estoy en una situación de emergencia.
—¿Oiga?
En el pasillo oscuro hay un silencio total. Truculentos, estos hospitales de noche.
Sale una enfermera del cuarto reservado al personal técnico sanitario. Menos mal que no es un enfermero. ¿Dónde está Peter?
—¿Puede venir un momento? En mi habitación huele a gas.
La cara se le pone muy seria. Me cree. Bien.
Vamos a mi habitación y empezamos a olisquear. Ya no huelo nada. Ese fuerte olor a gas, simplemente volatilizado. Ni gas ni nada. Otra vez lo mismo.
—Vaya, pues no. Me he equivocado.
Estiro las comisuras de los labios muy para arriba tratando de que parezca una broma.
Pero lo hago fatal. No puedo comprender cómo he vuelto a ser víctima de mí misma. Por enésima vez.
La enfermera me mira llena de desprecio y sale de la habitación. Tiene razón, estas cosas no valen para hacer bromas. Aunque no ha sido una broma precisamente. La peor experiencia de gas que he tenido hasta la fecha, aparte de la auténtica, también se produjo en nuestra casa. Una noche, al dormirme, estaba segura de que olía a gas. El olor era cada vez más intenso. Sabiendo que el gas es más liviano que el aire, aunque cuesta imaginarlo, pensé que aplanada como estaba en la cama, casi a ras de suelo, estaba a buen recaudo.
Sé que pasa mucho tiempo hasta que todas las habitaciones de una casa se llenan de gas y éste empieza a calar desde el techo. Pero estaba segura de que mamá y mi hermano Toni ya estaban muertos.
Esperé mucho tiempo en la cama y casi se me cerraron los ojos (creí que era por falta de oxígeno cuando en realidad fue por cansancio) mientras meditaba qué hacer.
Si me levanto hago saltar una chispa, pensé, y entonces tengo yo la culpa si la casa vuela por los aires y me muero. Los otros ya están muertos, la explosión a ellos no les importa.
Decido deslizarme muy despacio de la cama y arrastrarme por el suelo hacia fuera.
La casa está sumida en un silencio profundo. Si salgo de aquí con vida, sólo me queda mi padre, que por suerte ya no vive en esta casa de la muerte. Es la única ventaja que se me ocurre de unos padres separados.
Tumbada en el suelo estiro la mano hacia el picaporte y abro la puerta. Tardo mucho en recorrer varios metros de pasillo, serpenteando sobre la alfombra. En cuanto estoy fuera respiro un par de veces a pleno pulmón. He sobrevivido.
Me alejo de la casa para que no me mate un ladrillo volador cuando dentro de unos segundos el edificio salte por los aires.
Ahí estaba yo, en camisón e iluminada por la única farola de la acera, mirando hacia la tumba de mi madre y mi hermano.
En la sala de estar había luz. Pude ver a mamá sentada en el sofá con un libro en la mano. Primero pensé que se había asfixiado y quedado tiesa en esa postura. Pero era muy poco probable.
Entonces pasó la hoja. Estaba viva. Así supe que una vez más había sido víctima de mí misma. Volví a entrar en casa y a meterme en la cama. Esta vez con ímpetu, para arrancar chispas.
No existe para mí ninguna posibilidad de saber si cuando huelo gas me lo estoy imaginando o no. En esos momentos simplemente huele mucho a gas. Y ocurre con bastante frecuencia.
En realidad es un olor sabroso.
El miedo cansa. Los analgésicos sin duda también. Me acuesto en mi cama de hospital y vuelvo a dormirme.
He dormido el resto de la noche sin desvelarme. Con sólo dos pastillas. Muy bien. Me convenzo de que son pocas. Me había imaginado la noche mucho peor. Sobre mi mesilla, en un vaso de plástico tamaño chupito, hay una pastilla. Otra. Muy generoso, Peter. Un analgésico, supongo. Me lo trago. Hoy voy a intentar levantarme. Tengo que ir al váter. Con urgencia. No huele bien aquí. Esta vez no es gas. Sólo puede ser mi culo, ¿qué va a ser si no?
Me lo palpo y toco algo húmedo. ¿Sangre? Me miro los dedos, no están rojos. Tienen un matiz marrón claro. Los olfateo. Caca, no cabe duda. ¿De dónde viene, comisario Helen?
Saco de mi caja de higiene unos rectángulos de gasa y me limpio. Veo agua marrón que huele a caca. Ayer, en la foto, mi ano estaba abierto de par en par, y pienso que todo se escurre hacia fuera porque el orificio no se cierra bien. No es hermético. A la mostaza que me sale le pongo el nombre de
cacasuda.
Ya me he acostumbrado a ella. Estoy desarrollando una particular técnica de doblamiento para la gasa, separo ligeramente las nalgas y coloco mi obra de arte blanca y plegada lo más cerca posible de la herida para que haga de dique contra la cacasuda. Si toco la herida con la gasa y las puntas de los dedos, me duele mucho. Con cuidado voy soltando las nalgas para que vuelvan a juntarse. Aseguran firmemente la posición de la compresa. Hecho. Solucionado el primer problema.
Sigo teniendo la sensación de que no huele bien en este cuarto. Me temo que tengo un ano neumoincontinente. Quiera o no quiera, de mis intestinos sale aire caliente sin parar y sin previo aviso. No se puede llamar pedo, ni muchísimo menos. Los pedos suelen tener un principio y un fin. Se abren camino ruidosamente, a presión si es necesario. Y aquí no hay presión. Aquí todo es evaporación, vahos que llenan mi pequeña habitación con unos olores que deberían quedarse en mis entrañas hasta que les diera permiso para salir. Huele a pus tibio mezclado con diarrea y a una cosa agria que no logro identificar. Quizás sea de los medicamentos.
Si ahora entrara alguien en la habitación, sabría de mí tanto como si, en estado normal, hubiera metido su cabeza en mi culo y olfateado con fuerza.
Hoy estoy de muy buen humor, creo que es porque he dormido tan bien. El problema siguiente es ir al váter. Me pongo de bruces y bajo las piernas lentamente. Hasta muy abajo. Esas camas de hospital son demasiado altas. Qué mal. Los pies tocan el suelo. Me apoyo en los brazos y enderezo el torso hasta que queda derecho. Ya. Estoy de pie. Bingo. Me doy la vuelta y emprendo, como pisando huevos para reducir las punzadas del ano, la larga marcha hacia el váter. Tres metros. Son muchos minutos para pensar en algo bello. Ese olor a cacasuda diluida me resulta familiar.
Cuando veo que voy a tener sexo con alguien aficionado al coito anal, le pregunto si quiere churro con chocolate o sin él. Me explico: a algunos sodomitas les gusta sacar a la luz un poco de caca con la punta de la palanca, ya que el olor a mierda excavada por uno mismo les pone cachondos. Otros prefieren la angostura del ano sin excrementos. A cada cual lo suyo. Para quienes quieren una vía de penetración limpia he pedido en internet, en
Cuero & Látex SL,
un chisme que se parece a un dildo. Tiene orificios en la punta y está hecho completamente de acero de quirófano (no estoy segura, pero suena bien y tiene pinta de serlo).
Primero desenrosco en el cuarto de baño a mi amigo, el cabezal de la ducha, y acoplo a la manguera el chisme, que también tiene rosca. Cabe perfectamente. Qué bien que en nuestro país todo esté normalizado. Luego toca limpieza del recto. Para ello lubrico la punta del chirimbolo de acero con Pjur y, sorteando la coliflor, lo voy empotrando, con mucha fuerza hasta donde se pueda. Quiero decir que antes lo hacía así, ahora, sin coliflor, seguramente será más fácil. El empotramiento ya me pone cachonda, puesto que lo habitual es que sea una polla la que entra por esa vía. ¿Habrá que hablar ya de un clásico reflejo condicionado?
El acero es más duro y frío que una polla. Entonces abro el agua de la ducha a tope cuidando de que no esté demasiado caliente para no quemarme por dentro. Llega así el momento de gloria de mi lavado interior, en el que te sientes como si te inflaran exactamente como un globo. Esa sensación de plenitud meneante es más propia de las flatulencias que de las aguas intestinales, por lo que piensas que es el aire y no el agua lo que la provoca. Al poco tiempo tienes la sensación de que ya hay litros de agua en las tripas y estás a punto de reventar. La necesidad de defecar en ese momento es enorme.
Entonces cierro el agua y me agacho en la ducha como si fuera a mear. Expelo con fuerza toda el agua de mi intestino. Es una sensación como si se meara por el culo, algo parecido a las llamadas diarreas líquidas. Hay que quitar la rejilla y el tapón del sumidero porque el agua arrastra cantidad de mierda, tanto cagarrutas como pedazos gordos. Repito el procedimiento tres veces, hasta que en el agua expulsada no quede ni una mínima fracción fecal. No hay polla, por gruesa o larga que sea, capaz de extraer ya nada de un recto purgado de este modo. Así quedo perfectamente preparada para un sexo anal higiénico, como si fuera un muñeco de caucho.
Cuando un tío quiere churro con chocolate, sólo acepto si ya he tenido buen sexo con él un par de veces. Es una gran muestra de amor por mi parte eso del sexo anal sin riego previo, y necesito tener mucha confianza para permitirle a alguien adornar su polla con mi caca. Si no vacío el intestino antes del sexo, sea con el irrigador anal o en el váter, la caca, situada a pocos centímetros de la entrada, está lista para salir. No hay cosa más íntima para mí. Cuando practico esta forma de sexo, toda la habitación huele a mis tripas, o al menos yo huelo mis tripas durante todo el acto. Basta con que el tío la meta brevemente y toque mi caca con su capullo. Si luego la saca y ensayamos otra postura, su polla actúa como un cimbreante arbolito ambientador impregnado del olor de mi caca.
Sin embargo, en este momento no puedo imaginarme que algún día vuelva a ser capaz de hacer esas cosas. Ninguna de ellas. Ni limpieza cachondeante ni enculamiento. Sería terrible.
Lo he conseguido. He llegado al cuarto de baño. No tengo que bajarme las bragas porque no llevo. Solamente me subo un poco el vestido de ángel y lo anudo a la altura de la barriga para que no caiga en el váter. Intento sentarme con cuidado, pero al doblar las rodillas noto que es imposible. La tirantez de la herida me aguijonea. Por tanto me quedo de pie y me pongo, espatarrada, sobre la taza. Así funciona. Las francesas mean de esta manera, ¿verdad? A la izquierda, fijada a la pared, hay una barra para los abueletes. Seguramente está pensada para personas que, sentadas en la taza, no pueden levantarse sin ayudarse con los brazos. Yo la desvirtualizo usándola para mantener el equilibrio mientras meo de pie. A la derecha me aguanto en la pared de la cabina de ducha. Acierto a dirigir casi todo el chorro de pis en la taza. ¿Y también tengo que cagar así? Impensable. Pero es impensable en cualquier postura. Ni siquiera lo intento. Naturalmente, no me lavo las manos después de mear. Si pudiera estar sentada en el asiento de la taza haría lo que suelo hacer en el cuarto de baño de casa: aprovechar el tiempo para leer las inscripciones de los diferentes jabones y champús. En casa, muchas de ellas ya me las sé de memoria. Mi frase favorita es la que aparece en unas sales de baño de mamá; dice así: «Proporciona un efecto estimulante y tonificante.» No tengo ni idea de qué significa. Estimulante sí. Pero ¿tonificante? Me imagino a mamá perpetuamente tonificada. No es una imagen bonita. Y desde que esta palabra forma parte de mi léxico, a mi hermano Toni le llamo así: Tonificado. A él no le hace gracia. A mí sí.
Y vuelta a la cama.
Tardo una eternidad en andar y desandar los caminos en este sitio. No creía que el ojo del culo tuviera tanto que ver con caminar. Durante mi desplazamiento a paso de tortuga me sobra tiempo para pensar en las cosas que quiero hacer hoy. Seguramente vendrán papá y mamá. Voy a juntarlos de nuevo. También tengo que montar mis aguacates y ponerles agua. Tengo que encontrarles un buen escondite; si no, me los quitan. Ya he llegado a la altura de la estampa de Jesús. La descuelgo de la pared y me la llevo hasta la cama. Cabe perfectamente entre la mesilla y la pared, allí nadie la verá. Muy bien. La habitación de una enferma atea. Trepo sobre mi cama como una impedida y quedo exhausta. ¿Y qué es eso? Veo unas gotas en el suelo. Una huella larga, desde el cuarto de baño hasta la cama, con una inflexión hacia la pared. Son gotas de pipí. No me he secado las partes. Nunca lo hago. Pero lo normal es que todo se quede en las bragas o la tela que sea. Aquí, en cambio, no llevo nada por abajo, de manera que todo cae en el suelo. Divertido. Pero no puedo levantarme y pasar un trapo, pues no conseguiría repetir el recorrido; y aún menos sería capaz de agacharme para limpiarlo. De modo que tiene que quedar así. Cuento las gotas que veo hasta la puerta. Doce. A la nueve y la diez les da el sol que entra por la ventana, confiriéndoles el aspecto de pequeños círculos recortados en papel de aluminio o incluso en algo más bonito. Mi padre, que es científico, me explicó que algunos rayos de luz se refractan al penetrar en las gotas. Por eso parece que la luz está como presa en el interior de las mismas. El resto de luz se refleja en la superficie, de ahí su brillo. Llaman a la puerta. Alguien entra y recorre con blancos zapatos ergonómicos mi pipivía. Sus calcetines lucen una blancura insólita. En nuestra casa nunca nada conserva ese color. Toda la ropa blanca deja de serlo a partir del primer lavado, convirtiéndose en rosa sucio o gris pardo. Entra más gente, pisotean las gotas. Ahora todos llevan mi pipí en las suelas de sus zapatos ergonómicos. Eso corresponde exactamente a mi sentido del humor. Me imagino cómo durante todo el día van marcando mi terreno en las distintas unidades del hospital. ¿Harán algo más que estropear pipivías de niñas pequeñas?