Zonas Húmedas (18 page)

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Authors: Charlotte Roche

Tags: #GusiX

BOOK: Zonas Húmedas
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Deben de considerar que estoy perdiendo demasiada sangre en demasiado poco tiempo. Ahora que comprendo que ellos lo ven igual que yo, me siento muy mal porque temo morir por mi idea de emparejar a mis padres. No formaba parte de mi plan.

Me dice que me incorpore y doble el torso cual lomo de gato para que él pueda desinfectarme la espalda, introducir una cánula gruesa entre las vértebras lumbares y administrarme la inyección por ella. Eso no suena nada bien.

Odio todo lo que se me acerca demasiado a la médula espinal. Pienso que pueden hacerte una chapuza dejándote discapacitada para siempre y sin sentir ya nunca nada cuando tienes sexo. Parece que todo lo que va explicando lo va ejecutando al mismo tiempo. Lo siento manosear por detrás, limpiando, poniendo y quitando. Siento como si el culo se me rajara cada vez más.

Dice que pasarán exactamente quince minutos hasta que la zona comprendida entre el pinchazo y la punta de los pies quede anestesiada. Un intervalo largo, según nos parece a los dos, si lo equiparamos a litros de sangre por minuto. Sale y dice que enseguida vuelve. Miro mi móvil para medir los minutos. Son y diez. A y veinticinco estaré lista para el quirófano.

Entra Robin y me explica que el doctor se está preparando para operarme de urgencia, por lo que no puede venir a verme antes. Dice que le ha explicado cuánta sangre he perdido y que entonces el doctor ha dispuesto lo necesario para una intervención inmediata.

Operación de urgencia. Válgame la providencia. Suena tremendo pero también excitante y solemne. Como si mi persona fuera importante. Un buen momento para atraer a mis padres.

Le apunto a Robin sus números de teléfono y le pido que los llame durante la operación para que comparezcan aquí.

Llega el anestesista para llevarme al quirófano. Palpo mis muslos y siento el tacto de las manos. ¡Alto! Si lo siento todo. No pueden operarme. Aún no. Miro el móvil. Y cuarto. Sólo han transcurrido cinco minutos.

No puede ser que lo hagan en serio. Pero parece que sí. No esperan hasta que la anestesia haga efecto. Tienen aún más prisa de lo que yo pensaba. Muy preocupante todo esto.

Robin me empuja al pasillo. No me han permitido llevarme el móvil. Por los aparatos. ¿Qué aparatos? ¿Es que vamos en avión o qué? Me da lo mismo.

Por lo que recuerdo, hay relojes en todos los pasillos y también en la antesala del quirófano. Relojes descomunales en blanco y negro como en las estaciones de tren. ¿Por qué los relojes de las estaciones de tren están en los hospitales? ¿Qué nos quieren decir con eso? No voy a dejar que me metan sus herramientas en el culo hasta que haya pasado el cuarto de hora. Me da igual desangrarme o no. Muy combativa, Helen, pero es estúpido. Porque no querrás palmarla.

Pensándolo bien, para mis padres sería el motivo de reconciliación perfecto. Su duelo los iría acercando. Sus respectivas parejas no serían capaces de consolarlos porque saben que nunca aceptaron del todo a la hijastra. Y si la hijastra muere, a la pareja se le cae la máscara. Entonces quedaría claro para siempre quién ha ganado la lucha y quién la ha perdido. Un plan excelente, Helen, pero tú no vivirías el momento en que se unieran. Porque si estás muerta no podrás mirar desde lo alto.

De hecho, estás convencida de que el cielo no existe. De que no somos más que animales altamente desarrollados que tras la muerte se pudren en la tierra y son presa de los gusanos. En ese esquema no existe la posibilidad de contemplar desde lo alto a los queridos animales paternos. Todo será devorado. La supuesta alma, la memoria, el amor y todos los recuerdos se transformarán junto con el cerebro en caca de gusano. También los ojos. Y el chochito. Los gusanos no hacen distingos. Se comen las sinapsis lo mismo que los clítoris. Les falta criterio para entender qué o a quién se están zampando. Lo importante es que sea apetitoso.

Volvamos al tiempo. Mi cama rodante cruza por delante de relojes y constato que su carrera es muy lenta. Mucho más lenta que la de Robin, que no para de chocar contra las paredes. Noto que el charco de sangre en el que estoy tirada es cada vez más profundo.

Hemos llegado a la antesala, donde también pende un reloj de estación. Lo sabía. Son y dieciocho. Miro fijamente al minutero. Robin me explica que entraremos en cuanto hayan limpiado el quirófano. Sin apartar la mirada del minutero le digo:

—No soy muy quisquillosa para el orden. Por mí, no tienen que recoger. No me importa ver lo que ha pasado ahí dentro antes de mi turno.

Robin y el anestesista se ríen. Esto es muy de Helen. Cuanto peor pinta la situación, más morro le echa. Para que nadie se dé cuenta del miedo que les tengo a esa gente y sus manos hurgándome el culo. Estoy muy orgullosa de la dilatabilidad de mi esfínter durante el sexo, pero ni yo puedo con varias manazas de hombre adulto ahí dentro. Lo siento, pero no le veo nada bueno al asunto.

Por desgracia ya sé lo que es un esfínter desvencijado. Y esta vez encima lo harán sin anestesia general.

Cerdos tarados que son. Tengo miedo. Agarro la mano de Robin, que tenía al alcance, y la aprieto firmemente. Parece estar acostumbrado. No se sorprende en absoluto.

Seguramente todas las abuelas hacen lo mismo cuando están a punto de ser operadas. Las personas suelen ponerse nerviosas antes de una operación. Igual que antes de salir de viaje. De hecho, hay cierto parecido. Nunca se sabe si se volverá.

Un viaje de dolor. Estrujo la mano de Robin de tal manera que le salen manchas blancas, le clavo mis largas uñas en la piel para diferenciarme, aunque sólo sea por las marcas, de las abuelas. Entonces se abre la gran puerta eléctrica del quirófano y una enfermera con mascarilla dice con voz aplastada:

—Vengan.

Zorra. Llena de pánico, miro el reloj. El minutero salta chasqueando con brusquedad sobre el cuatro. Clac. ¡Y veinte! Aún se estremece levemente.

Deberían esperar cinco minutos más. No. Por favor. Si aún lo siento todo. No comiencen todavía. Pero no digo nada. Culpa tuya, Helen. Sangre querías y sangre tendrás. Tengo ganas de vomitar. Tampoco lo digo. Si lo hago, ya se darán cuenta. Ahora todo da igual.

—Tengo miedo, Robin.

—Yo también. Por ti.

Vale. Me ama. Si lo sabía. A veces va tan rápido. Me ayudo con mi otra mano para sujetar su mano con fuerza. Le miro fijamente a los ojos y trato de sonreír. Entonces la suelto.

17

Me empujan adentro. Me levantan para colocarme sobre la mesa de operaciones. Cada enfermera me coge una pierna y la introduce en unas correas colgadas del techo. Las atan por los tobillos y las tiran para arriba hasta que quedan rectas. Una especie de poleas. Mis piernas están ahora en vertical, como en una postura ginecológica extrema. Así todos pueden meterse en mi culo. Veo unas pestañas largas asomando por encima de una mascarilla. Pertenecen al doctor Notz. Robin ha desaparecido. Debe de ser flojo de nervios. El anostesista..., perdón, el anestesista se sienta al lado de mi cabeza y me explica que tienen que comenzar porque pierdo mucha sangre. Dice que sólo pienso que estoy sintiéndolo todo porque me queda un poquitín de sensibilidad. Pero que en realidad ya sólo siento una mínima parte de la operación en marcha. Han tendido una tela de color verde claro entre mi cabeza y mi culo. Seguramente para que mi culo no vea mi cara de espanto.

Con un susurro le pregunto al anestesista qué es lo que están haciendo exactamente.

Me explica, como a una criatura de seis años, que tienen que aplicar suturas, cosa que normalmente tratan de evitar. En la primera intervención cortaron mucho pero dejaron la herida abierta para que cicatrizara, lo que para el paciente es mucho más agradable. Esta vez hemos tenido mala suerte, dice (la habré tenido yo, sobre todo). Tienen que coser cada punto sangrante por separado, de manera que tendré una sensación de tirantez muy incómoda después. Sentiré punzadas. Durante mucho tiempo. Y yo pensaba que más incómoda imposible. Ay, Helen, la de sacrificios que haces por el bien de tus padres. Es conmovedor. ¡Toma! Mientras el anestesista me estaba pintando un futuro de dolor, he dejado de fijarme en mi culo. Lo que sin duda quiere decir que ya estoy completamente anestesiada. Le pregunto la hora. Y veinticinco. Es en este minuto justamente cuando ya no siento nada. Gran precisión la de este hombre. Sonríe satisfecho. Yo también.

De golpe estoy totalmente relajada, como si nada hubiera ocurrido.

Podemos pasar a la conversación amena. Le pregunto cosas sin importancia que me pasan por la cabeza. Que si al mediodía también tiene que comer en la cafetería. Que si tiene familia. Una casa con jardín. Que si alguna vez no ha conseguido anestesiar a un paciente. O si es cierto que los drogadictos son más difíciles de anestesiar. En los silencios que jalonan la conversación me figuro cómo mis padres están ya esperando juntos en mi cuarto vacío, enfermos de tanta preocupación, y cómo hablan de mí. De mi dolor. Qué bonito.

Mientras tanto los de aquí han terminado su labor de costura y yo vuelvo a tener sensibilidad en los pies. Le pregunto al anestesista si eso es posible y me explica que su objetivo es acertar siempre la dosis precisa, sin pasarse ni quedarse corto. Sabe por experiencia lo que dura una operación de estas características y me ha insensibilizado el tiempo justo. A juzgar por su mirada, está orgullosísimo. Dice que enseguida volveré a sentirlo todo, también el dolor, y me da una pastilla. Pero añade que va a ser difícil combatir las punzadas en el ano mediante analgésicos y que me vaya mentalizando para soportar un gran dolor, incomparablemente mayor que el que tenía hasta ahora. ¿En qué lío me he metido? Me bajan las piernas de la vertical a la horizontal. El hormigueo de la sensibilidad recuperada me va subiendo por ellas. Me ponen un nuevo taponazo por detrás y me meten en otra cama. Luego una enfermera de quirófano que nunca he visto me conduce, tapada, a la habitación. Es muy mala conductora de camas, peor que el nervioso Robin en el viaje de ida.

Me aparca en mi habitación, grande y desierta. Al salir dice que llame al timbre si necesito algo. Ya lo sé. Bastante tiempo llevo aquí.

¿Y ahora qué? Tras un conato de desangramiento tan apasionante resulta muy aburrido quedarse acostada en la habitación. Hay algo que todavía tengo que hacer. Ya sé, el cojín. Tiene que desaparecer. Abro la manta y veo que ya no está. ¿Dónde se ha metido? ¿Quién lo tiene? Ay, Helen, qué trastornada estás. Seguro que es por los medicamentos. Claro, después del estallido de sangre han cambiado la ropa de cama. ¿Dónde lo habrán metido? No puedo preguntar ni quiero. Quizás una de esas estúpidas enfermeras lo haya tirado sin ponerlo en el parte. Sería lo mejor. Bueno. Parece, pues, que del cojín ya se ha hecho cargo alguien.

Supongo que estaré un rato sin dolor. Así que puedo aprovechar el tiempo. ¿En qué? Seguro que no puedo ponerme a andar por ahí. Además, prefiero no hacerlo para evitar que se me vuelva a abrir todo.

Llaman a la puerta.

¿Robin?

No, el ángel verde. A ver, algo para entretenerme. Esta vez voy a gastar más saliva que en el primer encuentro.

—Buenos días —dice.

Muy buenas tenga usted, le contesto. No es mal comienzo. Quisiera retenerla el máximo tiempo posible en la habitación para matar el aburrimiento.

Quiero que me resuelva el enigma del teléfono.

—¿Adelantáis dinero a los pacientes recién ingresados para activar el teléfono?

—Sí, es lo que hemos hecho con el tuyo. Estabas tan agotada por el dolor que nos hemos encargado de ello. Lo pagamos de nuestro fondo. Pero los pacientes tienen que reembolsarlo.

Qué pena. Esperaba que lo hubiese hecho Robin.

—Cuando a principios de diciembre estuve aquí para hacerme esterilizar no me lo hicisteis.

Esa información a ella no le va ni le viene, Helen, tía.

—Es un servicio nuevo que ofrecemos.

Aprovecho para pedirle otro favor. Quiero un café de la cafetería. Y, puestos a pedir, le pido también un racimo de uvas frescas y una bolsita de frutos secos. Le digo que tome el dinero del cajón de la mesilla. Y que coja también el que me adelantaron para la tarjeta del teléfono.

Ha comprendido y sale con el dinero.

Mientras hace el recado lleno mi vaso con la botella de agua mineral, me la meto toda en la boca y vuelvo a escupirla en la botella. Le pongo el pulgar encima y la voy sacudiendo. Repito el procedimiento tres veces.

Espero a que vuelva. Noto lo cansada que estoy. Cierro los ojos. Aunque la pastilla y el resto de la anestesia aún están haciendo su trabajo, el dolor ya empieza a aflorar. Es una sensación como si siguieran zurciéndome el recto con afiladas agujas metálicas. Atirantan el hilo y lo cortan mordiéndolo con los dientes. Como lo hace mamá. Hace muchas cosas con la boca. También cosas peligrosas. De niña observaba cómo colgaba los cuadros con chinchetas. Se las metía todas en la boca, se subía a una silla, y a medida que las necesitaba las iba sacando una a una. Yo cerraba los ojos de dolor. Y los mantenía cerrados mucho tiempo.

Me despierto porque están llamando a la puerta. Vuelve el ángel verde. Qué veloz. Por supuesto que ha sido más rápida que yo, no es paciente anal. A mí me pareció un recorrido muy largo.

Le doy las gracias por lo que me ha traído y le pregunto si puedo hacerle algunas preguntas. Me cuesta llevar una conversación normal. En mis bajos se está cociendo algo. Cuanto más se agrava el dolor, con más naturalidad trato de comportarme yo. Claro que sí, dice ella. Le ofrezco agua, que acepta de buen grado. Va a buscar un vaso al cuarto de las enfermeras. Es raro que los ángeles puedan entrar allí. Si ni siquiera les dejan poner inyecciones.

Vuelve con el vaso. Se lo lleno hasta el borde y se lo bebe a tragos grandes y gorgoteantes. Estoy contenta. Es como si ya nos hubiéramos besado. Sin que ella lo sepa, claro. O sea, contra su voluntad en cierta manera. Como si hubiera estado anestesiada y yo le hubiera dado un beso. Un beso contra el dolor. Pero no sirve de mucho.

Sin embargo, me siento muy unida a ella y la miro con cara radiante. Ahora también veo lo bonito que es el maquillaje que lleva. Se ha trazado una delgada raya de color azul claro bajo el arco de las pestañas inferiores. Es algo que requiere largos años de ejercicio. Es decir, debe de maquillarse desde hace mucho tiempo. Seguro que empezó en la escuela. Muy bien.

Le pregunto todo lo que se me ocurre sobre su misión de ángel verde. Cómo llega una a serlo. Dónde en el hospital hay que apuntarse. Si hay muchas solicitudes. Si se puede escoger la unidad.

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