Zonas Húmedas (17 page)

Read Zonas Húmedas Online

Authors: Charlotte Roche

Tags: #GusiX

BOOK: Zonas Húmedas
10.25Mb size Format: txt, pdf, ePub

Parece un cojín cervical desinflado, aunque no en forma de herradura sino redondo como un flotador y para personas muy flacas.

—¿No lo adivinas? Es un cojín para las hemorroides. Así podrás sentarte sin que te duela. Pones la herida en el hueco del anillo de manera que queda flotando en el aire. Y si no hace contacto con nada, no puede doler.

—Ay, gracias, papá.

Por lo visto se ha tomado su tiempo para pensar en mi dolor y en cómo aliviarlo. Mi papá tiene sentimientos. También para mí. Qué bonito.

—¿Y dónde se compra eso, papá?

—En una tienda de productos sanitarios.

—¿Donde venden también plaguicidas y funguicidas?

—No, ésos son productos fitosanitarios.

Ha sido una conversación larga para lo que se estila entre nosotros.

Rompo el envoltorio y me pongo a inflar la almohadilla circular. Noto que el estar mucho tiempo tumbada y fantasear con tener sexo con el enfermero no contribuye precisamente al fortalecimiento de los pulmones. Después de cuatro soplos se me nubla la vista. Le paso el cojín a papá para que termine la faena.

Con el último soplo he dejado aposta una buena ración de saliva en la boquilla infladora que papá se mete ahora entre los labios sin limpiarla. Esto es lo que se puede llamar el estadio previo al beso de tornillo. ¿A que sí? Puedo imaginarme perfectamente tener sexo con mi padre. Antes, cuando era pequeña y mis viejos aún vivían juntos, por las mañanas trotaban en cueros del dormitorio al baño.

Mi padre siempre llevaba un vergajo a la altura del abdomen que ya entonces me tenía fascinada. Ellos pensarían que no me daba cuenta. Pero sí me daba. ¡Y cómo!

Entonces yo todavía no sabía nada de erecciones matutinas. De eso no me enteré hasta mucho después. Durante un tiempo en que ya follaba con chicos creí que sus erecciones matinales eran por mí. Me decepcioné enormemente cuando me explicaron que a los hombres se les empalmaba para impedir la salida de orín por las mañanas. Fue una desilusión de órdago.

Observo a mi padre soplando y no puedo menos de reír. Echa los bofes, con cara seria y reconcentrada, lo que me hace recordar el pasado. En las vacaciones, cuando estábamos en la playa, nos tenía que inflar a mí y a mi hermano las colchonetas y muchos animalotes de goma hasta quedar reventado. Eso era verdadero amor de padre. También era tarea suya ponerme crema en la espalda para protegerme del sol. En las partes que yo alcanzaba me la ponía yo misma. Éstas nunca se quemaron. En cambio la espalda, área de responsabilidad de mi padre, estaba siempre quemada. Cuando por las noches trataba de mirármela en el espejo, podía comprobar que papá había obrado con gran negligencia. Tenía en la piel un gran signo de interrogación blanco, todo el resto estaba rojo como un cangrejo. Por lo visto se echaba una pizca de crema en la mano, trazaba una S sobre mi espalda y listo. Yo me daba cuenta de que lo hacía muy deprisa. Y ya dejo el tema del amor de padre. A lo mejor estaba demasiado hecho polvo de inflar tanto animalote como para además ponerme la crema debidamente. Quizás era pedir demasiado. Seguro. Siempre hago lo mismo. Pido demasiado.

Ve cómo me río.

—¿Quéhh?

Habla sin quitarse la boquilla de la boca.

Y mezcla intensamente mi saliva con la suya. ¿Le parecerá eso tan guay como a mí? ¿También pensará en esas cosas? Si no preguntas, nunca lo sabrás. Y no preguntaré.

—Nada. Que gracias por el cojín y por inflarlo, papá.

Se abre la puerta. Ahora ya ni llaman.

Otra enfermera. ¿Cuántas habrá?

Ya sé lo que quiere.

—No, todavía no he evacuado.

—No era eso lo que quería. He venido a cambiarle la bolsa del cubo de la basura. Me han dicho que tira usted las gasas alegremente.

—La alegría con que mi culo produce sudor de sangre y caca no es para menos.

Mi padre y la enfermera, en cuya placa dice Vanessa, ponen cara de asombro. Ya podéis mirar. ¿Y qué? Esos eufemismos de enfermera empiezan a crisparme los nervios.

Con un rápido gesto de la mano la enfermera saca la bolsa del cubo y la cierra con un pequeño y delicado nudo. Luego, de una sola y fuerte sacudida, abre la nueva bolsa como un buñuelo de viento y la introduce en el recipiente. A todo esto observa a mi padre inflando el cojín.

Deja caer estruendosamente la tapa del cubo y dice al salir:

—Si el cojín es para la paciente, no se lo aconsejo. Al sentarse encima se le abrirá la herida. Sólo sirve para personas con hemorroides no operadas.

Mi padre se levanta y deja el cojín en el armario ropero. Parece triste por haberme traído un regalo que conlleva peligro de muerte.

¿Y qué va a pasar ahora? Dice que va siendo hora de marcharse. Le espera el trabajo. ¿A qué se dedica en realidad?

Hay cosas que si no se preguntan a tiempo ya no pueden preguntarse nunca.

Como llevo años interesándome por los chicos, no me ha importado no saber en qué trabaja mi padre. Por lo que otros insinuaron en las comidas familiares puedo conjeturar que tiene que ver con ciencia e investigación.

Me prometo que cuando salga del hospital (lo que espero que sea dentro de mucho) buscaré en su armario secreto indicios probatorios de su actividad profesional.

—Vale, papá. Muchos saludos a tus colegas desconocidos.

—¿Qué colegas? —dice en voz baja al cruzar la puerta.

16

Vaya canas que le han salido a mi viejo. Morirá pronto. Eso significa que me queda poco tiempo para despedirme de él. Lo mejor será ir habituándose a su desaparición, así dolerá menos cuando se presente el momento. Me lo apunto en mi memoria hecha un colador: iniciar despedida de papá. Cuando llegue la hora todos se extrañarán de lo bien que llevaré la pérdida. Ganar el duelo con el duelo anticipando la elaboración del dolor.

En cualquier caso la breve visita de papá me ha proporcionado el recurso perfecto para alargar mi estancia en el hospital. Sólo tengo que hacer sentadas excesivas sobre el cojín circular para provocar la rajadura de la llaga. Es lo que ha pronosticado Vanessa la resentida. Pero tengo que vigilar que no me pillen. Tomo un analgésico. Un poco de narcosis me ayudará para lo que viene.

Siguiendo mi método probado y comprobado, me voy deslizando de barriga cama abajo y me encamino al armario con el torso encorvado y sintiendo un dolor punzante. Abro la puerta cerrada por mi padre. Allí, en el suelo, está el rajaculos. Agacharme doblando las piernas me es imposible. Duele demasiado. Tengo que pensar en otra forma de alcanzarlo. Ya sé. Mantengo las piernas rectas y me doblo de cintura, con la espalda igualmente recta. Quedo en una postura que parece una L invertida pero llego, justito, al cojín. Hecho. Vuelvo a poner la espalda derecha y emprendo el camino de vuelta. Una vez frente a la cama, pongo el cojín salvavidas encima, muy cerca del borde para poder sentarme tal cual. Me doy media vuelta quedando con el culo contra la cama e inicio el descenso cual pájaro que se posa en su nido. Meneo un poco el culo. Para aquí, para allá, vuelta en redondo y el culo mondo y lirondo. El movimiento sobre el cojín atiranta la piel de la llaga. Me pongo de pie y acerco la mano. Palpo. Miro la mano. No hay sangre. Vanas promesas, Vanessa.

¿Y ahora qué? El plan de reabrir la herida era bueno pero el cojín no sirve. Lo tiro sobre la cama con mala leche. Simplemente, tengo que buscar otra cosa para rajarme el culo. Vale, céntrate, Helen. No tienes mucho tiempo. Ya sabes que aquí entran de rondón y luego hay testigos. Miro la panoplia de objetos que el cuarto pone a mi disposición. La mesilla metálica: no vale; la botella de agua sobre la misma: se puede introducir pero no creo que sea adecuada para lesionarme como pretendo; el televisor: está demasiado alto; las cucharas sobre la mesa: inofensivas; los cuencos para el muesli: como un cero a la izquierda. Mi mirada sigue su recorrido y recala en una cosa situada debajo de la cama. Eso es. El freno de las ruedas. Ese pedal o palanquita de hierro que bloquea las ruedas de goma del catre. Me acerco lo más rápido que puedo, me pongo de espaldas y me dejo caer de golpe con el culo sobre el pedal. Quedo sentada en él. Y empiezo a moverme de un lado para otro. El dolor me hace gritar, me tapo la boca con las manos. Llanto estremecedor en las palmas. Si esta vez no funciona, ya no sé qué hacer. Siento perfectamente cómo el pedal penetra en la llaga y hago presión para hundirlo más. Ya. Suficiente, pequeña valiente. Enhorabuena. Aunque estoy llorando y temblando de dolor, parece que por fin he clavado, nunca mejor dicho, una pica en Flandes. Mi mano comprobadora se dirige hacia atrás para tomar un botón de muestra. Cuando la retiro para mirarla veo que está llena de sangre roja y fresca. Tengo que tumbarme porque me da un soponcio. Sería fatal. Me tienen que encontrar en la cama para que pueda decir que me pasó mientras estaba acostada. Así que acuéstate, Helen.

El dolor es infernal. Me sigo tapando la boca. Las lágrimas me bañan la cara. ¿Llamo ya o espero para que la herida cause mayor impresión? Decido esperar otro poco. Sé que puedo. Recuerda, Helen, que todavía tienes que limpiar el freno y eliminar las huellas. El cojín lo escondo debajo de la manta, me ocuparé de él después. La hemorragia va a más. Vuelvo a tocar con la mano, que queda aún más llena de sangre que antes. La sensación en la entrepierna y los muslos es idéntica a cuando de pequeña me meaba encima. Cuando notas líquidos de temperatura corporal escurriéndose piernas abajo, lo primero en que piensas es el pipí, porque en la infancia solía ser eso. Estoy tirada en el charco de mi propia sangre y lloro. Abro los ojos y veo sobre la mesilla el tapón de una botella de agua mineral. Lo cojo y trato de captar el caudal de mis lágrimas con él. Este pequeño reto me sirve para distraerme del dolor y quizás más tarde les encuentre un uso a las lágrimas. Lloro muy pocas veces. Pero ahora se han abierto todos los diques. Arriba, lágrimas; abajo, sangre.

Acerco el tapón muy cerca de las glándulas lacrimales y, después de un rato, miro cuánto he recogido. El fondo está cubierto. Algo es algo. Helen, basta ya de remolonear. Toco el timbre de emergencia. Mientras espero a que vengan escondo el tapón con el líquido lacrimal detrás de los objetos de la mesilla. Para que ninguna de esas vacaburras me lo tire. Mucho dolor va metido en ese receptáculo.

Creo que ya es hora de que venga alguien. Al fin y al cabo estoy perdiendo mucha sangre. Da lo mismo que lo haya provocado o no, tienen que ayudarme a detener la hemorragia. Ha salido tanta que empieza a gotear en el suelo. ¿Cómo es posible? ¿No debería absorberla la cama? Ya sé. Es por los cubrecolchones de plástico. Hacen que la sangre se acumule en vez de dejar que vaya empapando el colchón. Veo hilos de sangre cruzando debajo de mí y cayendo en el suelo. Una visión interesante. Esto empieza a parecerse a una carnicería. Sólo que en las carnicerías hay un desagüe, ubicado en un rebaje, para que la sangre se escurra. Buen invento. Los de la unidad de Proctología deberían tomar ejemplo. Aunque la verdad es que no todos los pacientes anales se dedican tanto al maniculeo como yo. Mala idea, pues, Helen. Olvídala. Vuelvo a llamar al timbre. Tres veces seguidas. En el pasillo no se oye nada. Apretar el botón tres veces tampoco produce más que un solo zumbido en el cuarto de las enfermeras, parece que no quieren que los enfermos las mareen. Aunque el sistema del timbre serviría para establecer una comunicación mucho más inteligente entre pacientes y personal sanitario. Un solo timbrazo: tráigame más mantequilla para el pan integral. Dos timbrazos: tráigame un florero con agua. Tres timbrazos: ¡socorro!, estoy perdiendo muchísima sangre por el culo, tanta que el riego del cerebro es ya tan escaso que no logro pensar serenamente y sólo se me ocurren ideas desechables sobre cómo optimizar el funcionamiento del hospital.

Veo el freno untado de sangre. Tengo que limpiarlo para que no descubran el pastel. Me levanto con prisa y casi doy un resbalón en el charco. Me sujeto en la cama para avanzar despacio hasta los pies. La sangre sube entre los dedos hasta llegar al dorso del pie, tengo que tener cuidado para no ser víctima de un aquaplaning. Me acuclillo delante del freno y lo limpio con una punta del camisón. Borradas las huellas. Ejem..., las del freno, por lo menos. Estar de cuclillas duele, lo mismo que andar. Me va a dar un patatús en cualquier momento. Ven, Helen, acuéstate. Puedes, pequeña. Pude. Oprimo ambas manos con firmeza en la cara.

Tengo que esperar una eternidad. Siempre hay que esperar. Podría ir al encuentro de esa gente, montar un numerito saliendo al pasillo y dejando un rastro de sangre. Pero me reprimo.

Me da vértigo. Noto el olor de la sangre, de sangre a cántaros. ¿Será que tengo que matar el tiempo ordenando y limpiando? Porque quiero ser la mejor paciente que jamás hayan tenido. Pero tal vez sería pedirme demasiado en este instante. De verdad, Helen, no es el momento de poner orden.

Toc. Se abre la puerta. Es Robin. Muy bien. Él sabe. ¿Qué sabe? Da igual. Me estoy yendo a pique.

—No sé qué ha pasado —me adelanto a su pregunta—. Creo que he hecho un movimiento raro y, zas, ha empezado a correr la sangre. ¿Qué hacemos?

Los ojos de Robin se dilatan, dice que va a llamar al doctor.

Se me acerca. ¿No acaba de decir que llamará al doctor?

Dice que estoy pálida y en eso mete la pata en el charco de mi sangre y deja una ristra de pisadas rojas cuando sale corriendo.

Le sigo con mis pensamientos: ten cuidado, hay aquaplaning de sangre... Pongo las dos manos en la hemorragia para reducirla. Las manos se van llenando. ¡Qué despilfarro! ¿No hay gente que padece falta de sangre? ¿O era que la tiene infectada? Yo qué sé.

Anemia. Eso es. Hay personas de las que se dice que son anémicas. Estás a un paso de serlo tú también, Helen, si sigues así.

Entra el anestesista y me pregunta si he comido algo. En efecto, he comido muesli para el desayuno. Pero él lo lamenta. ¿Por qué?

—Porque entonces no le podemos poner anestesia general. Correría usted peligro de vomitar dormida y asfixiarse. De modo que sólo queda la opción de la epidural.

Sale corriendo y vuelve con un formulario, jeringas y perendengues.

Sé que es lo que les ponen a las embarazadas que no pueden con el parto. A las madres cagonas que desean tener un parto natural pero sin dolor, por favor. Se lo he oído decir a mamá.

Tengo que firmar algo que no sé qué es porque no le he prestado atención al médico. Me fío de él. Sin embargo, me inquieta sobremanera que ese hombre tan tranquilo de repente se ponga a correr. Estoy preocupada. Parece tener mucha prisa.

Other books

The Children's War by Stroyar, J.N.
I Dream of Zombies by Johnstone, Vickie
The Marriage Bargain by Sandra Edwards
Flyers by Scott Ciencin
Fear City by F. Paul Wilson
Skyhook by John J. Nance
Maggie Malone and the Mostly Magical Boots by Jenna McCarthy and Carolyn Evans
Wind Spirit [Ella Clah 10] by David, Aimee Thurlo