Seguro que Willi se pone muy contento si alguna vez le da algo en las piernas o donde sea y puede pasar una noche en el hospital.
Yo necesito todavía muchos días de permanencia hospitalaria para que se multipliquen las visitas de mis padres y se me brinde así la ocasión de reunificarlos. Estaría dispuesta a comprarle su enfermedad a cualquiera de los aquí ingresados. Pero no tiene sentido planteármelo porque no funciona. Es igual que lo de la permuta de pechos con mi amiga Corinna. Ella los tiene muy grandes y con pezones blandos rosa claro. Yo los tengo pequeños, con pezones duros marrón rojizo. Siempre que le veo las tetas marcadas bajo la camiseta quiero cambiárselas como sea. Entonces me imagino cómo las dos nos hacemos la cirugía estética y nos amputan los pechos a cada una y se los vuelven a coser a la otra. Tengo que reprimir esa fantasía porque, por mucho que lo esté deseando, es lisa y llanamente imposible. Una imposibilidad que me parte el corazón. Además, tendría que preguntarle a Corinna si está de acuerdo, porque no podría hacerlo sin su consentimiento. O quizá sí. Pero entonces perdería su amistad. Sea como sea, no puede ser y punto. ¡Compréndelo de una vez, Helen! Deja de torturarte dándole más y más vueltas. El mismo desperdicio de energía mental es pensar a cuál de los presentes le comprarías qué enfermedad y a qué precio. No es posible.
Aquí no puedo meditar en calma sobre mi plan de prolongación de la estancia hospitalaria. Los otros pacientes me distraen demasiado.
Noto también que el café empieza a tener el efecto habitual en mí. Comienza con crujidos y quejidos en la barriga. Mi reacción a una taza de café es la misma que puede tener un indígena de la selva cuando toma por primera vez la civilizada bebida. Síntomas de intoxicación extrema. Media taza de café, taza del váter enchocolatada. Hice una vez el test del pipí-café. Me lo enseñó mi padre. Cuando te levantas por la mañana sueles tener que mear porque la vejiga ha estado llenándose toda la noche. Una vez vaciada de orines, se puede suponer que ya no queda pis circulando por el cuerpo. Si entonces te bebes una taza de café, el organismo se intoxica de tal manera que saca agua de donde sea para expulsar el venenoso brebaje lo antes posible. Nada más bebértelo hay que ir al váter, y entonces meas más líquido del que has ingerido en forma de café. Eso lo he comprobado yo con precisión porque en el váter utilizo la taza de café como unidad de medida. El pipí siempre desborda la taza. Así, y para gran alegría de mi padre, he podido probar el efecto deshidratante del café. Mi madre no se alegra porque considera que en las tazas de café no hay que echar orines.
Tengo que volver a mi habitación rápidamente. Ya comienza. Mi cuerpo se rebela contra el café. Pero si tengo que cagar no puedo de ninguna manera utilizar uno de los aseos públicos de esta planta. Mi miedo a la cagalera es demasiado grande, necesito paz y tranquilidad para hacerlo. También es posible que duela tanto que necesite gritar. Y éste no es lugar para hacerlo. Además, quiero cagar a escondidas. Por tanto, a la habitación, ¡y volando! A pesar de mi afán de ser la paciente más ejemplar, por una vez no dejo la taza en el carrito de la vajilla sucia estacionado a la salida. Cuando la necesidad aprieta (y vaya que aprieta)... Me levanto y me muevo despacio hacia el ascensor. Cierro fuertemente el esfínter o lo que queda de él para no dejar palominos en la sábana.
Me acuerdo oportunamente de que he sacrificado mi tampón
do it yourself
en una broma. Así que cerrar bien los bajos es lo mejor que puedo hacer. También desde el punto de vista frontal. Porque causaría un gran revuelo: romana deambulando por cafetería con mancha de sangre en su toga. Hay que prevenirlo. Gracias a la buena musculatura de mi chochito soy capaz de retener la sangre durante mucho tiempo. Cuando en el váter me suelte, todo saldrá de un chorro. Al llegar frente a la puerta del ascensor me digo que ya he salvado la mitad del camino. Arriba, en mi planta, me queda un recorrido similar al que he hecho de la cafetería a la puerta del ascensor. Tintín. Aquí está. Enseguida busco mis vestigios. No queda nada. Como me suponía. Tampón desaparecido. No se aprecia ni rastro de sangre. Breve es la vida de esas manchas en los hospitales. Meto la punta del dedo en mi recipiente de sangre y, al igual que de niñas hacíamos esas figuritas con las patatas, estampo una mancha roja ovaloide en el preciso lugar del que han eliminado mi regalito. No me pescarán. Se abre la puerta. A paso más rápido del que mi dolor tolera enfilo hacia la habitación. La presión va en aumento. Estoy muy preocupada por lo que va a salir y cómo. Me coloco sobre la taza con las piernas separadas, saco el tapón de gasa y doy curso libre a la cosa. No hace falta que lo describa con detalle. Ha tardado mucho, me ha dolido mucho y he sangrado en abundancia, pero ahora lo he logrado. He logrado lo que todos los de aquí esperan y de lo que no se enterarán. Con papel de váter me fabrico un nuevo tapón. Hay que ventilar enseguida, el olor traicionero tiene que desaparecer. Primero abro la ducha a tope. Una vez alguien me dijo que el agua se llevaba los olores fétidos al sumidero. Dejo la puerta del baño abierta y camino, aún más doblada que antes, hasta la ventana que hay al lado de mi cama para abrirla de par en par. El dolor posdefecatorio me hace andar coja.
Además tengo prisa. Media vuelta hasta la puerta del baño. La muevo de un lado a otro, a manera de abanico, para canalizar el aire en dirección a la ventana. Ya no huelo nada. Pero hay que comprobarlo debidamente. Salgo al pasillo y cierro la puerta. Respiro profundamente varias veces llenándome la nariz y los pulmones de aire limpio e incorrupto. Después vuelvo a entrar como lo haría cualquier enfermera y olfateo escrupulosamente. El olor se ha volatilizado. El agua ha hecho su acción purificadora. No quedan pruebas. Misión cumplida. Cierro la ducha y trato mi menstruación con un tampón limpio hecho por mí misma. Listo. Silencio. ¿Qué hago ahora? Me tumbo en la cama y cierro los ojos. Primero voy a calmarme. O descalmarme con algo nuevo.
Pienso en Robin. Lo estoy desnudando. Una vez en bolas, lo acuesto sobre mi cama de hospital y empiezo a lamerlo desde la rabadilla hasta la coronilla, pasando por cada bulto de las vértebras. Tiene muchos lunares oscuros. Quizás debería ir al dermatólogo. Sería una lástima que fuera a morirse de un cáncer de piel. Máxime teniendo en cuenta que es enfermero. Sería absurdo que la palmara por una causa no detectada. Más vale que lo atropelle un coche o que se suicide por pena de amor. De amor por mí, por ejemplo. Mi lengua inicia el camino de vuelta, bulto por bulto, hasta la raja del culo. Le separo las nalgas y se lo lamo. Primero sólo realizando movimientos circulares. Después, con la lengua tiesa y afilada, le voy penetrando el esfínter cerrado a cal y canto. Ahora mi mano izquierda se desliza hasta su polla. La tiene durísima, como un chuzo revestido de una piel cálida. Hundo la lengua en el ano y empuño con firmeza el capullo. Quiero que se corra con toda la fuerza entre los dedos apretados y que el chorro salga por el extremo opuesto. Es exactamente así como lo hace. No tiene alternativa porque no le suelto el capullo, apresado firmemente por mi mano. Vuelvo a abrir los ojos.
Menudo guarro es ese Robin. No puedo menos de reírme, estoy muy contenta de mi fantasía de salidorra fruto de la abstinencia. Veo que no necesito televisión para entretenerme.
Llaman a la puerta. Si tengo suerte es Robin, que enseguida me notará en qué he estado pensando. Pero no. Es una enfermera. Pregunta si he evacuado.
—No, ¿y usted?
Sonríe forzadamente y se va.
¡Helen, querías ser una buena paciente! Es cierto, pero resulta imposible aguantar tanta pregunta y tanto «evacuar» sin perder la amabilidad. Ahora sí. Voy a hacer dos cosas en un solo desplazamiento: mear y buscar agua mineral en el pasillo para mis aguacates. Me bajo del catre deslizándome de espaldas hasta que mis pies pisan suelo firme. Poco a poco empieza el dolor punzante vaticinado por el anestesista. Lentamente y a paso de pato camino al baño, levanto el camisón y meo de pie, como le corresponde a una cumplida paciente anal. No hace falta que limpie el asiento porque nadie más que yo se sentará encima. Es otra manera de fastidiar a los higienistas. Del lavabo cojo el vaso pensado para enjuagarse la boca después del lavado dental y lo lleno de agua hasta por encima del borde. Papá me explicó una vez que el agua puede elevarse sobre el canto de su recipiente, debido a la tensión superficial o algo parecido. Ya no recuerdo. Volveré a preguntárselo cuando venga. Con lo cual ya tengo preparado un buen tema de conversación. Hay que tenerlo si se quiere hablar con él. Sobre esas cosas se enrolla como una persiana. Así no se producen silencios violentos.
Me bebo el vaso de un trago. Para variar, no está mal. Agua natural en vez de agua con gas.
Me dejo el camisón subido. No quiero, por vergüenza, que mis compañeros de clase vengan a visitarme, pero los de aquí pueden verme en cueros durante todo el día. Lo que habrá visto esta gente. Del baño no vuelvo a la cama sino que salgo al pasillo. Me detengo un momento para echar un vistazo. Recuerdo haber visto en alguna parte un tresillo para las visitas, con un dispositivo para preparar té y un gran recipiente del que sacar café a presión. Allí había una torre de cajas de agua mineral apiladas unas sobre otras, sin duda pensadas para que una se sirva a sí misma. Eso espero. Voy a probarlo. Resulta que para mis vasos de aguacates necesito más de una botella, pero las enfermeras sólo te traen otra después de que te has terminado la última. Y no voy a pedirles que hagan varios viajes a la vez. Me acerco al tresillo. Hay una familia conversando en voz baja. Para que las enfermeras tomen ejemplo. Uno de los hombres del grupo lleva pijama y albornoz, lo que para mí es indicio de que se trata del paciente anal del corrillo. No tengo ganas de saludar. Saco tres botellas de la caja superior y vuelvo sobre mis pasos. Oigo que la visión de mi parte trasera causa sensación entre los familiares. Alegraos. Camino lo más rápido posible para refugiarme en mi resguardada cueva.
Me cuelo como puedo por el resquicio que queda entre la repisa y la cama hasta llegar al rincón donde, con la Biblia, he montado el invernadero para mis huesitos. Protegido de las miradas de médicos y enfermeros. Y de Robin, aunque a él le dejaría verlos. Se los voy a enseñar cuando sea adecuado. Ya ha visto tantas cosas. Por cierto, podría volver a sacar fotos del nuevo estado de mi culo.
Levanto la Biblia con cuidado y relleno todos los vasos. En la repisa expuesta al sol el agua se evapora muy rápidamente. No pensarás que no tienes nada que hacer, Helen. Aquí no te vas a aburrir. Aquí hay seres vivos que dependen de ti. A ver si te pones las pilas y riegas esto como la naturaleza manda, algunos aguacates están ya casi secos. Menos mal que tienen buena pinta. A veces los hay que empiezan a pudrirse, y entonces no me queda otra que despedirme de ellos por mucho que haya invertido en su crianza. La mayoría aún no tiene raíz. Pero uno ya se ha abierto y en otro asoma la raíz en la parte de abajo. Por tanto, mis huesitos van que chutan. Todos sanísimos. Vuelvo a desplegar la Biblia para dar cobertura al invernadero.
Quiero quedarme un rato más en este sitio. Desde aquí la habitación parece muy distinta.
La verdad es que casi siempre la había mirado desde el catre. Vista así, desde el último rincón, da la sensación de ser mucho más espaciosa. Aparto la cama unos centímetros de la pared con todas mis fuerzas y dejo que mi torso se deslice esquina abajo hasta que el culo toca el suelo y las piernas quedan dobladas de tal manera que las rodillas dan contra el esternón. Siento el linóleo frío en el chocho y las nalgas. En realidad no sé si es linóleo, pero es opinión corriente que los suelos de los hospitales están hechos de ese material. La postura en la que estoy me atiranta demasiado el culo. Tengo que poner rectas las piernas estirándolas debajo de la cama. Es un buen lugar para esconderse. Si yo no veo la puerta, nadie que entre por la puerta podrá verme la cara. Las piernas sí. Pero primero tendrá que mirar bajo la cama con la intención de encontrar algo. Intención que no tiene ninguno de los que entran. Todos miran a la cama, y si la ven vacía pensarán que he salido a dar una vuelta o que estoy en el váter. Me toco la entrepierna. Introduzco dos dedos y los muevo como unas pinzas para sacar el tampón autofabricado. Lo dejo sobre el radiador de la calefacción, a la altura de mis hombros. Se balancea precariamente, así que lo incrusto entre las láminas. No vaya a ser que me caiga encima y me deje manchas de sangre en lugares insólitos de la espalda, manchas que no tendrían ninguna explicación y de cuya presencia yo no sabría nada por no poder verlas. En cuanto he estabilizado el tampón (sus propiedades adherentes colaboran a ello) movilizo el dedo corazón con su prolongada uña, cuya punta coloco en mi trompa perlada. La aprieto. Seguramente me dejaré una marca. Pero nadie la verá. Es la manera más rápida de ponerse húmeda. Mi chochito enseguida empieza a chorrear de la abundante producción mucosa, lo voy oprimiendo y frotando alternativamente mientras introduzco dos dedos de la otra mano. Una vez dentro, los abro en V (de vagina) y les hago hacer movimientos giratorios. Lo normal es que a medida que la cachondez aumenta me vaya metiendo los dedos del chocho en el ano. Pero eso ahora es imposible. El culo está recién operado y ya lo ocupa un tapón. Podría intentar palparlo. Avanzo con el par de dedos hacia el fondo y doy con una especie de tabique delgado situado entre el chocho y el ano. Entonces siento el tapón. A pesar de tener los dedos enchochados. Es una experiencia que ya me es familiar. No por la presencia de un tapón, claro está, sino por la caca. Ésta a menudo se coloca cortésmente a la salida, en compás de espera hasta que tenga luz verde. Y si los dedos maniobran en el chocho pueden palpar la caca a través del tabique. ¿Lo habrá sentido ya algún hombre al tener sexo conmigo?
Pero los hombres jamás lo comentarían. Parece que no es el tema de conversación adecuado cuando se está a punto de meterle la polla a una mujer.
«Guau, ¿sabes lo que estoy sintiendo en tu vagina?» Poco verosímil.
También me gusta sentir el esfínter a través del chocho. Basta con contraerlo, es decir, cerrar el ano, y ya se siente el músculo por dentro.
En un pasto verdete abrió el ojete una vaca y soltó la caca. Aleluya.
Ahora tengo ganas de explorar el tabique anterior del chocho. Basta de investigaciones retrotabicales.