Ah. Son todos médicos y aprendices o como se llamen. Están pasando visita. Su visita relámpago. ¿Por qué
relámpago?
¿Por lo cargado que está el ambiente? Hace rato que saludaron y me preguntaron cosas. Y yo tenía la cabeza en otra parte. En mis aguacates. El lugar idóneo para mi colección sería la repisa de la ventana. Por la luz. Sólo tendría que taparla para que no se viera desde la habitación.
Oigo decir: «En cuanto la evacuación sea satisfactoria la podemos dar de alta.»
Entendido. Parece que se refieren a mí. A la dama evacuadora. Ahí también está Notz. Hay tantos médicos que ni siquiera lo había visto. ¿Le pido a alguien que me llene los vasos? Me va a ser imposible moverme cada vez para llevarles agua a mis huesos. Caminando a la velocidad a que camino tardaría varios días en hacerlo. A ver... Tengo los vasos para los huesos y uno para el agua mineral. Se podría utilizar este último para llenar los otros, cogiendo el agua en el grifo del lavabo y haciendo varios viajes. No. Ya sé: voy a aprovechar el agua mineral. Las enfermeras la reponen cuando se ha acabado. Así no tengo que pedir ningún favor a nadie, lo puedo hacer yo sola. Perfecto. Para mis huesitos bebé, sólo la mejor agua mineral. Rica en calcio, magnesio, hierro y a saber qué más. Con eso se pondrán bien guapos.
La cohorte sale de la habitación para distribuir mi pipimensaje. Por fin puedo comenzar con el trabajo.
Agarro la pequeña caja en la que mamá ha traído los huesos. Primero tengo que desenvolver los vasos. Absolutamente exagerado haberlos forrado con tanto papel teniendo en cuenta cómo conduce mamá. A velocidad de paso y parándose ante cada banda reductora.
Dice que es para cuidar los ejes. Eso tenía sentido antes. Los coches modernos son tan insensibles a los golpes que se puede pasar zumbando sobre esos chichones del suelo sin que ocurra nada. Lo dice mi padre.
Coloco los ocho vasos en el extremo derecho de la repisa. Pincho tres palillos en cada uno de los ocho huesos y los cuelgo dentro de los recipientes. Echo agua mineral hasta que las dos terceras partes del hueso quedan inmersas.
A ver cómo han resistido el transporte y la noche sin agua. Es la primera vez que los saco de viaje. Necesito algo para protegerlos de las miradas de la gente que entra en la habitación. ¿No había un libro dentro de la mesilla? Abro el cajón. La Biblia. Claro. Esos cristianos lo intentan por todas partes. Pero a mí no me la pegan. A mí el volumen me basta como simple protector visual. Lo coloco delante de mis peques, abierto, pero al revés para que la cruz esté patas arriba. A los cristianos eso les fastidia, ¿verdad? Porque significa algo malo. ¿Pero qué? La verdad es que no me importa.
Sobre la casita de mis huesitos pongo la carta con los platos de la semana, así mi secreto también queda a resguardo de las miradas desde arriba. De todas formas no me dan otra cosa que pan integral y muesli.
Ya está. Lista la constelación familiar. La presencia de mi colección hace que me sienta un poco como en casa. Cuando tengo que ocuparme de mis huesitos siempre hay algo que hacer. Reponer agua o cambiarla. Fotodocumentar el crecimiento de las criaturas. Sacar la capa mucosa de vez en cuando. Quitar los brotes muertos o enfermos para que puedan reproducirse los sanos. Cosas así.
Suena el teléfono. ¿Quién lo habrá activado? ¿Lo hacen los ángeles verdes? ¿Con qué dinero? ¿Se necesita dinero para hacerlo? Lo tengo que investigar. Descuelgo.
—¿Diga?
—Soy yo.
Es mamá.
Mamá y papá quieren venir a verme hoy. Intentarán montárselo de forma que sus visitas no coincidan.
Deseo tantísimo que mis padres puedan estar los dos en una habitación. Que me visiten juntos en el hospital. Tengo un plan.
Mamá pregunta:
—¿A qué hora irá a verte tu padre?
—¿Quieres decir tu ex marido? ¿Al que una vez amabas mucho? Viene a las cuatro.
—Entonces voy yo a las cinco. ¿Conseguirás que se haya ido a esa hora?
Digo que sí pero pienso que no. En cuanto mamá ha colgado llamo a papá y le digo que me iría bien que viniera a las cinco.
Papa llega a esa hora y me trae un libro sobre babosas.
Lo considero una alusión a mi ano y le pido una explicación. Dice que pensaba que las babosas me interesaban porque una vez le pregunté algo sobre ellas. Seguramente lo hice porque con papá sólo puedo hablar de temas sucedáneos, y no de sentimientos o problemas auténticos. Eso nunca aprendió a hacerlo. De ahí que hablemos mucho sobre plantas, animales y la contaminación ambiental. No me pregunta bajo ningún concepto por el estado de mi herida manifiestamente abierta. No se me ocurren muchas cosas de las que hablar con papá. Mientras permanece sentado en la silla a los pies de mi cama espero que llamen a la puerta y entre mamá. Odio los silencios violentos. Pero trato de aguantarlos como si fueran un autoexperimento. Para ello papá es el mejor interlocutor. Sencillamente no dice nada. Salvo si yo le pregunto algo. No tiene necesidad de hacerlo, me parece. Lo miro y él también me mira. Es terriblemente callado. Pero no mira de manera hosca ni nada por el estilo. En realidad su mirada es amable y amistosa. Fue mamá la que lo dejó, no sé por qué. Podría preguntárselo. A lo mejor tengo miedo a la respuesta. De todos modos, el que alguien esté sentado y te mire sin decir nada no es razón para dejarlo. Para eso se necesitan mejores motivos. Quizás se les acabó el amor. Si dos personas realmente quieren prometerse algo bueno, he aquí una propuesta: si quieres, me quedo a tu lado aunque deje de amarte. Ésta es una buena promesa. Significa efectivamente para siempre.
A las duras y a las maduras. Y qué duda cabe de que son duras las épocas en las que uno ya no ama al otro. Quedarse solamente mientras el amor aún existe no basta si se tienen hijos.
Mamá llega tarde. A las seis todavía no ha venido. Papá se despide. He vuelto a fracasar. Se repelen como dos imanes que quiero juntar.
Mi objetivo es conseguir que vuelvan a verse y a enamorarse locamente muchos años después de su divorcio. Y que vuelvan a unirse. Es muy poco probable, pero esas cosas ocurren. Digo yo. Porque con certeza no lo sé.
Pasa mucho tiempo entre la despedida de papá y la llegada de mamá. Con ella hablo todavía menos que con él. Piensa que estoy de morros porque ha llegado tarde. Tiene la conciencia permanentemente mala de una madre trabajadora. Pero mamá no sabe lo que yo sé: que acaba de perder la oportunidad de su recasamiento. Por eso me desquito de lo lindo con ella. Ya puede pensar que mis malos modos tienen que ver con mis dolores.
Su visita ha sido todavía más breve que la de papá. Culpa tuya, Helen.
Los dos quieren volver mañana. Entonces haré otro intento. Cuanto más tiempo me quede en el hospital, más oportunidades tendré para juntarlos. Mi primer hogar es la casa de mi madre, adonde papá jamás iría. Mi otro hogar es la casa de mi padre, adonde jamás iría mamá.
Por tanto sería mejor no cagar. Aunque para mi salud sería preferible, si he de creer a los médicos. Podría cagar en secreto y no decírselo a nadie. Así podré quedarme más tiempo en el hospital sin tener que preocuparme por mí y mi culo.
Haré exactamente eso. Causándome otra herida quizás consiga que me vuelvan a operar. Dispondría entonces de muchos días más para preparar mi objetivo.
A lo mejor se me ocurre alguna idea. Seguro. De hecho, en mi aburrida habitación de atea tengo tiempo suficiente para inventarme lo que sea. Mis padres han estado muy poco rato conmigo. No hablo lo bastante con las personas. Siempre lo noto por el hecho de que empiezo a comerme el coco y me huele cada vez peor la boca. Cuando llevo cierto tiempo sin hablar, es decir, sin abrir la boca para ventilarla, los restos de comida y la saliva caliente comienzan a fermentar en la clausurada cavidad bucal. Por eso nos huele tan mal la boca cuando nos levantamos por la mañana. Durante la noche, la boca es la incubadora perfecta para toda clase de bacterias, para que se reproduzcan y lleven a cabo la descomposición de los restos de comida entre los dientes. Es lo que está empezando a pasarme. Necesito hablar con alguien. Timbre de emergencia. Entra Robin. Tengo que inventar una excusa para justificar la llamada. Ya. Una pregunta.
—¿Cuándo me van a poner el autodosificador?
—Pues el anestesista ya tendría que haber venido.
—Vale. O sea que cuando le dé la gana. Entonces te pediría unas pastillas, porque empiezo a sentir dolor otra vez.
Mentira. Pero hace más creíble el timbrazo. Robin ya tiene la mano en el picaporte.
—¿Te encuentras bien, Robin?
Esto es muy de Helen. Pero si el enfermero es él. Sin embargo, pienso que debo cuidarlo y hacer que su turno sea de lo más agradable.
—Sí, estoy bien. He meditado mucho sobre tu herida y tu desparpajo. Y se lo he comentado a un compañero. Uno que no trabaja aquí, no te preocupes. Piensa que eres una exhibicionista o como se diga.
—Aficionada a mostrarme digo yo. Es cierto. ¿Y eso es malo?
—Yo desearía que hubiera más chicas como tú. Y poder encontrármelas en la disco, por ejemplo.
Para dar cuerda a la conversación, y tal vez también para ponerle cachondo y crearle una dependencia helénica, le cuento mis hábitos de salida (sustantivo).
—¿Sabes lo que hago yo cuando voy a la disco?
Cuando he quedado con un chico para follar después, uso un truco genial como prueba. Como prueba de que soy yo la autora intelectual del polvo y que éste no es producto del azar. De hecho, esas salidas empiezan sin ninguna garantía, ya se sabe. ¿Queremos los dos lo mismo? ¿Se conseguirá tener sexo al final de la noche? ¿O será una cita perdida? Para que no quepa duda sobre cuáles son mis intenciones corto un gran agujero en mis bragas dejando al aire los pelos, los labios de la vulva y todo el resto. Tiene que asomarse el coño entero. Siempre llevo falda, claro. Cuando inicio el magreo y después de que el chico me haya acariciado los pechos durante un buen rato, su dedo en algún momento empieza a subir por mis muslos. El muchacho piensa que primero tendrá que sortear la barrera de las bragas y teme que yo no quiera ir tan lejos. Porque de esas cosas no se habla cuando se acaba de conocer al otro. Entonces su dedo toca, directamente y sin preaviso, mi coño empantanado.
Ante ese regalo todos los chicos reaccionan de la misma manera. Primero al dedo le da un patatús y se detiene momentáneamente. Luego sigue palpando un poquito porque no puede dar crédito a lo que siente. ¡Esta tía no lleva bragas! Es eso lo que cualquiera piensa al instante. Pero en cuanto las toca, como en esos juegos de adivinar las cosas a tientas, sale de dudas y comprende que se trata de algo ingeniado y preparado aposta. Y una sonrisa sucia se dibuja entonces de oreja a oreja en la cara de mi futuro. De mi futuro compañero follador.
Hasta a mí misma me dan sudores al contarlo. ¿Por qué lo hago? Creo que estoy colocada por el halago que Robin me ha hecho al principio. Siempre rizando el rizo, Helen, ¿eh?
Robin se ha quedado con la boca entreabierta, mi relato ha surtido efecto. Puedo verle el paquete hinchado a través del blanco pantalón de enfermero. Mientras le contaba mi historia, el timbre del pasillo no ha parado de sonar. Otros pacientes que querían algo de Robin. Pero no lo mismo que yo.
—Vale, hasta luego entonces.
Y se ha ido.
Lo he dejado descolocado. Es como un deporte: siempre tengo que ser la más desinhibida de los presentes. Esta vez he ganado yo. Pero tenía un adversario fácil y no ha sido una verdadera competición. Más bien una erupción.
Ya estoy nerviosa por saber si he hecho estragos en él, si podrá volver a mirarme a los ojos como antes. Siempre me meto en situaciones rarísimas. ¿Es posible que cualquiera que trabaje en un hospital, sea joven o viejo, guapo o feo, tenga atractivo sexual por el mero hecho de que no hay nadie más?
Me soplo el aliento a la nariz para controlarlo. Ya huele mejor. No tengo que hacer el esfuerzo de levantarme y lavarme los dientes. Basta con darle al timbre y contar historias guarras para que entre aire fresco a la cavidad bucal. En el pasado, a los niños que habían dicho una palabra fea se les lavaba la boca con jabón. ¿Se hacía de verdad o sólo era una amenaza? Alguna vez lo probaré. Diré una palabra fea y me lavaré la boca con jabón. Entonces podré apuntarlo en mi biografía. Como hice cuando me eché aquel gas repelente en la cara. Sólo quería saber qué sensación producía. Ahora sé que no repele, que no la echa a una para atrás. Sólo hace lagrimear y tarda un rato en pasar. Se tose mucho y de la boca salen cascadas de saliva. Parece que ese gas estimula las mucosas. Me aburro aquí. Lo noto por los pensamientos que me atraviesan la cabeza. Trato de entretenerme con mis viejas historias. Trato de distraerme con mis soliloquios de lo sola que me siento. No funciona. Estar sola me da miedo. Seguro que se trata de uno de mis síntomas de hija de padres divorciados.
Me encamaría con cualquier gilipollas para no tener que estar sola en la cama o dormir sola una noche entera. Cualquiera es mejor que ninguno.
Eso no es lo que mis padres pretendieron cuando se separaron. Los adultos no piensan tan lejos cuando se divorcian.
Hundo la nuca en la almohada y miro al techo. Ahí está el televisor. Eso es. Voy a jugar a mi viejo juego de adivinar voces. Saco el mando a distancia del cajón y enciendo el aparato. Voy apretando el botón de luminosidad hasta que la pantalla queda totalmente a oscuras. Después subo el volumen y hago zapping. El objetivo es adivinar, por la voz, a la persona que está hablando. Evidentemente, sólo funciona con personajes conocidos. Empecé a jugar a ese juego porque siempre quería ver la tele para combatir la soledad, pero acabé cabreándome cada vez más por las imágenes. Sobre todo por una cosa. Cuando en la tele han tenido sexo y la mujer se levanta, se tapa los pechos con la manta. Es algo que no aguanto. Acaban de estar machihembrados y ahora resulta que ella esconde las tetas. No ante él, sino ante mí. ¿Cómo voy a creerme el juego al que están jugando si siempre me recuerdan que estoy mirando? Y cuando el hombre se levanta, de repente ya sólo lo presentan por detrás. Es muy mosqueante. La televisión ha perdido así a esta espectadora. En eso de enseñar las tetas la única excepción son las actrices desconocidas. Si una actriz está en cueros por arriba puedes estar seguro de que se trata de una del montón. Las estrellas nunca muestran nada. A tal punto de degradación ha llegado el arte escénico. Ahora la tele sólo la oigo, y lo hago como juego de adivinanzas. Pero antes lo hacía mejor. De niña veía muchísima tele, por lo que se me daba mucho mejor acertar con las voces.